Madrid City

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Estación de autobuses de Avenida de América. Hora inclemente: 07,35, entre legañas de sueño asalariado y churros a medio digerir. Un ciudadano se acerca a la taquilla de largo recorrido. Prudente, coloca sus bártulos –una maleta de mediano tamaño, un maletín de ordenador- entre sus pies y la pared. El ciudadano habla con el empleado de la taquilla. Enfrente hay dos empleados más. En la cola, tres ciudadanos. Al lado, no menos de una docena de transeúntes. Detrás, sentados, una buena veintena de usuarios que esperan su hora de embarque. Entonces un tipo se acerca: negro o mulato, 1,75, relativamente bien vestido. Coge rápidamente el maletín de ordenador y sale corriendo. El ciudadano lo percibe. Salta tras el delincuente: demasiado rápido; nada que hacer. Alrededor, nadie ha movido un dedo: ni taquilleros, ni transeúntes. Los guardias de seguridad no están. El ladrón gana, una vez más. Esto es Madrid, ciudad sin ley.
 
El ciudadano vuelve a su lugar en la taquilla:
 
- Avisen a Seguridad, por favor. Me acaban de robar el ordenador, aquí, delante de ustedes.
 
Rostro de fastidio en el taquillero: eso, visiblemente, no forma parte de sus competencias. Ante la mirada iracunda del ciudadano, el taquillero se levanta. Calmosamente, consulta con otro taquillero. Este, aún, con una tercera. A esas horas, el ladrón puede estar ya en Valdemoro. La tercera empleada, como fatigada, consulta una lista adosada en la pared: ignora el número de teléfono de Seguridad. El ciudadano mira en derredor: los ciudadanos de la cola, los transeúntes, los usuarios que esperan sentados… todos estaban atentos a la escena, pero, al notar la mirada de la víctima, todos vuelven los ojos al techo o los clavan, incómodos, en el suelo. Cuando el ciudadano vuelve a prestar atención a los taquilleros, la que estaba buscando el teléfono de Seguridad continúa en lo mismo, frente al papel, siguiendo trabajosamente los números con el dedo.
 
Aparece entonces un guardia jurado; un polaco, quizás un ucraniano. El ciudadano se dirige a él. El guardia, un mocetón rubio con gafas, con más aspecto de panadero en Cracovia que de defensor público, observa al ciudadano con inquietud, como si temiera algo. El ciudadano, sucintamente, le expone el caso. El guardia, cortés, se interesa por el aspecto del ladrón. El ciudadano explica: “Raza negra, tal vez mulato, sólo lo he visto de espaldas; pelo muy corto; corpulento, de nuca gruesa; vestido de oscuro, con una gabardina negra en la mano; en ella ha envuelto el maletín”. El ciudadano, mosca, interpela al guardia:
 
- ¿Y dónde estaban ustedes?
- No, oiga, yo no puedo hacer nada –se defiende el guardia-. Yo no estaba aquí. El ladrón ya debe de haberse marchado. Eso tiene que denunciarlo usted.
 
Es insólito, pero el guardia parece asustado; asustado y tenso. Tal vez le hayan metido ya algún paquete por empujar a un sospechoso o, más probablemente, por haber sido demasiado colaborador con cualquier otra víctima, cualquier otra mañana, igual que hoy. El ciudadano pone una tranquilizadora mano sobre el brazo del guardia y le mira a los ojos:
 
- No se preocupe: ya sé que usted no estaba aquí. ¿Y hay aquí alguien a quien denunciarlo?
- No: no hay oficinas centrales ni oficina de seguridad. La estación no se responsabiliza de robos a los usuarios; sólo si el material robado está dentro de los autobuses.
- ¿Y dónde hay aquí policía? –suspira el ciudadano.
- No hay. Tiene que ir fuera, a una comisaría.
 
El guardia, pese a todo, es constructivo. El ciudadano y el guardia –siempre bajo la mirada pasiva de la concurrencia- acuerdan echar un vistazo por los alrededores; es improbable encontrar al ladrón, pero, ¿acaso se puede hacer otra cosa? El guardia llama a dos compañeros con un walky-talky. Efectivamente, no hay nadie en la estación que parezca responder a las características del individuo buscado; o más precisamente: hay demasiada gente igual. Al rato, vuelven a reunirse. Aparecen también los otros dos guardias jurados de la estación: una mujer y un hombre. Ella también es inmigrante: peruana, quizás ecuatoriana.
 
