El problema más grave de Europa no ha hecho más que comenzar. Y lo tenemos dentro.
Hace noventa y seis años, cuando cayó el telón del primer acto del suicidio de Europa, los vencedores intentaron diseñar en Versalles un continente que nunca pudiera volver a sufrir una hecatombe similar. El elemento más importante del nuevo diseño fue la ordenación de los europeos por grupos nacionales, de modo que ninguno volviera a quedar englobado en el seno de una nación potencialmente hostil. Ése fue el principio por el que, por ejemplo, se resucitó Polonia para liberar nacionalmente a unos polacos que hasta aquel momento habían estado gobernados desde Viena, Berlín y San Petersburgo. Idéntica lógica provocó el desmembramiento del Imperio Austrohúngaro. Pero ésta fue sólo la teoría, pues en la práctica se inventaron dos nuevos entes supranacionales, Checoslovaquia y Yugoslavia, que no dejarían de chirriar hasta su desaparición definitiva siete décadas más tarde.
Veintisiete años después, los vencedores de 1945 intentaron una vez más remediar para siempre el problema que había provocado el segundo acto del suicidio de Europa. Pocos meses antes de la paz, en diciembre de 1944, con una Alemania ya prácticamente vencida, Churchill pronunció las siguientes palabras en la Cámara de los comunes:
«La transferencia de varios millones de personas tendrá que ser realizada desde el este hacia el oeste y el norte, así como la expulsión de los alemanes –porque eso es lo propuesto: la expulsión total de los alemanes- del área que habrá de adquirir Polonia en el este y el norte. La expulsión es el método que, según lo que hemos podido ver, será el más satisfactorio y duradero. Ya no habrá mezcla de poblaciones que cause problemas sin fin, como fue el caso de Alsacia-Loren. Será un barrido limpio. No me asusta la perspectiva del desenmarañamiento de poblaciones, ni tan siquiera las grandes transferencias, que son más factibles en las condiciones modernas que en cualquier otra época anterior.»
Ésta fue la orientación de la política europea sobre la configuración de las naciones durante algo más de una década (repatriación de los Volksdeutsche, Decretos Benes, etc.), hasta que el comienzo del proceso descolonizador en Asia y África empezó a facilitar la llegada a los países europeos de ciudadanos de sus antiguas colonias. De este modo, por primera vez en la historia, Europa iba a recibir pobladores de otros continentes, y llegados no precisamente con la espada en la mano, al contrario de lo que había sucedido en siglos pasados en ambos extremos del Mediterráneo: España hasta Poitiers, y Bizancio y los Balcanes hasta las puertas de Viena.
Los gobernantes de las décadas de 1950 y 60, los mismos que habían intentado mantener a los europeos a salvo de un nuevo enfrentamiento identitario, no vieron, sin embargo, inconveniente alguno en la llegada de millones de personas de ámbitos nacionales, culturales, étnicos y religiosos muy diferentes y muy alejados. Por lo visto, ahí no había riesgo de colisión. Y los gobernantes de las décadas siguientes han continuado y consolidado la misma política. Véase, por ejemplo, la publicación en enero de 2000 del informe de la ONU sobre la situación demográfica en Europa en el que recomendaba el levantamiento de las trabas a la inmigración para que la UE pueda sobrevivir económica y socialmente. En concreto, los demógrafos de la ONU aconsejaron a los gobiernos europeos promover la admisión de 159 millones de inmigrantes en las dos primeras décadas del nuevo siglo. La Comisión Europea dio a conocer pocos días después su acuerdo con el informe y su decisión de activar la llegada a Europa de nuevos pobladores.
Pero parece que la situación no va a poder mantenerse mucho más, a pesar de que el Santo Oficio de la Corrección Política condene a las tinieblas exteriores a todo aquél que no acabe de ver claro el futuro de una Europa multicultural en la que se alojan muchos millones de personas que no comparten los principios jurídico-políticos –por decir lo menos- en los que se fundamenta la Europa que los acoge, sobre todo, aunque no solamente, los que constituyen la manifestación local de la perpetua ebullición que agita al mundo islámico.
El problema más grave de Europa no ha hecho más que comenzar. Y lo tenemos dentro.
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