De la sociedad patriarcal y mojigata, donde la mujer era "el antro del diablo" (Tertuliano dixit), hemos pasado al delirio de la indiferenciación en una sociedad crecientemente feminizada. Más o menos lo mismo, pero al revés, explica Alain de Benoist en una entrevista concedida a Adriano Scianca, del periódico italiano "Il Primato Nazionale".
El debate sobre la teoría del género está bloqueado porque los partidarios de dicha ideología… niegan su existencia. Según el movimiento gay, nunca ha habido tal teoría, pues lo único que pretenden, según ellos, es luchar contra la discriminación. La teoría del género, explican los militantes homosexuales, ha sido inventada por el Vaticano para hacer creer que existe un complot gay con misteriosos y sórdidos objetivos. Finalmente, ¿existe o no existe la teoría del género?
¡Por supuesto que existe! Autores como Judith Butler, Eric Fassin, Monique Wittig y muchos más, ¿qué son, sino representantes de la teoría del género, es decir, adalides de una teoría que pretende que las identidades sexuales no dependen en absoluto del sexo biológico o de la pertenencia sexuada? Pero esta teoría no es tampoco el resultado de ningún “complot homosexual”. Se basa en la idea de que la identidad sexual se deriva de una pura “construcción social”. Afirma que no hay, en el momento de nacer, ninguna diferencia significativa entre los niños y las niñas (postulado de neutralidad); pretende que el individuo no debe nada a la naturaleza y puede construirse a sí mismo a partir de nada (fantasma de autoengendramiento).
En cuanto a la discriminación, hay formas muy distintas de luchar contra la misma. Si la discriminación consiste en tratar desigualmente a los hombres y a las mujeres, soy por supuesto el primero que quiere que desaparezca. Pero hay que saber si la igualdad debe comprenderse como sinónimo de la mismidad. Con otros términos, hay que saber si, para restablecer la igualdad entre los sexos, se tiene que hacer desaparecer la diferencia entre ellos, cosa que obviamente no creo en absoluto. Ocurre lo mismo con los “estereotipos”, que no son sino verdades estadísticas abusivamente generalizadas. La forma en que algunos se imaginan que, para “deconstruir los estereotipos”, hay que arremeter contra las nociones mismas de lo masculino y lo femenino, revela que, por más que pretendan lo contrario, quienes así piensn adhieren al postulado básico de la teoría del género.
Muchos y muy diversos son quienes luchan contra la teoría del género. Lo mismo ocurre con sus argumentos. ¿Se deberían, a su juicio, evitar ciertos argumentos que pudieran tener un objetivo erróneo o hacer el juego del enemigo al que pretenden combatir?
Hay, en efecto, diversas formas de criticar la ideología de género. En mi libro Les démons du bien [Los demonios del bien], mi crítica es de índole exclusivamente intelectual: estudio esta ideología para saber cuál es su valor en cuanto a la verdad, constato que es nulo y digo por qué. En los ambientes católicos lo que se hace no es tanto una crítica de este tipo, sino una crítica moral. Se basa en el postulado de que la teoría del género pretende legitimar comportamientos sexuales que se consideran de entrada “aberrantes” o “anormales”, empezando por la homosexualidad.
Estoy doblemente en desacuerdo con esta idea. En primer lugar —y éste es un punto fundamental—, pienso que la teoría del género no pretende tanto justificar tal o cual comportamiento sexual cuanto que negar la diferencia entre los sexos, lo cual no es en absoluto lo mismo. Con lo que sueñan no es con la homosexualidad, sino con la indistinción.
Por otra parte, yo no efectúo ningún juicio moral sobre las preferencias o las orientaciones sexuales. No veo en nombre de qué formularía semejante juicio. La homofobia, así pues, sólo es para mí una estupidez más entre otras muchas. Lo que, en cambio, me parece importante es recordar que lo masculino y lo femenino existen independientemente de las orientaciones sexuales. Los homosexuales no constituyen en modo alguno un “tercer sexo”, por la sencilla razón de que sólo hay dos sexos. Los gays y las lesbianas son hombres y mujeres como los demás, con la particularidad de que tienen preferencias sexuales propias y de carácter minoritario. Pero “minoritario” nunca ha querido decir “menos natural”: una norma estadística no es lo mismo que una norma moral. Con todo ello quiero decir que no soy de los que sólo critican la teoría del género con la esperanza de volver al viejo orden moral.
Si bien es una insensatez pretender que las diferencias entre hombres y mujeres no existen o son irrelevantes para los roles sociales que desempeñan, tal vez sea cierto que se deben repensar, hoy, las funciones sociales de los hombres y mujeres. ¿Está usted de acuerdo? Y en caso afirmativo, ¿cómo las repensaría?
