Memorias del Rif: La Repobrica

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Los desmanes y el salvajismo imperantes en la II República española no fueron tan notorios en nuestro Protectorado como en el resto de España. Mayormente porque en la Zona Española estaba el Ejército y los residentes le tenían mucha fe al Tercio y a los Regulares.

La emigración española en Marruecos siempre se negó a ser denominada como tal y, por muy humildes que fueran aquellos a quienes España prácticamente escupía, negándoles el pan y la sal, todos, desde el más principal de los Generales, pasando por el cuerpo privilegiado de los funcionarios y acabando por la casquería de la Península, absolutamente todos nos autodenominábamos “residentes”. Como si perteneciéramos a aquellas elites aristocráticas de ingleses que colonizaban la India y tomaban el te a las cinco, haciendo un lapsus en los partidos de polo a lomo de elefantes. Pero el estilo hispanomoruno siempre fue otro, mucho menos clasista y sin un solo noble que echarse al gaznate. ¿Qué podía habérsele perdido a un aristócrata en aquella cochambre? Por mucho que nuestros arquitectos, aún no envilecidos por el acero, el cemento y el construir colmenas atroces o grandes obras que parecen salas de aeropuertos internacionales como el deprimente “cubo de Moneo”, repito, por más que nuestros artistas del ladrillo y el arco ojival diseñaran edificios de blancura nívea con una suerte de orientalismo que hubiera hecho las delicias de Fortuny. ¿O es que el Tetuán de entonces no era una ciudad deliciosa, hecha para vivirla con los sentidos? Tetuán era la capital, pero dicen que allí los republicanos no se atrevieron a hacer maldades. De hecho, las quemas de conventos de 1931 y las torturas y asesinatos de curas, monjas y cristianos, fueron noticias que llegaron con cuentagotas, ante el horror y la estupefacción de los autóctonos. Desde entonces, en todo el Protectorado, cuando los moros querían definir un estado de desorden y de violencia, decían juiciosamente: “Esto es una Repobrica”.

Es más, cuando proyectaron en el cine Victoria, que era propiedad de mi progenitor, la película “El emigrante” de Antonio Molina, con un pase especial para españoles y la segunda sesión para los morunos, fue inmenso el escándalo, el tumulto, la agresividad de los espectadores que habían mandado, desde la cabila, a comprar la entrada a un familiar, y que veían que los que habían entrado en el primer pase se negaban a despejar sus butacas para el segundo, porque querían disfrutar otra vez de la proyección ¡Y encima en viernes! La violencia alcanzó tal cota que tuvieron que llegar los mejannis montados en bicicleta, que es como aparecían en las ocasiones más delicadas, tocando el timbre del vehículo con furia y prestos a disolver la algarada a palo limpio, rompiendo de paso unos cuantos duros cráneos rifeños. El suceso apareció en el periódico de dos páginas, y los más juiciosos autóctonos movieron la cabeza y dictaminaron la frase que significaba lo más de la anarquía y el descontrol: “Esto no es una Repobrica, esto es la Repobrica Ispaniola”.

A los españoles hijos y nietos de la emigración, reciclados por mor del pijerío y de los complejos en “residentes”, cualquier mención a la República, “Repobrica” dicha con el acento de allí, nos causaba pavor y en las catequesis les preguntábamos a las monjas: “Su caridad, ¿la Repobrica puede venir a Nador y quemarnos la iglesia y matar a sus caridades?”. La Sor de turno palidecía y se santiguaba: “¡Se dice República, hable usted en español! Y no, no va a venir. ¡Líbrenos Dios en su infinita misericordia! Están el Caudillo, Hassan II y el Tercio de Melilla, pero para que no vengan los bolcheviques hay que rezar mucho, mortificarse y hacer penitencia…”. Las educandas desconfiábamos, porque, a la vera de la pila bautismal de la Misión, donde todas nosotras habíamos sido vacunadas contra el pecado venial, había unos adoquines blancos escritos con algo oscuro, sangre de los españoles de cuando la revuelta de las cabilas de la montaña. Los pedruscos nos daban mucho miedo y no queríamos ni acercarnos, pero dicen que un degollado español había escrito “Hermanos, vengadnos”; que lo encontraron los legionarios que llegaron a hacer justicia y que con esas mismas piedras habían rematado a más de un levantisco. Demasiada sangre en el aire para las mentes infantiles; al menos, la mía estaba sobresaturada de historias de la Historia de la España marroquí, el desastre de Annual, la revuelta rifeña, el Barranco del Lobo con su fuente manando sangre, los republicanos bombardeando Melilla desde un barco allá por 1936 y los argelinos decapitando franceses en la cercana Argelia. Susurraban los mayores: “Les cortan las cabezas, llenan con ellas un carro y arrean a los mulos por la frontera hasta Oujda”. Oujda estaba y está en Zona Francesa, bueno, Francia ya no es, como lo nuestro ya no es lo nuestro. ¡Qué más quisieran mis desventurados paisas que ser por derecho miembros de la ñoña Europa! Pero lo de Argelia también nos asustaba, porque aquella carnicería tenía todos los visos de ser una “Repobrica Ispaniola”, pero con gabachos masacrados de por medio.

¡Quién lo iba a decir! Toda la infancia, la adolescencia y la juventud sintiendo un vacío en el estómago ante la palabra maldita de tan infausto recuerdo, y hoy, tropecientos años más tarde, no dudo en confesarme, con orgullo, republicana. Pero ¡Dios me libre! Imbislá, en el nombre de Dios, no de la franja morada de luto por los asesinados en nuestra roja y gualda, sino republicana de la derecha neoconservadora de mi adorado Sarkozy y muy al estilo republicano de esa yankilandia que quita el sentido del arte que tiene. Y que es el único país occidental que le echa cojones a lo que hay que echárselo. Amo y respeto a los Estados Unidos de América, no lo puedo remediar. Será que fui destetada con leche en polvo de la Ayuda Americana, o que me sale de esa parte de la anatomía que las mujeres patiperras dicen que “Se lava y se estrena”.

Soy republicana. Pero aún me estremezco con los sones de la palabra “Repobrica”. Como decía de pequeña, “Majanduchi Repobrica djiali”. Nada de República, malo.

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