En 1888 Friedrich Nietzsche escribió esto en su Crepúsculo de los ídolos:
Dicho al oído de los conservadores: No hay remedio: hay que ir hacia delante, quiero decir, avanzar paso a paso hacia la decadencia (ésta es mi definición del progreso moderno). Se puede poner obstáculos a esa evolución, y, con ellos, embalsar la degeneración misma, conjuntarla, hacerla más vehemente y repentina: más no se puede hacer.
Descripción perfecta del régimen del 78. Para ser exactos, de la degeneración del régimen del 78 debido a la instauración del suicida Estado de las Autonomías.
Pero no cometa usted, malinterpretador lector, el error de deducir que este humilde juntaletras ha traído la frase del gran filósofo alemán para referirse solamente a esa entidad ideológica amorfa e indefinible a la que suele llamarse derecha. Porque, en este contexto, por conservadores hay que entender todos los gobernantes, de cualquier partido, que se han dedicado durante los últimos cuarenta años a conservar –a conllevar, según el nefasto término orteguiano– el problema separatista sin mover un dedo, como si, dándolo por inamovible, sólo cupiera sentarse a ver pasar el tiempo con la vaga esperanza, en el mejor de los casos, de que algún día, por mediación divina o similar, el problema se resolviese solo.
Por eso todos nuestros gobernantes, desde el hoy idolatrado duque de sí mismo hasta el incalificable Rajoy, pasando por todos los demás, de entre los cuales sería injusto no destacar el infausto ZP, se han limitado a conservar la situación establecida por la Constitución de 1978 y empeorada por cada uno de ellos.
Pero lo grave no ha sido la faceta política de la cuestión, con ser ella sola lo suficientemente seria como para poner en peligro la existencia de la nación. Lo verdaderamente grave ha sido el conservadurismo judicial, si se nos permite la expresión. Pues el hecho clave de la vida política española durante estas últimas cuatro décadas ha sido la inexistencia del Estado de Derecho, sobre todo en lo relativo a las perpetuas acciones ilegales y anticonstitucionales de los gobernantes separatistas.
Cuarenta años de incumplimiento de leyes y sentencias, cuarenta años de escandalosa impunidad para todo tipo de delitos.
Cuarenta años de incumplimiento de leyes y sentencias, cuarenta años de escandalosa impunidad para todo tipo de delitos, desde el saqueo de Pujol hasta la rebelión de Puigdemont, cuarenta años de insolente anuncio de que pretendían seguir incumpliéndolo todo, nos han conducido a la situación en la que nos encontramos hoy: unos políticos separatistas insistiendo en un golpe de Estado agravado cada día; y las vidas y haciendas de millones de ciudadanos a merced de lo que dichos políticos decidan. La impunidad de un golpe de Estado evitado en falso mediante la falsa aplicación del artículo 155 por el falso Rajoy, sumada a la impunidad que, vía indulto, anuncia un Sánchez que, en comparación, acabará alzando a ZP a la categoría de patriota, ha sido el incentivo final que necesitaban los separatistas para atreverse a dar el paso siguiente: intentarlo de nuevo. Pues ya han comprobado que no pasa nada.
Nadie puede acusar de hipocresía a los separatistas. Bien claro anuncian sus intenciones cada día. No merece la pena aburrirnos ahora con mil citas. Basta una sola, la frase de Quim Torra del 8 de diciembre poniendo como ejemplo para Cataluña la secesión de Eslovenia, aquella primera chispa de las guerras que hace tres décadas acabaron con Yugoslavia al precio de 140.000 muertos:
Los catalanes hemos perdido el miedo. No nos dan miedo. No hay vuelta atrás en el camino hacia la libertad. Los eslovenos decidieron tirar hacia delante con todas las consecuencias. Hagamos como ellos y estemos dispuestos a todo para vivir libres.
Es decir: pongamos muertos sobre la mesa para poder aspirar a la independencia con el apoyo de unos extranjeros horrorizados. Los candidatos a muertos, eso sí, habrán de ser los demás, no el cobarde Torra y sus compinches.
Éstas son las consecuencia de conservar la situación durante cuarenta años. La presión sobre el embalse se ha ido acumulando y ahora está a punto de romperse y de llevarse todo por delante.
Sólo hay una solución de última hora, suponiendo que todavía estemos a tiempo: que las instituciones españolas –todas– estén a la altura de las circunstancias. Que el Gobierno gobierne con espíritu patriótico, inteligencia, altura de miras y obediencia a la ley. Que los parlamentarios dejen de hacer el payaso y cumplan con dignidad su función de representación de la soberanía nacional. Y que los jueces apliquen exacta y estrictamente la ley.
O se demuestra que España es un Estado de Derecho, con todas las consecuencias y caiga quien caiga, o el Estado desaparecerá.
O se demuestra que España es un Estado de Derecho, con todas las consecuencias y caiga quien caiga, o el Estado desaparecerá.
De los dos primeros poderes no cabe esperar mucho, pues sobradas pruebas han dado de su frivolidad e incapacidad. Por eso probablemente recaiga la mayor responsabilidad sobre los jueces, sobre esos jueces acosados por los partidos políticos en Madrid y por las hordas separatistas en Cataluña.
España está en sus manos. Porque si tampoco ellos responden, esto no tardará en acabar mal, muy mal.
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