No cabe duda de que los roles sociales de hombres y mujeres han cambiado radicalmente en el curso de las últimas décadas. Mediante la integración de una amplísima mayoría de mujeres en el sistema salarial se ha ido borrando progresivamente la frontera entre una esfera privada femenina y una esfera pública masculina. El acceso a la contracepción, la legalización del aborto o, incluso, la disyunción entre las responsabilidades familiares y las atribuciones de índole sexual les han dado a las mujeres libertades cuya conquista no lamento en lo más mínimo. ¡No soy ningún nostálgico del patriarcado a la antigua, el cual nunca fue tan insoportable como en la “Belle Époque” de la revolución industrial y del auge de la burguesía! Creo, en cambio, que algunas de estas libertades han resultado, en parte, ilusorias. La posibilidad ofrecida a las mujeres de trabajar fuera del hogar, por ejemplo, ha constituido a la vez una liberación y una alienación (a favor del sistema capitalista). Y a quienes más ha beneficiado la “revolución sexual” ha sido, en últimas, a los hombres…
La cuestión es saber si esta transformación de las funciones sociales masculinas y femeninas debe implicar una negación o una desaparición de la feminidad y de la virilidad. No lo pienso en absoluto. La pertenencia sexuada no es sólo un asunto de órganos sexuales (el propio cerebro ya es sexuado al nacer), y la desexualización de hecho de un cierto número de roles y funciones no ha hecho desaparecer ese invariante antropológico que constituye la división del género humano en dos sexos. En el espacio y en el tiempo, en el ámbito de las diferentes culturas, los roles sociales masculinos y femeninos han ido evolucionando sin parar (es lo que se obstinan en no ver quienes razonan en términos esencialistas), pero esta evolución nunca ha puesto en tela de juicio el hecho de que los hombres y las mujeres no pertenecen ni al mismo sexo ni al mismo género.
Lo que hay que repensar es de qué forma distinta puede expresarse hoy en día lo masculino y lo femenino. El error, propagado por la teoría del género, sería creer que lo masculino y lo femenino debe simplemente dejar de expresarse al no corresponder ya a nada. Equivaldría ello a considerar que los hombres y las mujeres tienen que ser pensados en lo sucesivo como individuos abstractos y ya no como seres encarnados; es decir, haciendo abstracción del cuerpo y de la carne, de la seducción y de las relaciones sexuales. Como dice una feminista francesa muy hostil a la teoría del género, Camille Froidevaux-Metterie: “¿Por qué, después de haber sido tan sólo cuerpos, deberían hoy las mujeres vivir como si no tuvieran cuerpo?”.
¿Cabe identificar en la teoría del género un problema más específico: el odio que siente esta sociedad por la figura del hombre, del macho y del padre?
Durante siglos, en la época del patriarcado, los valores femeninos han sido considerados constantemente inferiores a los masculinos. En la tradición cristiana, a menudo, la mujer ha sido asignada, simbólicamente al menos, al orden de la voluptuosidad, de la seducción y, por tanto, del pecado. Tertuliano veía en ella el “antro del diablo”. En la época clásica, las mujeres también fueron condenadas por “brujería”. Ahora se ha caído en el extremo inverso. Los valores tradicionalmente considerados femeninos (la sensibilidad, el espíritu de ayuda mutua y de cooperación, etc.) han sido colocados por encima de los valores masculinos. Todo lo que evoca la virilidad o la hombría despierta burlas, desdén, hostilidad… La noción de autoridad está desacreditada en su principio mismo… por más que siga omnipresente en la vida real. Al mismo tiempo, el niño (al que en el pasado siempre se le consideraba más carnalmente ligado a su madre que a su padre) es objeto de una idolatría sin precedentes. Antaño, el crimen supremo era el parricidio; hoy es el infanticidio. Esta situación no es preferible al antiguo reino de lo masculino. Constituye, en realidad, su simétrica inversión. No se sale del desequilibrio sustituyendo al patriarcado por el matriarcado.
Lo que resulta particularmente inquietante en el desmoronamiento de la figura paterna es que el padre ya no puede desempeñar el papel que normalmente le corresponde: encarnar la Ley simbólica que le permite al niño poner término a la “fusión materna” propia de la primera infancia; o lo que es lo mismo: entrar en la edad adulta. La quiebra de los valores viriles les lleva a los hombres a dudar de sí mismos, lo cual deteriora gravemente las relaciones entre los sexos. El hundimiento de la función paterna produce una generación de inmaduros narcisistas que nunca consiguen resolver su complejo de Edipo. Esta evolución es uno de los aspectos centrales de la sociedad posmoderna que tenemos a la vista.