Acercamientos a un hereje de la modernidad

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Mencionar a Gómez Dávila es referirse a un pensador que no consta apilado en ninguna de las estanterías de la Cultura Oficial, debido a lo cual es más que razonable que el lector desconozca la peculiar obra del mismo. La de ese autor, que con mayor o menor acierto también han apodado como el Nietzsche colombiano, constituye un auténtico compendio de orientaciones y de reflexiones dirigidas al hombre emboscado que en solitaria vigilia navega en este océano de pasivo sonambulismo, donde cuesta a veces reconocerse entre los semejantes.

Tales reflexiones van destinadas a ese hombre reticente a integrar dócilmente los parámetros y pautas que la Ideología de la Modernidad y la Religión del Progreso le inyectan a todos niveles, y las cuales han calado hace tiempo en la sensibilidad de las mayorías.
 
Su obra está orquestada a partir de una suerte de aforismos que el denomina escolios. Cada escolio deviene en un venenoso zarpazo a los Preceptos estructurales de nuestra contemporaneidad, eso es, la Igualdad, el Ateismo, el Relativismo, la Democracia, el Liberalismo… esos ídolos que parece ser nunca son suficientemente reverenciados.
 
El pensamiento de Gómez Dávila ofrece pistas para conducirse de un modo emboscado, en la jungla de jaulas de nuestro siglo, con la actitud de quien reconoce en el mundo la autoridad propia de lo Trascendente, sin quebrarse ni ceder ante las doradas promesas ni la amalgama de sospechosas virtudes que ostenta el hombre moderno, ese arquetipo que a diario vemos elevado a los altares de la ejemplaridad. El hombre no es para nuestro autor aquel arrogante, alfabetizado, individualista y narcisista bípedo, se trata más bien de otra clase de criatura.En Dávila acertamos a ver dibujada en su verbo la sensibilidad antigua, aquella que articula toda libertad, individualidad y derechos en base a un principio civilizador de autoridad. Lo absoluto existe, no solo como experiencia, sino como principio regulador y de jerarquía.
Así por ejemplo, y para escándalo de cualquier pedagogo al uso políticamente correcto, escribe que educar al hombre es impedirle la ”libre expresión de su personalidad”, dotando así con ello de ese elemento  propiamente aristocratizante a la formación y guía tutelada que representa la educación, que para Platon mismo no era otra cosa que dar al cuerpo y al alma toda la belleza y perfección de que son capaces.Parámetros enteramente olvidados hoy.
No debe extrañarnos el silencio y la discreción en la que permanecen las páginas de Gómez Dávila, pues su contenido intelectual es peligrosamente incorrecto e irreverente, con sentencias perfectamente adecuadas a nuestra fecha como la idea de que el amor al pueblo es vocación aristócrata. Según el filósofo colombiano los  demócratas  no aman al pueblo  sino en periodo electoral y el apelativo demagogia es el vocablo que emplean los mismos  cuando la democracia los asusta. Sin pelos en la lengua y enemigo declarado de la Modernidad, ataca la falsa sacralidad de un tiempo en  el que el nihilismo, el cinismo o la bobería, tristemente constituyen a su juicio las exclusivas alternativas políticas.
 
En un escenario en el que no es posible rehuir la evidencia del eclipse de lo divino y el ocaso de la civilización, asume su situación de embajador reaccionario, lo cual le hace criticar el hecho sintomático de que  el proletariado no deteste en la burguesía sino la dificultad económica de imitarla. Ser reaccionario es para el colombiano ser el instigador de esa radical insurrección contra la sociedad moderna que la izquierda predica, pero que cuidadosamente elude en sus farsas revolucionarias, desde el supuesto subversivo de que solo las letras antiguas curan la sarna moderna.
 
Sino es amable con la izquierda, otro tanto ocurre con su lectura sobre la derecha, a no ser que consideremos a la misma entretejida a la autoridad, herencia y valores de la tradición, la occidental. Don Nicolás revela un conocimiento y estudio profundos de las fuentes madres de la cultura europea, eso es, Grecia y el Cristianismo, hecho que se traduce en su capacidad de actualizar ese afán de virtud, armonía y orden, pese a las indiscutibles dificultades que comporta el mero hecho ya de planteárselo.
 
Si al principio mencionábamos el carácter emboscado de la obra de este hereje colombiano, no era por casualidad, a tenor de que el mismo confía en la soledad como posibilidad de libertad, de autoexigencia, como ámbito de tensión terapéutica, una soledad dignificada por ser quizás un último feudo de individualidad. Este planteamiento emboscado - y no es casual que Junger manifestara afectuosos elogios hacia Gómez Dávila – postula un escepticismo hacia el adoctrinamiento paternal y la legitimidad del Leviatán.
 
Un escepticismo que replantea la tesis ilustrada de un universo material ocupado por individuos autónomos, contractualmente vinculados, sugiriendo por el contrario la idea de una divinidad que habita lo mundano y la concepción de la existencia vital como una aventura metafísica. Esto le hace decir que Dios es la condición trascendental de nuestro asco o que amar es comprender la razón que tuvo Dios para crear a lo que amamos.
 
Nicolás Gómez Dávila, una voz lúcida, que desde las venas de la Tradición cruzó nuestro pasado siglo, y cuya obra no solo es rica en contenido, sino irónicamente actual si de diagnosticar el estado cultural y vital del anciano continente:
 
«Después de desacreditar la virtud, este siglo logró desacreditar los vicios. Las perversiones se han vuelto parques suburbanos que frecuentan en familia las muchedumbres domingueras

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