- ¿Y vio usted al ladrón? –pregunta la guardia inmigrante.
- Sí, en efecto: negro, o mulato.
- ¿Nigeriano? –pregunta la dama. El ciudadano, cansado, agresivo, compone una mueca de sorna:
- No llevaba la nacionalidad escrita en la nuca –responde-. Sólo le vi de espaldas. Era negro o mulato. Con ese color, lo mismo podía ser hispanoamericano.
 
La guardia dibuja un gesto de dolor. Realmente está consternada ante la posibilidad de que el ladrón venga de América, como ella. Apunta con interés la descripción del delincuente. Entonces interviene el tercer guardia, un tipo con aire de sargento retirado; este es español:
 
- Siempre hacen lo mismo. Esperan a nuestro cambio de turno para actuar. Apenas tardamos cinco minutos, pero es suficiente para que pase algo.
 
El ciudadano acaba de reparar en que esos guardias no van armados o, al menos, no lo parece bajo los anoraks de color marrón. La víctima pregunta:
 
- ¿Y la policía?
- La policía no llega hasta las ocho de la mañana –contestan los guardias-. Pero aquí hay movimiento de viajeros desde las seis. No damos abasto para cubrir esas dos horas.
- Tendrá que hablar con la policía cuando llegue –tercia otro guardia.
- Pero mi autobús sale precisamente a las ocho –protesta el ciudadano-. Si lo pierdo, los daños serán aún mayores. Porque, evidentemente, no van a detener al delincuente y devolverme el ordenador, ¿verdad?
 
Los guardias tuercen el morro; saben que, en efecto, el objeto está perdido para siempre, que nadie detendrá nunca a un ladrón idéntico a los otros cientos que actúan todos los días en Madrid, muchos de ellos en esa estación, su estación, que la cursi tecnocracia del Ayuntamiento denomina “Intercambiador nodal”.
 
El ciudadano, filosófico, enciende un cigarrillo. Está prohibido, como en todas partes, pero los guardias no tienen ánimo para reprochárselo. No así los transeúntes y usuarios de la escena, que reprueban el pitillo con una expresividad que no habían dispensado al robo.
 
No hay policía, en efecto. Hasta las ocho. Tampoco hay donde poner una denuncia, salvo que uno se resigne a perder el autobús. Después, hay que afrontar la charla con el funcionario; charla que básicamente consiste en entregar a la policía todos tus datos personales para que, acabado el trance, te contesten que es altamente improbable que pueda recuperarse lo robado.

***
 
Las denuncias por hurto han aumentado ostensiblemente en un año. En la inmensa mayoría de los casos, las denuncias apuntan a inmigrantes. Otros muchos miles de hurtos no se denuncian nunca: las víctimas saben que la utilidad de la denuncia es muy reducida. El caso de Madrid es especialmente sangrante, porque no sólo aumenta de manera exponencial esta pequeña delincuencia, sino también la más violenta y criminal. En Madrid hay poca presencia policial. No hay policía autonómica, pese a que la comunidad tiene más habitantes que Cataluña. La fuerza de seguridad básica es la policía nacional, utilizada a su vez por la delegación del Gobierno, socialista, para deteriorar la imagen del Gobierno autonómico, del PP. En cuanto a la policía municipal, destina un alto porcentaje de sus esfuerzos a poner multas de tráfico.
 
La sociedad, mientras tanto, asiste al caos con la misma pasividad cobarde que los transeúntes de la estación de Avenida de América, ese presuntuoso “intercambiador nodal”: quizá tantos años de adoctrinamiento han convencido a la gente de que esto, la delincuencia inmigrante, es el tributo que hemos de pagar por ser blancos y malos, o quizás es que esta sociedad, individualista hasta el egoísmo y masificada hasta el anonimato, ya sólo genera borregos. Mañana le tocará el turno a cualquier otro de los usuarios que esa mañana miraban estólidos el robo, como si asistieran a una película. Entonces la nueva víctima mirará a su vez alrededor y sólo descubrirá la misma miserable quietud.
 
Los malos ganan por nuestros pecados. No hay otra realidad.

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