La soberanía nacional es un concepto ideológico surgido de la teoría política liberal con la Revolución francesa. Según esta teoría la soberanía pertenece a la nación, una entidad abstracta y única, vinculada a un espacio físico, a la que pertenecen los ciudadanos, y que se sitúa en un nivel superior al de estos. El mismo concepto de ciudadano (sujeto de derechos, en igualdad jurídica con los demás miembros de la nación, en el plano teórico, y súbdito u objeto pasivo por su pertenencia a una entidad política impuesta y coercitiva), está asociado al principio liberal de soberanía nacional. Según la teoría clásica, la soberanía nacional se traduce en un régimen representativo, porque –según dicen sus defensores- la nación no puede gobernarse a sí misma directamente, dada la imposibilidad de representar -de hecho- la "esencia de la nación eterna". La voluntad de la mayoría del pueblo (concepto difuso) no es necesariamente la voluntad de la nación, porque ésta es superior a los ciudadanos individuales.
Por primera vez, los ciudadanos fueron conscientes –incautos y confiados ellos- de que la soberanía nacional residía en el pueblo y no en la monarquía absoluta. Frente al imperio del Rey, las Constituciones marcaron una ruptura, un cambio radical, en la forma de entender el poder político. El nuevo orden constitucional pasaba a ser titular de la soberanía de la nación, una titularidad que hasta ese momento correspondía al rey. La monarquía traspasaba su poder al pueblo soberano. Una iniciativa revolucionaria entonces, que se remontaba a la soberanía del demos ateniense y que cimentó los fundamentos de la democracia actual, posteriormente pervertidos por el falso democratismo.
Dos siglos después, asistimos a una nueva revolución. El desarrollo de las nuevas tecnologías ha traído consigo algo más que un cambio en las comunicaciones. El acceso del ciudadano a las nuevas herramientas de participación e intervención directa en la vida pública que posibilitan las nuevas tecnologías está dando lugar a una nueva era y a una nueva forma de soberanía nacional-popular: la “soberanía digital”.
El fenómeno de Internet y las redes sociales han situado al ciudadano en el primer plano de la esfera pública gracias a las posibilidades que ofrecen las plataformas de comunicación con una enorme repercusión. La Red supone el principio del fin de la antigua sociedad en la que el poder político-económico ostentaba el control de la información y de la comunicación. Gracias a Internet, las personas y los grupos de ciudadanos organizados cuentan ya con su espacio público de expresión e, incluso, de rebelión, un poder que todavía no puede calificarse como el quinto o el sexto poder, pero que ya cuenta con suficiente influencia como para considerarlo un micropoder.
Nos encontramos ante nueva transición política gracias a la era digital, situación que, sumada a las consecuencias de la crisis económica, ha supuesto el despertar participativo de una sociedad que estaba sumida en la apatía y la desafección políticas. La participación política es un derecho constitucional que desde hace algunas décadas había pasado a un segundo plano en nuestra sociedad occidental. El interés por los asuntos públicos se había limitado casi exclusivamente al acto periódico y autómata de participación en los procesos electorales y a la intervención ocasional en algún acto o manifestación pública en relación a algún hecho concreto. Poca cosa para las virtudes que se predican de la democracia. En general, de alguna manera, los ciudadanos teníamos la conciencia de que el Sistema funcionaba solo, como si dispusiera de sus propias leyes automatizadas e inalterables.
Pero las cosas están cambiando. La crisis económica ha provocado que los ciudadanos cuestionen cada vez más las decisiones políticas y desconfíen de sus representantes, lo que ha derivado en otra crisis: la política. La sociedad, y en concreto ciertos grupos de ciudadanos jóvenes y comprometidos, se han dado cuenta que es necesaria una acción revolucionaria para formar parte del proceso de toma de decisiones políticas y así poder cambiar el actual estado de las cosas públicas. En este objetivo, las posibilidades que permite Internet para crear y organizar redes digitales –grupales o tribales- están desempeñando un papel clave. Como señala Alain de Benoist “en el mundo de la Red no hay más naciones o poblaciones, sino múltiples y prolijas pertenencias e identidades: tribus, clanes o la diáspora”.
Pero los poderes públicos deben adaptarse también a este nuevo contexto y de la mano de las nuevas tecnologías ya están dando sus primeros pasos: se aprueban leyes sobre transparencia y acceso a la información pública, que en realidad son simples normas programáticas de dudoso cumplimiento, y que no implican ningún sometimiento de los gobiernos o de los representantes al control de la “soberanía digital”; se adoptan medidas para frenar el uso abusivo de los datos personales por parte de las grandes compañías “internáuticas” de telecomunicaciones, pero los gobiernos imperialistas, autoritarios y/ populistas utilizan la cesión o apropiación de esos mismos datos para perpetuar un control orwelliano sobre sus ciudadanos. No obstante, es cierto que las nuevas tecnologías pueden servir para ejercer un mayor control de los ciudadanos respecto a los poderes políticos y económicos: su fuerza expansiva es tal que no hay régimen político o corporación financiera que las pueda frenar. Pensemos, si no, en lo que ha sucedido en las llamadas primaveras árabes y en las revueltas o insurrecciones acaecidas en los países postcomunistas.
El fenómeno de la globalización, evidentemente, ha traspasado las fronteras e Internet las ha difuminado, pero entonces se plantea la necesidad de protección a esta nueva cualidad de ciudadanos digitales en la aldea digital globalizada. Los resultados de una acción u omisión en el espacio digital tienen repercusiones en el mundo físico afectando no sólo a elementos subjetivos del individuo, sino repercutiendo también en sus capacidades u opciones de producción y de consumo, lo cual, evidentemente, tiene un efecto directo sobre la economía, y eso es algo que no pueden obviar los poderes políticos, sometidos como están a la soberana autoridad del imperio financiero.
Si entendemos la soberanía, desde el punto de vista político, como el poder de un Estado-nación, o de una Entidad Supranacional que no están sometidos a ninguna otra autoridad (?), entonces la soberanía digital sería ese mismo poder pero en el ciberespacio. En la actualidad, muchos países han sido colonizados paulatinamente por los mercaderes digitales que compran las punteras empresas de nuevas tecnologías, los dominios de países, empresas y corporaciones, con el objeto de mercantilizarlos, como un objeto más, dejando a sus primigenios propietarios desprovistos de ese poder, de la soberanía e identidad digitales. Por ello, muchos países renunciaron a su soberanía e identidad digitales para mantenerse en el circuito del sistema del dinero.
Sin embargo, examinando esta cuestión de la soberanía y la identidad digitales, pero circunscribiéndola a las posibilidades de información, comunicación y organización de ciertos grupos políticos e ideológicos, dispersos geográficamente, pero homogéneos en cuanto a sus objetivos, la cuestión de la soberanía e identidad colectiva –insistimos, sea grupal, tribal o institucional- ofrece alternativas al vigente sistema político. Ahí está el ejemplo de Podemos, cuyo peculiar proceso de constitución, al menos en una primera fase, se ha formulado a través de las herramientas que ofrece el ciberespacio. El “inframundo” del que, hasta hace poco, formábamos parte los “disidentes metapolíticos”, situados en la periferia del sistema, debe desaparecer. Podemos establecer una red digital de espacios soberanos constituidos por páginas web, periódicos digitales, blogs o bitácoras personales, editoriales on-line, revistas electrónicas, etc, que representen una nueva alternativa a los partidos u organizaciones tradicionales. Si Podemos lo ha conseguido, nosotros también podemos.