Coronas medianas y pequeñas

Compartir en:

 
Año 843. Los hijos del emperador Ludovico Pío (muerto tres años antes) se reúnen en Verdún para repartirse el vasto Imperio Carolingio pacíficamente. La división hecha por su padre mediante la Ordinatio Imperii de 817 no les convence y podría ser motivo de graves disputas y guerras. Se llega a un acuerdo mediante el cual Carlos el Calvo y Luis el Germánico reciben respectivamente la Francia Occidental (que desde 1205 será llamada Reino de Francia) y la Francia Oriental (conocida como Germania, la futura Alemania), y el hermano mayor, Lotario, se queda con una franja longitudinal que separa los dos territorios francos y va desde Frisia a Italia, o sea desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo. Este heterogéneo territorio recibirá el nombre de Lotaringia en honor de su titular, que, como primogénito, asume, además, la corona imperial. La Lotaringia, como estado-cojín entre Francia y Alemania, era una creación muy acertada que, de haber persistido, habría ahorrado muchos problemas a Europa. El Ducado de Borgoña fue el intento que más cerca estuvo de consolidar esta solución de Verdún, pero Luis XI lo hizo abortar en 1477, al vencer (con ayuda de la traición) a Carlos el Temerario, llamado el “Gran Duque de Occidente”. El sueño de la Lotaringia se hizo pedazos, pero algunos restos se han conservado hasta hoy como testimonio viviente para la Historia. Ellos son: los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, la Confederación Helvética, Liechtenstein y Mónaco. De ellos, menos de Suiza (que es una República), vamos a ocuparnos en esta nueva entrega sobre monarquías.
 
La huella del Flandes español
 
Las del Benelux están históricamente relacionadas unas con otras: en realidad tanto los Países Bajos como Bélgica y el Gran Ducado de Luxemburgo derivan de los antiguos Países Bajos Españoles, llamados genéricamente Flandes, parte de la herencia borgoñona de Carlos V (nuestro Carlos I). En la época de la Reforma, las provincias del norte se adhirieron al Protestantismo, mientras que las del sur permanecieron fieles al Catolicismo: he aquí el origen de la escisión de Bélgica de Holanda en 1830, aprovechando la ola revolucionaria provocada por la Insurrección de Julio en Francia y que también provocó la sublevación polaca contra el dominio ruso. En cuanto a Luxemburgo, aunque reconocido estado soberano por el Congreso de Viena (1815), estuvo sucesivamente bajo la dependencia neerlandesa y belga y desde 1839, confirmada su independencia, tuvo el mismo soberano que los Países Bajos hasta 1890, año en el que la unión personal con éstos quedó rota al pasar el Gran Ducado a la Casa de Nassau como efecto de la ley sálica luxemburguesa. Teniendo en cuenta estos antecedentes, pasemos a repasar la situación de cada una de estas monarquías.
 
Los Países Bajos constituyen, quizás, el caso más parecido al del Reino Unido: el de una Casa Real sostenida por el prestigio personal de ciertos titulares de la Corona. No es que la actual soberana, Beatriz I, se haya distinguido particularmente en este sentido: se trata de una señora bastante discreta y más conocida por su mal gusto en el vestir que por una especial brillantez; ello no obstante, es el último eslabón de una cadena de mujeres que ciñeron la corona, haciendo del Reino un auténtico matriarcado que ha marcado a generaciones de holandeses, y ello le ha reportado indudables beneficios. Desde la reina-viuda Emma, regente a la muerte de Guillermo III en 1890, pasando por la amada Guillermina y la popular Juliana, que cedió el trono a su hija Beatriz en 1980, los Países Bajos no conocieron en todo el siglo XX a ningún hombre sobre su trono (aunque bien pueda decirse que ha habido genuinas viragos que se han sentado sobre él), y no les fue mal por cierto. Después de Beatriz vendrá Guillermo (si no lo impide una república triunfante, cosa que de momento no se avizora), pero no será sino un mero puente para otra mujer (la princesa Amalia), que puede que inaugure una nueva línea femenina de reinas bátavas.
 
