O lo que es lo mismo: "¡Date por jodida, Europa!"

"Fuck you, Europe!"

Por sus muy discutibles supuestos efectos beneficiosos para la realidad económica de Europa y por sus más que probables efectos perniciosos para nuestra realidad política, me temo que si el Acuerdo Transatlántico para el Comercio y las Inversiones (TTIP) termina viendo la luz en los términos en que está hoy por hoy concebido, cualquiera de nosotros podría emular a Mrs. Victoria Nuland, agarrar un potente megáfono y gritar bien alto y claro: "¡Date por jodida, Europa!".

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En su edición del pasado 6 de febrero, el Kyiv Post de Ucrania filtraba una conversación telefónica mantenida por Victoria Nuland, Assistant Secretary of State for European and Eurasian Affaires (que podríamos traducir por Vicesecretaria de Estado para Asuntos Europeos y Euroasiáticos) del Gobierno de los EE. UU. con Geoffrey Pyatt, embajador norteamericano en dicho país. Tras departir sobre la conveniencia –para los EE. UU., por supuesto– de que un determinado líder ucraniano entrara o no en el Gobierno, Mrs. Nuland terminaba con un sonoro y gráfico: “…and you know? Fuck the E.U.!” ("…Y sabes qué? ¡Que se joda la Unión Europea!"), a lo que el embajador Pyatt, en un alarde de diplomacia –¿norteamericana?–, contestaba con un lacónico pero entusiasta: “Exactly!”.

Tan edificante conversación nunca fue desmentida y, a los pocos días, Mrs. Nuland pedía disculpas por su exceso verbal. Todo un detalle.

Este episodio, aun siendo tremendamente revelador, no pasa de ser más que una mera anécdota y, sin embargo, ha gozado de una gran repercusión y desproporcionada cobertura en medios, dando pie a multitud de análisis (normalmente tan superficiales e irrelevantes como la propia peripecia de marras) sobre las relaciones entre EE. UU. y la Unión Europea.

Sin embargo, hay otro hecho que, éste sí, tiene un calado espectacular en las relaciones entre EE. UU. y Europa, así como una más que trascendental influencia para nuestro continente, pese a lo cual está pasando prácticamente de puntillas para la opinión pública y, casi también, para los medios. Por lo menos, los españoles. Claro que, a lo mejor, esto es justamente lo que se pretende.

Me estoy refiriendo al denominado Acuerdo Transatlántico para el Comercio y las Inversiones (TTIP, por las siglas de su denominación en inglés: Transatlantic Trade and Investment Partnership) que está siendo cocinado entre la administración de los EE. UU. y la de la Unión Europea.

El magno objetivo del TTIP (the biggest trade deal in the world –el mayor tratado de libre comercio del mundo–, según la propia Comisión de la U.E.) es establecer una inmensa zona de libre comercio que representará casi la mitad del Producto Interior Bruto del mundo y un 40% del comercio mundial, creando una especie de “mercado común” que englobaría a 800 millones de los consumidores más ricos y rollizos del orbe. Casi nada.

Tanto Washington como Bruselas hablan y no paran de las maravillas que el TTIP va a suponer, no solamente para EE. UU. y la U.E., sino también para el resto del mundo. A través de una muy importante reducción de los aranceles respectivos, la eliminación de las barreras al libre comercio y una estrecha cooperación de sus instituciones regulatorias, se estima que el TTIP aportará un crecimiento a la economía de la U.E. de 120.000 millones de euros, de 90.000 millones de euros a la economía norteamericana y, de paso, 100.000 millones de euros más a los países del resto del mundo. Además, creará 750.000 nuevos puestos de trabajo en Europa y 400.000 en EE.UU.… Vamos, poco menos que la panacea universal, la piedra filosofal y el “bálsamo de fierabrás”, todo junto, hecho tratado internacional.

