Sin tiempo para hacer del nuestro, un tiempo regado de sentido, verbalizado mediante rituales, un tiempo que sea pleno en su cotidianidad. Sin tiempo para atender nuestra capitanía con respecto a la posteridad, para asumir que la cuna de la civilización se apuntala merced a la existencia efectiva y cohesionada de las familias, cuya cuantía refleja la fecundidad, el vigor, y la fe de una comunidad.
Pues una civilización late hora tras hora porque se conserva incandescente en el amor propio de individuos concretos.
Sin tiempo para tomarle el pulso a lo trascendente. Para reconocer en cada desacato y agravio que se comete sobre nuestra religión, al zarpazo irreverente e intolerable de aquellos que no saben sino arrancar desde el odio sus consignas. Odio hacia si mismos, ese ánimo endófobo y especialmente ávido de herir, hacia nuestro patrimonio.
¿Y existen oídos para la palabra patrimonio todavía?
Sin tiempo para sobreponer la cordialidad y la recta costumbre, hijas de la buena educación, a la exigencia vil y a la inercia general de la pereza, la desidia y el indeferentismo general con los qué se nos convida a ir a la nuestra, a la nuestra pero sin nosotros, sin un nosotros.
Sin tiempo para construir un espacio bien blindado frente a la frivolidad, ese zafio y maldito símbolo asociado a la libertad que hallamos interiorizado en la sensibilidad de nuestros supuestos semejantes.
Sin tiempo para decir con la boca grande que en una persona mínimamente sensible e intelectualmente sólida sólo es respetable –ante la torcida doctrina del aplanamiento–
la herejía de levantar la frente en búsqueda de las cumbres.
Sin tiempo para seguir obligándonos a ser minoría en este barrizal que en nombre de la diferencia, nos encharca en una homogénea excreción, auspiciada por estatal decreto.
Sin tiempo para naufragar.
Sin tiempo para decir NO, cuadrando nuestra fuerza a la retaguardia de nuestros labios. Para decir que todo no es opinión.
Que no existe una cultura como tal, si el apetito individual es lo que la fija como eje, como esqueleto y vértebra. Por mucho que empleen el chantajista lenguaje emocional de sus despropósitos televisivos, novelescos o cinematográficos.
Sin tiempo para hacer respetables y cuidar nuestras lenguas, todas y cada una de ellas, ante la subversiva amputación de su histórica y fenomenal riqueza.
Vulgaridad y cháchara existen, y es justo darles su lugar concreto y real más allá del diccionario, pese a quien pese. Más nos pesa en los ojos y en nuestro pudor la halitosis intelectual pintarrajeada de moda o jovialidad.
Que no nos den churras por merinas.
Sin tiempo para llamar a las cosas por su nombre, para demoler esa infame ingeniería de la semántica con que se están fabricando, minuto a minuto con todas la garantías, una jauría incipiente de sujetos lobotomizados y sin alma.
Sin tiempo para reconocer eternidad en nuestra postura.
Y sin conquistar este tiempo nuestro, pronto nada quedará para ofrecer desde nuestras manos a las de nuestros hijos, nada que pueda llamarse cultura, ese tesoro que sólo vive en la vocación común de perpetuarse, en el compromiso humilde y generacional.
Nuestro es el tiempo si sabemos parafrasear a Hesiodo musitando aquello de que
el amor es el arquitecto del universo. Tiempo cabe pues exigirnos, para salvar lo que amamos con toda justicia. Ahí se apuntala toda posibilidad real de porvenir cualesquiera.
Amar hace pleno al tiempo, y de cada hombre un ser situado en el cosmos.