La dinastía reinante en La Haya lleva el nombre de Orange-Nassau, vinculado a la tradición neerlandesa desde el siglo XVI, en el que miembros de la familia alemana de Nassau-Breda y la francesa de los príncipes de Orange (cerca de Aviñón) –que se aliaron por matrimonio– fueron estatúderes de Holanda, Zelanda y Utrecht, las más importantes provincias de los Países Bajos del Norte. Sin embargo, los actuales Orange-Nassau son alemanes puros gracias a las sucesivas bodas de las reinas con príncipes teutones: Guillermina con Enrique de Mecklemburgo-Schwerin, Juliana con Bernardo von Lippe-Bisterfeld y Beatriz con el junker Claus von Amsberg, lo que no deja de ser irónico en un país en el que las invasiones del Segundo y del Tercer Reich en el curso de las dos Guerras Mundiales dejaron cicatrices que el tiempo no ha conseguido borrar. De hecho, las nupcias de la entonces princesa Beatriz en 1966 provocaron la masiva protesta de los holandeses, que empezaron a preguntarse por la conveniencia de volver al antiguo régimen de república coronada de sus estatúderes. La conducta discutible del príncipe Bernardo en asuntos como las comisiones de la Lockheed y los manejos de la WWF (Fundación a favor de la Vida Salvaje) bajo su presidencia no ayudó, desde luego, al prestigio de la institución monárquica. Tampoco la presuntamente activa pertenencia del príncipe Claus a las juventudes hitlerianas.
 
La más reciente polémica tuvo que ver con la actual princesa Máxima de los Países Bajos, nacida Zorreguieta e hija de un alto funcionario de la dictadura militar argentina, hecho éste que determinó una fuerte oposición a su enlace con el príncipe heredero. El Parlamento finalmente lo aprobó, pero se puso la condición –humillante para la novia– de que el Sr. Zorreguieta no apareciera en la ceremonia. Su indudable simpatía, su saber hacer, su asombrosa capacidad de adaptación y el haber cumplido cabalmente con su función de perpetuar la dinastía han hecho de la princesa Máxima un personaje popular y querido, muy aceptable para el espíritu pragmático de los holandeses, que tendrán monarquía mientras consideren que les es útil y les acomoda.
 
El problema belga
 
Bélgica es ya otra historia. Quizá sea la casa reinante que más peligra, aunque por factores extrínsecos a ella, no obstante la sombra que proyectara recientemente la implicación del príncipe Lorenzo, segundogénito del rey Alberto II, en un escándalo de corrupción. A pesar del lema del escudo de armas belga, que reza “L’union fait la force”, no parece que los ciudadanos del país estén hoy por la labor. Las diferencias entre flamencos (afines a los holandeses) y valones (de idiosincrasia francesa) se han ahondado de tal manera que existe un abismo que ni la monarquía –garante tradicional de la unidad del país– parece capaz de colmar.
 
El actual reino nació, como vimos líneas atrás, de la revolución de 1830, que dio la independencia a los Países Bajos del Sur, de religión católica, segregándolos del territorio holandés. Su primer rey fue Leopoldo I, de la Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha (que daría también monarcas al Reino Unido y a Bulgaria). Digno yerno de Luis Felipe de los Franceses (encumbrado el mismo año en fuerza de la usurpación del trono de Carlos X, el rey legítimo), Leopoldo asumió el título de Rey de los Belgas (de inspiración liberal) e introdujo la formalidad burguesa en su flamante corte. Sus sucesores –exceptuando a Leopoldo II, dandy que anticipó el estilo de Eduardo VII– fueron irreprochables. El pueblo belga, de morigeradas costumbres, se aficionó a su convencional familia real y le prestó de buena gana su acatamiento. Se entusiasmó con Leopoldo III y su joven esposa Astrid, nacida princesa de Suecia, que formaban una bella pareja. La trágica muerte de la reina y la orfandad de sus tres hijos granjeó al rey la compasión y el apoyo de los belgas, sentimientos que Leopoldo se enajenó cuando ordenó la capitulación del ejército ante los alemanes en 1940 y también por su boda morganática, un año más tarde, con Lilian Baels, titulada princesa de Rethy.
 
