Gloria a Caín

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Ya don Antonio Machado lo tatuaba de su puño y letra en el papel:

 La envidia de la virtud hizo a Caín criminal,
 gloria a Caín hoy el vicio es lo que se envidia más.
 
Esa misma pesadez, desasosiego y patetismo que debieron animar el pulso de nuestro poeta se nos hacen rabiosamente actuales al volver nuestra atención sobre sus versos. Una atención sobre el diagnóstico de una sociedad en la que el buen gusto, la educación, la cultura y la virtud se hallan bajo mínimos.
 
La virtud se ha convertido ya en una reliquia de lo lírico, en mero objeto inerte, patrimonio de una descuidada vitrina. Se trata de un asunto minúsculo confinado a la más vergonzosa retaguardia, confinado a un exotismo que no tiene propiamente lugar entre los valores comunitarios. Virtud es en estas fechas una palabra que adolece precisamente de aquello que por definición encarna su significado: Fuerza (que es lo que significaba la virtus romana).
 
Fuerza, esa presencia social que le pertenece legítimamente. Que le corresponde en cuanto fuerza ejemplar, en cuanto reproducción esforzada y autoexigente del modelo que ejecutan una generación tras otra en aras de la excelencia.
 
Tiempo de cloaca y horas bajas, sin duda, para hablar de modelos. Un pesimista Ortega y Gasset ya reflexionaba en su artículo Ejemplaridad y docilidad acerca de la necesidad de un buen modelo y de la responsabilidad de las élites en la integración social de éste. Un modelo que es base de orden, y que es constitutivo de la existencia de una sociedad.
 
Un espacio de tipo humano ejemplar y arquetípico que la propia dinámica social genera, precisa y a un mismo tiempo exige imitar aquello que nos parece. Cosa lógica y natural, no siendo el hombre ni un animal solitario ni autosuficiente.
 
Sucede, por el contrario, que nuestras “élites” o modelos ejemplares —es decir, mediaticamente influyentes— son hoy garantes de una orgullosa y ostentosa vulgaridad que obedecen al único orden del espectáculo.
 
Un espectáculo de la trasgresión gratuita, de la apologética de la ordinariez y de la más infame animalización del hombre, y quede ello dicho sin el menor ánimo de ofender al resto de los animales con la comparación.
 
Y sucede que cuando una cultura no amarra su ser en la pervivencia de un arquetipo que franquea lo contingente, lo puramente temporal o histórico, el hombre deja de sentir fecunda su experiencia de la virtud, es decir, de concederle un lugar trascendente en su vida.
 
Sencillamente prima en su criterio el horizonte de la buena vida sobre la vida buena.
A nadie debe extrañarnos el estado actual de las cosas, pues es la consecuencia coherente de una realidad social en la que los patrones insignes de la civilización son una loa al hedonismo, a la maquinalizacion de la realidad, la cosificación de nuestros semejantes y la definición del espacio público como de reino de lo comercial y de lo comerciable.
 
La pueril sacralización de un presente sin otra referencia que a la dimensión ociosa: sacralización de un presente veloz, brutal, indomesticable, huérfano así de referencias, hace por ello del todo prescindible cualquier apelación a valor trascendente o a virtud alguna.
 
Así… todo está  permitido,como concluía la célebre reflexión de Dostoievsky acerca de la muerte  o, mejor dicho, agonía, de Dios.
 
Nada sobrevive, a todas luces, de aquel Caín al que elogiaba Machado. Un Caín celoso de virtud, herido en su orgullo. A saber, quizás perdura solo el cerco oscuro y viscoso de su estómago malogrado, derramado con espesor sobre cada uno de nuestros puntos cardinales, un cainismo del vicio.
 
Uno quisiera saber qué se hizo de ese corazón bravo de Caín, cuyas miras eran por lo menos nobles.
 
Uno quisiera pensar que todavía es posible seducir por la virtud y que sigue ésta siendo una palabra con significado para los hombres de nuestro entorno.

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