Sin embargo, un análisis menos bucólico, superficial e interesado, como el hecho por Alain de Benoist en una entrevista con Nicolas Gauthier recientemente publicada en Boulevard Voltaire, pone de manifiesto una realidad bastante alejada de este paraíso en la tierra.

En palabras del propio Alain de Benoist, nos encontramos ante una “vasta unión económica y comercial, preludio de una nueva gobernanza común a los dos continentes”. En feliz comparación del entrevistado: “una especie de OTAN económica.” Por cierto, para quienes no le conozcan, Alain de Benoist no es un peligroso izquierdista, sino uno de los principales ideólogos de la (mal llamada, por lo demás) “Nueva Derecha” francesa.

Analicémoslo detenidamente de su mano.

Para empezar, hay que referirse al propio proceso de gestación del TTIP, esa “liberalización total de los intercambios comerciales, viejo objetivo de los medios financieros y neoliberales” –según Alain de Benoist– “que ha ido madurando discretamente durante más de veinte años en las bambalinas del poder tanto en Washington como en Bruselas.” Por la parte europea, los gobiernos nacionales están totalmente al margen de estas trascendentales negociaciones, que son mantenidas exclusivamente por los eurócratas de las instituciones europeas. La cosa ha llegado a tal extremo que el propio eurodiputado encargado de hacer un Informe para el Parlamento Europeo sobre la marcha del TTIP ha dejado dicho que las negociaciones se desarrollan de una forma absolutamente antidemocrática y que él mismo, a pesar de haber sido designado por el Parlamento Europeo para elaborar el referido informe, se ha sentido ninguneado por la Comisión y que, incluso cuando recibía algún documento, se le prohibía compartirlo o hacerlo público, “de tal manera que los ciudadanos están totalmente excluidos de negociaciones que versan sobre asuntos como cuestiones de salud, medioambientales, derechos sociales y laborales, así como servicios públicos”. A esto, la Comisión respondió que en el proceso de elaboración han participado multitud de representantes de la sociedad civil. En la jerga comunitaria, esto quiere decir lobbies y think tanks…, casi todos, financiados generosamente por las multinacionales.

En segundo lugar, los aranceles actualmente existentes entre la UE y los EE. UU. son ya muy bajos, por lo que un buen número de economistas afirman que su desaparición tendrá un muy reducido impacto en las economías, excepto en determinados sectores, como el textil o el agroalimentario.

Mucho más importante y trascendental que la desaparición de los ya bajos aranceles –como apuntan Alain de Benoist y un buen número de analistas e intelectuales europeos– será la eliminación prevista de las denominadas barreras no arancelarias. Es decir, el conjunto de medidas que los negociadores quieren hacer desaparecer porque suponen “barreras a la libertad de comercio”. ¿Y qué son estas malditas barreras no arancelarias que es preciso eliminar para que florezca la libertad de comercio? Pues “molestas” regulaciones laborales y salariales, normativas medioambientales o sanitarias y demás “barreras” cuya desaparición puede acabar suponiendo, por ejemplo en el sector agrícola, la llegada masiva al mercado europeo de carnes tratadas con hormonas, productos genéticamente modificados, animales alimentados con harinas de origen animal, productos tratados con pesticidas y aditivos tóxicos de utilización prohibida en Europa y otras minucias por el estilo.

En materia medioambiental –continúa enumerando Alain de Benoist- podría llegar a ser desmantelada toda la reglamentación europea aplicable a la industria agroalimentaria. En materia social se cuestionarán todas las protecciones ligadas al derecho del trabajo. Los mercados públicos serán abiertos a todos los niveles, etcétera, etcétera.

