¿Qué sabe usted sobre el imperio austrohúngaro?

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Antes de continuar nuestro recorrido por el panorama de la monarquía y cruzar las fronteras de Europa, detengámonos para dedicar un recuerdo a las coronas que el vendaval de la Historia hizo volar de las testas a las que la díscola fortuna retiró su favor. Dada la necesaria brevedad que el carácter periodístico de nuestra serie de artículos impone, debe nuestro cálamo dejar en el tintero una buena multitud de tronos desaparecidos, por lo que nos ceñiremos sólo a los más relevantes, que de alguna manera u otra marcaron en su día el devenir de nuestro continente. Naturalmente comenzaremos por la gran monarquía danubiana: el Imperio Austrohúngaro, gobernado por la Casa de Habsburgo, una de las más antiguas y prestigiosas de la Cristiandad, que diera soberanos al Viejo y al Nuevo Mundo y uno de cuyos más significados representantes pudo decir que en sus dominios nunca se ponía el Sol.
 
Un error muy común que suele cometerse es confundir al Austrohúngaro con el Sacro Imperio Romano Germánico, siendo que se trata de dos realidades distintas. Este último era el heredero y continuador del Imperio Romano de Occidente y del Imperio Carolingio, habiendo sido establecido en 962 cuando el papa Juan XII coronó a Otón I de Germania como su primer titular. Aunque tenía vocación universal (como lo atestigua el tratado De Monarchia de Dante), la influencia efectiva del Sacro Imperio se limitaba a lo que hoy es el este de Francia, el Benelux, Alemania, Centroeuropa y el norte y centro de Italia. Con la consolidación de los reinos nacionales a partir del siglo XIII, la supremacía del Sacro Imperio ya fue sólo nominal y protocolaria. No se trataba de una monarquía hereditaria sino electiva, aunque de hecho, hubo una vinculación de la corona imperial a determinadas familias en las que recaía la elección de los príncipes alemanes con derecho tradicional a voto. Desde Alberto II (1438-1439), Rey de Romanos, la dignidad imperial ya no salió de la Casa de Habsburgo. Ésta tenía extensos dominios hereditarios focalizados en el ducado y más tarde archiducado de Austria y durante dos siglos también poseyó España y sus territorios europeos y de ultramar, entre los cuales algunos pertenecían a la órbita del Sacro Imperio y otros no.
 
En 1804, Napoleón Bonaparte se autocoronó Emperador de los Franceses, rompiendo así con la exclusividad de la corona del Sacro-Imperio. El titular de éste, Francisco II, para no ser menos, reunió sus estados hereditarios y se proclamó Francisco I, Emperador de Austria. Con ello el Sacro Imperio quedó herido de muerte, la que sobrevino en 1806, cuando Francisco II, como consecuencia de su derrota en Austerlitz, lo declaró formalmente disuelto, deponiendo definitivamente la dignidad imperial y dejando definitivamente sin contenido el tradicional lema de los Habsburgo representado en el acróstico de las cinco vocales del alfabeto: Austriæ est imperare orbi universo (A.E.I.O.U.). Los estados alemanes fueron entonces encuadrados en la llamada Confederación del Rin organizada por Napoleón, a la cual sucedió en 1815 la Confederación Germánica (creada por el Congreso de Viena), que fue engullida por el Reich de Bismarck en 1870. En cuanto al Imperio de Austria, en 1867 se convirtió en el Imperio Austrohúngaro al ser reconocida Hungría como un reino autónomo dentro de la llamada “monarquía dual”.
 
Habsburgo-Lorena
 
El archiduque Otto de Habsburgo es el actual portador de los derechos hereditarios de los Habsburgo al Imperio Austrohúngaro. No es propiamente pretendiente por haber renunciado a sus aspiraciones respecto a Austria en 1961 para poder entrar en este país. Sin embargo, nunca renunció a sus derechos al trono húngaro, del cual había sido proclamado heredero en el lejano 1916, cuando su padre el káiser Carlos I fue coronado solemnemente Rey Apostólico en Budapest, siendo Otto, pues, una reliquia viviente y un testigo de excepción de aquellos tiempos –que se nos antojan tan remotos– de la Europa anterior a la Paz de Versalles. Pero el relativo republicanismo austríaco es más formal y de fachada que otra cosa: en el fondo, aún arde el sentimiento monárquico entre las cenizas del águila bicéfala y de vez en cuando presenciamos una apoteosis imperial como en los viejos tiempos. En 1989, por ejemplo, los funerales de Estado celebrados en honor de la emperatriz Zita, que acababa de fallecer en Suiza, constituyeron un auténtico plebiscito a favor de los Habsburgo-Lorena.
 
Este nombre compuesto es marca de la casa. En realidad, ya no hay Habsburgos si consideramos la transmisión del apellido por agnación. Los dos últimos varones directos –que eran hermanos– dejaron sólo hijas: José I a las archiduquesas María Josefa y María Amalia (respectivamente princesas electoras de Sajonia y Baviera) y Carlos VI (el antiguo pretendiente al trono de España) a la archiduquesa María Teresa, la menor pero la más famosa de las tres primas y causa de la Guerra de Sucesión de Austria (1740-1748) por haberla designado su padre como heredera del patrimonio habsbúrgico en perjuicio de las otras dos mediante una célebre Pragmática Sanción. María Teresa casó con Francisco II Esteban de Lorena, Gran Duque de Toscana y ex duque de Lorena (por entonces estado soberano de Europa, resto de la antigua Lotaringia, como lo sugiere su nombre alemán Lothringen). Ésta había pasado a Estanislao Leczynski, suegro de Luis XV y ex rey de Polonia, como consuelo por haberle sido arrebatada esta corona por Augusto III de Sajonia. Su boda con la hija de Carlos VI le aseguró al Gran Duque de Toscana la elección al Sacro Imperio como Francisco I. Para marcar la continuidad de sus descendientes con la casa de su suegro, se les invirtieron a éstos los apellidos, anteponiendo Habsburgo (el materno) a Lorena (el paterno) y fusionándolos.
 
