Las cosas en España se han puesto chungas. Muy chungas. Todo el mundo sensato y responsable coincide en el análisis: vivimos una crisis excepcional. No ya sólo económica y financiera, sino también política e institucional. Y lo más grave: además, crisis social, moral y de valores. Este es el punto de partida. Casi nada.
El segundo punto en el que toda la gente de bien coincide es en que “hay que hacer algo”. En lo que ya hay más dudas y disparidad de opiniones es en qué se puede hacer y cómo se hace.
Comencemos por lo que hay que hacer. En mi opinión, la situación es tan calamitosa, afecta a tantos órdenes de la vida (economía, valores de la sociedad…), actores (partidos políticos...) e instituciones (Autonomías, Corona...) y tan, tan profunda, que no se puede hablar ya de soluciones parciales o cortoplacistas. Esto ya no se arregla, a modo de ejemplo, recortando unos millones de euros el gasto público, o modificando el sistema de subvenciones agrícolas o la política exterior de España. Ya ni siquiera se arregla plantando cara (con la boca chica) a la corrupción ni enarbolando banderas reformistas de salón. El modelo está agotado y desnortado. No da más de sí. Está muerto.
Esto no se arregla con nuevos paquetes de medidas, ni con un cambio de políticas, ni siquiera de Gobierno. Esto requiere un cambio integral de mentalidad, un rearme moral, un nuevo paradigma social hecho de dignidad, responsabilidad y eficacia, un esfuerzo colectivo de toda una sociedad nuevamente ilusionada por un proyecto común capaz de aunar voluntades y sumar compromisos. Y eso se llama, ni más ni menos, que un cambio de Régimen.
España necesita una segunda Transición. Lo que nos lleva a la segunda gran cuestión: ¿Cómo se hace?
El Régimen anterior ––el denominado Franquismo— cayó cuando fue evidente que su entramado institucional (que había sido válido para una etapa de desarrollo de 35 años) ya no era el indicado para dar respuesta ni al momento ni a las necesidades de la sociedad española de mediados de los años 70. Los paralelismos con la situación actual son evidentes: este sistema político nos ha valido durante casi los mismos 35 años para sentar las bases de una convivencia pacífica e integradora, pero hoy en día se ha convertido también, como su predecesor, en una rémora más que un elemento dinamizador. Está periclitado. Como su antecesor, tiene que apartarse y abrir paso a un nuevo Régimen. Pero... ¿qué se necesita para un cambio de Régimen?
Un nuevo Régimen requiere dos ingredientes. En primer lugar, un diseño del nuevo marco de convivencia, de las nuevas reglas del juego. Y en segundo lugar, pero indefectiblemente: detentar el poder para su implantación.
Respecto al diseño del nuevo marco, ya hay mucha gente trabajando sobre ello. Tanto desde algunos sectores de los partidos convencionales, como desde algunos de los partidos de nueva creación, fundaciones, asociaciones, think tanks, medios académicos, etc. Hay mucho y buen material de partida y bastante coincidencia en los planteamientos respectivos. Lo que se requiere es una coordinación de todos ellos en pos de posiciones comunes. Espero poder volver sobre ello en algún artículo venidero.
El segundo de los ingredientes, es más peliagudo. Los cambios de Régimen sólo son posibles desde el poder. Hay que detentar el poder para proceder a un cambio que aspire a transformar la sociedad. Y para alcanzarlo, o bien para aspirar a utilizar las palancas y recursos del poder con ánimo de transformar la sociedad, sólo conozco cuatro vías:
- El Golpe de Estado
- La revuelta popular
- Convencer al poder constituido de que lo haga
- Alcanzar el poder siguiendo los procesos electorales existentes.
Analicemos cada una de ellas.
Un Golpe de Estado requiere el concurso de la fuerza, normalmente militar, y el consentimiento, al menos, de parte de la sociedad civil. Hoy en día, en España, es impensable y felizmente inviable. A los militares ni se les pasa por la cabeza y ningún sector de la sociedad, en su sano juicio, lo apoyaría. Desechado.
Tampoco veo yo la posibilidad de una “primavera árabe” en España, por mucho indignado que acampe en la Puerta del Sol. Mal que me pese, no veo yo a la sociedad española henchida de proclamas revolucionarias, desafiando al poder a pecho descubierto. Ya no queda romanticismo para estas cosas (¡y me temo que para ninguna otra!).
Alcanzar el poder siguiendo los procesos electorales existentes supone, ni más ni menos, montar una alternativa política que se presente a las elecciones generales, derrote a los partidos convencionales y alcance un triunfo tal que le permita pilotar la Transición. Teóricamente es posible, pero muy complicado. Entre otras razones de peso, porque el sistema está diseñado de tal manera que los partidos mayoritarios actuales cuentan con tal ventaja (Ley Electoral...) que prácticamente impiden la irrupción de cualquiera. No obstante, repito, no es imposible. Pero es muy difícil, lento y costoso. Pero como no es imposible, volveré también sobre ello en algún nuevo artículo. Porque puede ser más rápido escalar un pino ya existente que plantar uno nuevo y esperar a que crezca para trepar por él.
Por tanto, sólo nos queda una opción posible a corto plazo: convencer al poder constituido que lo haga. Es el cambio desde dentro del propio sistema, del propio Régimen. Es justamente lo que hizo el Franquismo. Los prebostes del antiguo Régimen tuvieron la visión y generosidad, al aprobar la Ley de Reforma Política, de poner en marcha un proceso que culminó con la promulgación de la Constitución y la instauración de un Régimen democrático bajo la forma de una Monarquía Constitucional.
Fueron las “Cortes franquistas”, para ser más exactos, los hombres y mujeres que formaban las Cortes franquistas (gerifaltes del Movimiento Nacional, procuradores del tercio familiar y del tercio sindical...) los que, aún siendo dueños y beneficiarios del sistema, tuvieron la hombría de bien, la gallardía, la generosidad y la visión de inmolarse, abriendo la espita de un proceso de cambio en el que podían participar, pero que lo más seguro es que se los llevara por delante. Sabían las consecuencias, pero lo hicieron. Aparecieron figuras que diseñaron la nueva hoja de ruta (un Torcuato Fernández Miranda) y líderes que supieron convencer a sus colegas (un Fernando Suarez, al que este país debe todavía un gran reconocimiento y homenaje, o un Miguel Primo de Rivera), pero todos dieron un paso al frente, aún sabiendo lo que ello conllevaba: su inmolación personal para la prosperidad del país.
Pero hoy no hay, dentro del Régimen, ni hombres con la visión de Estado necesaria para diseñar un nuevo horizonte atractivo, ni líderes con la autoridad moral y capacidad dialéctica para dirigir el proceso ni, mucho menos, políticos dispuestos a sacrificar su cocido de hoy, por una nueva cosecha nacional.
Por eso, la única vía posible es que la sociedad civil, nosotros, nos movilicemos con todas nuestras instancias, fuerzas y medios a nuestro alcance (que son muchos) para hacerles ver, para convencerles, que si quieren tener futuro, que si ansían tener un hueco en un prometedor futuro, deben sacrificar su romo presente. Hoy por hoy, la reforma sólo puede hacerse desde dentro del sistema. Hoy por hoy, la reforma sólo la pueden hacer ellos. Mal que nos pese.
Por eso les pido que se hagan el harakiri. Si ya no les conmueve que se lo pidamos por caridad, como he titulado este artículo, que lo hagan por su propia conveniencia. Porque de las cuatro vías para alcanzar el poder, ésta es la única en la que el harakiri es potestad de ellos. En cualquiera de las otras tres les será obligatorio. Pueden decidir ser motor y catalizador del cambio, o dique y rémora para el mismo. Pero el cambio, igual que el harakiri, llegará.