Sobre la tan cacareada, por las instancias oficiales, armonización normativa, también hay cosas que decir. Para empezar, como el objetivo de los negociadores de las dos orillas del Atlántico es “alinear ambos bloques al más alto nivel de liberalización existente”, esto supondrá, en la práctica, un proceso aún mayor de desregulación. ¿No les suena de algo? El viejo mantra de “menos regulación conduce siempre y en todo lugar a mayor libertad y crecimiento económico”. La cosa no deja de tener gracia, si no fuera dramática, porque cuando el G20 (el grupo que engloba a los 20 países más ricos) analizaba allá por noviembre del 2008 las causas de la crisis financiera, señalaba la desregulación miope y abusiva como una de ellas (“nos comprometemos a reforzar nuestros regímenes reguladores”; “vamos a ejercer una supervisión estricta”; “los reguladores deberían reforzar su coordinación y su cooperación”). ¡Aquí sí que vendría bien un poquito de memoria histórica! Por cierto, estudios recientes sobre el grado de verdadera ejecución de la panoplia de medidas (“acciones inmediatas a ser aplicadas antes del 15 de marzo del 2009 y otras a medio plazo”) recogidas en la Declaración de la cumbre sobre los mercados financieros y la economía mundial del G20 (15 de noviembre del 2008) ponen de manifiesto que, cinco años después, se han llevado a la práctica poco más de un tercio de las mismas (y eso que eran acciones inmediatas “para antes del 15 de marzo del 2009 y, como mucho, a medio plazo). Lo que, entre otras gracias, ha llevado a que a día de hoy el importe de los productos derivados en circulación…supere el existente antes de la crisis financiera y sea ¡unas diez veces mayor que todo el PIB mundial! Si es que cuando nos ponemos a reforzar nuestros regímenes reguladores y a ejercer una supervisión estricta, somos unos verdaderos hachas.

Pero volvamos a nuestro querido TTIP. Como ponen de manifiesto otros expertos (véase, por ejemplo, el artículo de Matthieu Choblet y Werner Heger titulado reveladoramente “TTIP: new dawn for Atlanticists, sunset for old Europe?”, en la muy interesante e ilustrativa publicación The transatlantic colossus editada por el Berlin Forum on Global Politics), tampoco está muy claro que se pueda alcanzar una verdadera unidad en los estándares de producción en ambos bloques (lo que sí podría suponer ciertas ventajas y ahorros), pareciendo más bien que los negociadores se conforman con el reconocimiento respectivo de los estándares propios. Es decir, que no se trata tanto de establecer unas normas comunes a la, pongamos por caso, producción de automóviles en EE. UU. y Europa, sino a la homologación directa en U.E. de un coche producido en EE. UU. y a la inversa. Vamos, abrir nuevos mercados sin ni siquiera tener que tomarse la molestia de adaptarse a sus normas.

Casi mejor así (aunque nos privemos de las supuestas ventajas y ahorros) porque, si se tratara de armonizar estándares, mucho me temo que casi siempre y en todo serían los de EE.UU. los bendecidos, dado que normalmente son los de “más alto nivel de liberalización existente”. ¿Se va entendiendo ahora lo que significa en el TTIP lo de la “estrecha colaboración entre las respectivas entidades reguladoras?”

Tampoco parece que el TTIP vaya a ser una especie de ONG para el resto del mundo. Para empezar, no está tan claro que a China, los tigres orientales o los mismos BRICS o sus herederos, les lleguen los efluvios beneficiosos de tamaña obra. Más bien tiene pinta de lo contrario y que el TTIP es un torpedo en la línea de flotación a su creciente pujanza y protagonismo en el comercio mundial. Es más, hasta puede tener efectos perjudiciales para aquellos países (por ejemplo, Turquía) que tienen acuerdos comerciales con la U.E. pero no con EE. UU., lo que en la práctica conllevará la apertura de sus mercados a los productos norteamericanos sin que los suyos propios tengan acceso a aquel mercado, salvo que establezcan un acuerdo comercial bilateral. Esto podría haber afectado incluso a grandes países, como Canadá, lo que le ha obligado a establecer un rápido acuerdo de libre comercio con la U.E. bastante cuestionado en aquel país.

Todavía hay algo más grave en los entresijos del TTIP. Uno de los capítulos más explosivos de la negociación concierne a la puesta en funcionamiento de un mecanismo denominado ISDS (siglas de Investor State Dispute Settlements, su denominación en inglés), un sistema para la protección de inversiones y arbitraje de diferencias entre los Estados Miembros y… los inversores privados. Este procedimiento permitirá a las empresas multinacionales llevar directamente (es decir, sin requerirse la intervención del Estado de donde es originaria dicha empresa) ante un tribunal ad hoc a los Estados o administraciones territoriales que modifiquen su legislación en un sentido que pueda entenderse perjudicial a sus intereses o de naturaleza restrictiva para sus beneficios, con el fin de obtener compensaciones por tamaña osadía. Estas “diferencias” serán arbitradas de manera discrecional por jueces y expertos privados, al margen de las jurisdicciones públicas nacionales o regionales. El monto de las indemnizaciones será potencialmente ilimitado y las decisiones no podrán ser recurridas. Dicho de otra manera: una vez lograda la tan ansiada y liberadora desregulación (perdón, la homogenización de los estándares de producción), ay de la administración pública a la que se le ocurra legislar por su cuenta en defensa del medio ambiente o de la protección de los consumidores. En virtud de este mecanismo correrá, en efecto, el riesgo de ser demandada no por otro Estado, sino directamente por la multinacional de turno. Sin embargo, ni los gobiernos de los Estados miembros ni sus ciudadanos tienen el derecho recíproco. ¿Ciencia ficción? ¿Catastrofismo? Un mecanismo de este tipo –y que apunta en esta dirección– ya se ha introducido en el acuerdo comercial UE-Canadá recientemente suscrito.

Y esto nos conduce a los aspectos más políticos y menos económicos del TTIP. Para empezar, no es difícil ver en todo ello, una vez más, otra cesión de soberanía, por parte de los Estados miembros de la U.E. en una nueva instancia supranacional no democrática.

En segundo lugar, se introduce en la Unión Europea una nueva dinámica integradora (la atlantista) cuando aún no hemos acabado ni de digerir ni siquiera de definir nuestra propia dinámica integradora (europea). Como señala el artículo anteriormente citado: “Es un proyecto que conducirá a un relativo declive de la tradicional integración europea en beneficio de la integración transatlántica”. Por si no teníamos poco declive con los asuntos propios…, taza y media.

En tercer lugar, el TTIP corta de raíz, para Europa, otras prometedoras posibles dinámicas integradoras como, por ejemplo, la Eurásica –legítima y natural alternativa a tener muy en cuenta por nuestro continente, conforme se vaya consolidando la recuperación del alma rusa– y, en general, nos ata de pies y manos para mantener una política exterior común y propia. Si ya antes resultaba muy difícil, ahora pasaría a ser casi imposible. En adelante, ya no les va a preocupar a los norteamericanos qué teléfono hay que marcar para hablar con “Mr. Europe”, ni nos vamos a tener que pelear por tener una voz propia única. Estamos muy cerca de tenerla, bien única, pero me temo que también bien ajena.

Por todo ello, por sus muy discutibles supuestos efectos beneficiosos para la realidad económica de Europa y por sus más que probables efectos perniciosos para nuestra realidad política, me temo que si el TTIP termina viendo la luz en los términos en que está hoy por hoy concebido, cualquiera de nosotros podría emular a Mrs. Victoria Nuland, agarrar un potente megáfono en vez de un discreto teléfono y gritar bien alto y claro: Fuck you, Europe! Que esta vez, aplicando la tan sacrosanta desregulación al mundo de la traducción, permítanme que traduzca libremente en un rabioso y sentido: “¡Europa, date por jodida!”.

Mientras, nunca perderé la esperanza de poder titular algún día un artículo con un “Wake up, Europe!”. También lleno de sentimiento. También lleno de rabia.

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