Cuestiones de familia
 
El archiduque Otto es un dignísimo representante de una de las más ilustres dinastías europeas, que compite con los Capetos (a los que también pertenece por su madre Borbón-Parma) si no en antigüedad, sí en prestigio. Hijo de un padre santo –Carlos I de Austria y IV de Hungría fue beatificado por Juan Pablo II en 2004– y de una madre intrépida e imbuida de los sacrosantos principios de la realeza, está casado con Regina de Sajonia-Meiningen y Hildburghausen (uno de los estados mediatizados de Alemania, cuyos príncipes tienen rango soberano). De esta unión nacieron primero cinco archiduquesas; luego vinieron dos varones: los archiduques Carlos (heredero) y Jorge. El primero se casó desigualmente con Francesca Thyssen-Bornemisza, hija del barón Heinrich y de su tercera mujer, la célebre maniquí británica Fiona Campbell. Este enlace fue aceptado inexplicablemente por Otto, en su calidad de jefe nato de la casa imperial, en flagrante contravención de sus reglas dinásticas, en virtud de las cuales, normalmente se consideraría a Carlos despojado de sus derechos a favor de su hermano Jorge, casado con Eilika de Oldenburgo, princesa apta para un matrimonio dinástico.
 
Podríamos preguntarnos qué piensan de esto los actuales primogénitos de los Habsburgo, los duques de Hohenberg, descendientes directos por agnación del archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro y cuya muerte a tiros en Sarajevo fue el detonante de la Gran Guerra. Éste se había casado con la condesa Sofía Chotek, de noble familia bohema pero no de rango soberano, con lo cual la unión fue considerada morganática y la descendencia de la pareja excluida de la sucesión al trono a favor de la del hermano menor del archiduque asesinado. El estricto emperador Francisco José I –que ya había apartado a otros miembros de su familia de la línea sucesoria por mirar más por sus inclinaciones sentimentales que por los deberes de Estado– concedió a la consorte de su sobrino el título de duquesa de Hohenberg, que heredó como apellido y título su progenie. La discreta Sofía se resignó a estar siempre en segundo plano detrás de su esposo y no al lado por exigencias de la rígida etiqueta de la corte de Viena (heredada de Borgoña y de Castilla). Al cabo de las décadas, resulta ahora que, después de todo, no había problema. Pero entretanto –como en el caso muy similar de España– toda una rama primogénita fue preterida. Y eso es duro de tragar para los perjudicados.
 
Dejando de lado los vaivenes del archiduque Carlos (que lo mismo hace anuncios comerciales para la televisión que se erige –lo que nos parece perfecto– en abanderado de las grandes tradiciones históricas de su dinastía), la figura del archiduque Otto creemos que cobra en estos días un renovado interés (siempre lo ha tenido, por otra parte). Ha sido uno de los grandes impulsores de la idea europeísta y no se puede negar su inequívoca raigambre en los principios del Catolicismo, de los cuales, por otra parte, como heredero del Rey Apostólico de Hungría, es defensor nato. Ello y su condición de nexo viviente con la Historia lo hacen emerger como un importantísimo símbolo de lo que nuestro continente debe ser: no un conglomerado de países encajados unos con otros como un rompecabezas antojadizo, sino como una unidad orgánica y coherente con la tradición europea, que es irrenunciablemente cristiana y occidental, so pena de renegar de su esencia y dejar de ser lo que es.
 
Viene esto muy a cuento en estos días en los que se anuncia la independencia proclamada unilateralmente por un nuevo estado en el avispero que son los Balcanes. El problema del Kosovo es de difícil resolución porque se trata de un fait accompli ante el cual se van a tener que posicionar todos y que, sin duda, va a crear nuevas divisiones (como la de criterio en el propio seno de la Unión Europea) y nuevas tensiones (como las que ya existen con Rusia y Serbia). Superadas las Guerras de Bosnia y del Kosovo, creían los analistas que el problema balcánico se acabaría ahí. Era no contar con lo implacable de la Historia. Las semillas fueron sembradas en 1919 en Versalles por la obcecación de los Aliados, que acabaron con el Imperio Austrohúngaro –valioso factor de equilibrio en la Mitteleuropa, el Este y los Balcanes– y lo disolvieron de modo inmisericorde, creando nuevos problemas étnicos y sociopolíticos que nunca han quedado resueltos del todo y han costado un alto precio en vidas humanas y horrores sin cuento. Por supuesto, resultaría ilusorio pensar en una resurrección de la monarquía danubiana, pero nada impide que se imponga su espíritu de cohesión y unión de pueblos por sobre las diferencias y las contingencias particulares al servicio de un ideal, que en este caso debería ser el de la Europa por la que los Habsburgo supieron luchar en los momentos de peligro para su identidad e integridad.
 
Es en esta perspectiva en la que nos aprestaremos a celebrar en 2012, si Dios quiere, el centenario del que puede ser considerado a justo título el patriarca de los dinastas europeos: Su Alteza Imperial y Real Otto de Habsburgo-Lorena, archiduque de Austria y príncipe heredero de Hungría y Bohemia, a quien el Señor guarde aún muchos años porque el día que lo llame a su lado se habrá roto el último eslabón que une a la monarquía actual con su glorioso pasado. Pensemos: a Otto lo tuvo en brazos ¡nada menos que Francisco José I!

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