La corona se salvó por la abdicación del monarca en su hijo Balduino, que con su esposa, la carismática reina Fabiola, formó una pareja ejemplar (aunque no bendecida por una prole), a la que hacía contrapunto la del príncipe Alberto de Lieja y la bella y chispeante Paola Rufo di Calabria, musa del cantante Adamo, matrimonio este último considerado demasiado liberal para el gusto nacional, pero que fue protagonista de enjundiosas crónicas de sociedad en la prensa rosa de la época. Serenado con los años y convertido en rey, Alberto II se enfrenta ahora a una situación delicada que ni siquiera la popularidad de sus hijos mayores –el príncipe heredero Felipe, casado con la encantadora Mathilde d’Udekem d’Acoz, y la princesa Astrid, archiduquesa Lorenzo de Habsburgo-Este– parece capaz de superar. Y es que cuando las pasiones nacionalistas entran en juego, la devoción monárquica queda comprometida, especialmente en un país cuya realeza es el último imperdible que sujeta la costura del Estado.
 
Luxemburgo, Liechtenstein, Mónaco
 
Los tres países que nos queda por ver parecerían de opereta (de hecho, Luxemburgo inspiró el nombre de una compuesta por Franz Lehár) si no fuera por el hecho de que se trata de paraísos financieros y fiscales entre los más importantes del mundo, compensando así la exigüidad de su territorio. La Casa Granducal luxemburguesa es, en realidad, una rama de los Borbones de Parma aunque haya adoptado el nombre de Nassau. El ex gran duque Juan II estuvo casado con Josefina Carlota, nacida princesa de Bélgica, señora muy imbuida de los principios tradicionales de la monarquía, a quien la boda de su hijo, el príncipe heredero Enrique, con la cubana María Teresa Mestre no hizo mucha gracia. La neta diferencia de estilos entre las dos grandes duquesas fue motivo de contrastes palaciegos, que la nuera tuvo el mal gusto y la poca clase de hacer públicos. Josefina Carlota murió en 2005, dejando a un marido devastado por el dolor. Su hijo, quizás siguiendo los afanes de revancha de su esposa contra la suegra, puso a subasta las joyas de su madre, lo que provocó el malestar popular hasta el punto que hubo de volverse atrás en la infeliz iniciativa. La actual pareja granducal luxemburguesa ha dado siempre muestras de un talante muy moderno y liberal: no es de extrañar en ese contexto que uno de sus hijos, el príncipe Luis, se convirtiera en padre soltero a los 19 años como cualquier hijo de vecino y haya preferido anteponer su inclinación amorosa a sus deberes dinásticos.
 
Liechtenstein lleva el nombre de sus príncipes y no éstos los de su principado, compuesto por los condados de Vaduz y Schellenberg, y último resto que queda de lo que fue el Sacro Imperio Romano-Germánico. La bonanza económica de sus súbditos –más que asegurada– es una garantía para la supervivencia de una dinastía cuyo apuesto príncipe heredero es el único de toda la realeza europea que se ha casado dentro de su círculo, ejemplo que, desgraciadamente, no ha cundido. La hermana de éste fue, por cierto, voceada como una de las más probables candidatas a convertirse en princesa de Asturias y la elección habría sido óptima si nuestro príncipe Felipe hubiera pensado con sentido dinástico, que es como debe pensar un príncipe.
 
Mónaco es la contraparte de Liechtenstein, con una familia disfuncional donde las haya, con un príncipe reinante de gustos anfibios en materia, digamos, sentimental, al que sucederá (si antes no ha engullido Francia al principado) Andrea Casiraghi, el hijo mayor –y pijo redomado– de la glamorosa princesa Carolina (reconvertida de enfant térrible de los años Setenta y Ochenta, presa codiciada de playboys y paparazzi y musa de Halston y Marc Bohan, en una dignísima princesa de Hannover y prima de nada menos que la Reina de las Reinas: Isabel II). La descocada princesa Estefanía ha hecho, como se dice en francés, tomber dans la roture a su prole, habida en padres distintos y de rango más que discutible. La princesa Antoinette, hermana del difunto Rainiero III, pone la nota entrañable en una dinastía que tuvo la suerte de ser apuntalada por el encanto y la clase de Grace Kelly, pero a la que la muerte del venerable patriarca ha dejado a su suerte.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar