Vive le roi! La cuestión monárquica en Francia

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21 de enero de 1793. En la Plaza de la Revolución (ex de Luis XV) se perfila la siniestra guillotina, que aguarda a su más ilustre víctima: Luis XVI, a quien pocos meses antes se ha despojado de la corona y del resto de poder que le quedaba, llamándosele simplemente Capeto, nombre con el que su dinastía gobernó Francia durante más de ochocientos años. En medio de un despliegue inusual de tropas y una vigilancia estrechísima (pues se teme, con razón, una reacción popular contra el regicidio que está por cometerse), y precedido por un cortejo de tambores, llega desde el Temple, después de una interminable hora de recorrido, el coche que lleva al que fuera el Rey Cristianísimo de Francia y de Navarra (y entre 1789 y 1792, Rey de los Franceses) en compañía de su confesor el abate irlandés Henri Essex Edgeworth de Firmont, sacerdote no juramentado, que asiste a su ilustre penitente en los momentos supremos.
 
Ya en el lugar de su ejecución, Luis saca todo el carácter fiero y orgulloso de su augusta raza: se niega a que los verdugos le desnuden. Prefiere quitarse él mismo sus ropas hasta quedarse en camisa. Probablemente considere lo trágicamente irónico de su situación, él, cuya toilette se había hallado estrictamente regulada por la etiqueta, sin que nadie que no tuviera un alto rango en la corte pudiera alcanzarle sus vestidos. A seguido toca atarle las manos. ¿A él, la escritura de cuyos regios dedos había tenido el poder de decidir el destino de Francia? Se revuelve también contra este ultraje, pero es el trámite y los funcionarios de la Revolución no cejan. El confesor convence al descendiente del Rey Sol de que tiene la oportunidad de asemejarse en esto también a su Dios, que fue atado y humillado en su Pasión. Luis, que es un buen cristiano, haciendo personal honor a su antiguo y tradicional apelativo de Rey Cristianísimo, accede, pues, a este nuevo ultraje diciendo a sus verdugos que hagan lo que quieran, pues beberá de su amargo cáliz hasta las heces.
 
Ya está listo para ascender las gradas del cadalso. El abate Edgeworth de Firmont le dirige unas últimas palabras de aliento prometiéndole la bienaventuranza: “¡Hijo de San Luis, subid al cielo!”, y Luis se avía al matadero. Quiere decir unas últimas palabras a su otrora fiel pueblo; declara su inocencia y otorga su perdón, pero su voz es acallada por los tambores que empiezan a batir para que no pueda conmover a los miles de testigos que se agolpan alrededor y que van a ver morir al que fuera su rey. La cabeza de Luis Augusto de Borbón cae seccionada por la inexorable cuchilla a las 10 horas y 22 minutos de la mañana. El verdugo en jefe Sanson la recoge y la muestra a la multitud para que quede bien patente que se acabaron definitivamente los reyes en Francia. Pero la maquinaria de la Monarquía es automática y no menos eficaz que la de la guillotina: en un rincón de la húmeda e inhóspita prisión del Temple, un niño acaba de convertirse en Luis XVII. Nunca llegará a reinar efectivamente y morirá probablemente consumido por la tisis de allí a dos años, sin haber vuelto a gozar de la libertad. No por eso habrá dejado de ser Rey de Francia y de Navarra y de ocupar su lugar en la nomenclatura dinástica.
 
La efeméride que nos ocupa es propicia para seguir el hilo de nuestra serie sobre la monarquía, ocupándonos esta vez de la cuestión dinástica francesa, cuestión ciertamente académica, porque no es probable una restauración del trono en el país en el que Sarkozy está reactivando una república que daba ya graves signos de agotamiento, pero no por ello menos relevante, al menos para un pueblo como el francés que ama su Historia y se apasiona con ella (al revés de lo que pasa en España, donde la Historia prácticamente ni se enseña ni interesa salvo cuando es cuestión de blandir de forma partidista viejos fantasmas de memorias históricas selectivas). Hablaremos, pues, hoy de la disputa entre Borbones y Orleáns sobre la corona francesa.
 
De Felipe Igualdad a la Corona burguesa
 
Para comprender la envergadura de este asunto que tantas pasiones enciende allende los Pirineos en los círculos monárquicos, hay que remontarse a Luis Felipe José de Orléans, duque de Orléans y primer príncipe de la sangre, cabeza de la rama segundona de los Borbones de Francia y primo más o menos lejano de Luis XVI. Este personaje era descendiente directo de Monsieur, el hermano de Luis XIV, príncipe más que equívoco dada su notoria homosexualidad (lo que bajo el Antiguo Régimen no constituía mayor escándalo), pero de quien paradójicamente descienden –por una u otra línea– la gran mayoría de casas reales de Europa. Frustrado en sus esperanzas de hacer una brillante carrera en la corte o bajo las armas (dado que los Orléans no eran bienquistos en Versalles por su mala fama), Felipe se convirtió en un conspirador. En 1771, se hizo elegir Gran Maestre del Gran Oriente de Francia (la masonería gala). Hizo del Palais Royal, su residencia oficial en París, el centro de la subversión, pagando libelistas y agitadores políticos. Allí fue donde se fraguó la campaña de desprestigio de la reina María Antonieta, cuya reputación quedó arruinada de modo decisivo y fatal para la monarquía. En 1787, ante la Asamblea de Notables (convocada por Luis XVI para hacer frente a la delicada situación financiera), manifestó abiertamente su hostilidad al gobierno. En los Estados Generales de 1789 se puso ostensiblemente de parte de los innovadores pasando a las filas del Tercer Estado. Se hizo jacobino y maniobró lo que pudo para hacer deponer a su primo y ser proclamado él mismo rey. Renegó de su rango y de su apellido haciéndose llamar Felipe Igualdad y votó la muerte de Luis XVI, lo que manchó para siempre su infausta memoria con el baldón del regicidio. A pesar de sus intrigas, no pudo librarse de perecer en el cadalso.
 
Después de la tormenta revolucionaria y del paréntesis de Bonaparte, volvieron los Borbones a reinar en Francia, sucediéndose en el trono los hermanos del rey guillotinado: Luis XVIII y Carlos X. Éstos gobernaron bajo un régimen de Carta (ni absolutista ni propiamente constitucional) y se mostraron magnánimos con el hijo del regicida, Luis Felipe de Orléans, a quien, a pesar de su pasado jacobino y de su oposición a la rama mayor (pues había seguido los pasos de su padre), restituyeron en sus títulos, rango, honores y propiedades. Pero el agraciado pagó vilmente la bondad de sus tíos, aprovechándose de la Insurrección de Julio de 1830 para medrar. En efecto, siendo así que el depuesto Carlos X le había confiado la lugartenencia del Reino para preservar los derechos de su nieto el duque de Bordeaux, Luis Felipe aceptó la corona que le ofrecían los revolucionarios y decretó el exilio de sus parientes. Además, declaró que su monarquía nada debía al pasado y para mejor marcar las distancias se proclamó Luis Felipe I, Rey de los Franceses, abandonando el blasón flordelisado de Francia y substituyéndolo por el de la Carta constitucional de 1831, que consagraba un régimen liberal censitario, es decir, la Revolución burguesa coronada.
 
Carlos X y su familia recorrieron tristemente Europa en busca de un lugar donde pasar su destierro, quedándose finalmente en Gorizia, donde murió el rey destronado y fue enterrado. Su hijo el duque de Angulema, casado con su prima, la única sobreviviente de la prisión del Temple, hija de Luis XVI y María Antonieta, recibió la legitimidad como conde de Marnes y la transmitió a su sobrino Enrique, duque de Bordeaux, que tomó el título de conde de Chambord. La Revolución de Febrero de 1848 dio al traste con la corona espuria del “Rey Ciudadano”, muriendo Luis Felipe I en su destierro inglés dos años después. Sucediéronse en Francia la Segunda República y el Segundo Imperio, feneciendo este último como consecuencia de la traumática capitulación de Sedán. Pareció llegada la hora de la vuelta de la monarquía tradicional, pero Enrique de Chambord no quiso saber nada de una restauración bajo los símbolos y lema de la Revolución y prefirió dejar pasar la corona que se le ofrecía. Como el partido monárquico era entonces muy fuerte, los Orléans procuraron congraciarse con el nieto de Carlos X, esperando así recoger su herencia. Pero Enrique tenía un gran sentido dinástico y, aunque perdonó a sus díscolos primos (para no dividir las fuerzas monárquicas), sabía bien que después de él la legitimidad recaía en sus agnados más próximos: los Borbones de España. En 1883, murió el conde de Chambord en Frohsdorf. De aquel año data la disputa entre la rama primogénita de los Borbones y la rama segundogénita (la de los Orléans).
 
La corona francesa lleva el apellido Martínez
 
Los Orléans basan sus pretensiones en la exclusión que, según ellos, debe hacerse de los Borbones mayores por dos motivos: primero, por descender todos ellos de Felipe V, nieto de Luis XIV, que en 1713, para consolidarse en el trono de España, renunció por sí y por sus sucesores al de Francia con ocasión del Tratado de Utrecht; segundo, por su carácter extranjero (peregrinidad). Ahora bien, al sostener esto no caen en la cuenta (o no quieren aceptar) que la corona en Francia es estatutaria y se rige por unos principios fundamentales e inmutables establecidos desde el advenimiento de los Capetos en 987. Dichos principios establecen que se sucede por estricta primogenitura en línea de varón (agnación) y con exclusión absoluta de las hembras (Ley Sálica), y que el soberano debe ser nacido de justas nupcias (matrimonio canónico válido o contraído en buena fe) y de religión católica.
 
La corona es, además, indisponible e irrenunciable, ya que no se trata de un patrimonio privado que pueda transmitirse dependiendo de la libre voluntad del titular, sino de un bien de la nación que se rige por un estatuto inmutable. Por eso más que de “heredero” ha de hablarse de “sucesor”. Así pues, la renuncia de Felipe V puede ser considerada nula por lo que respecta al derecho dinástico francés (como lo fue el Tratado de Troyes de 1420, que excluía de la corona al delfín Carlos a favor del rey Enrique V de Inglaterra). No existe, por otra parte, ningún vicio de peregrinidad que impida a un extranjero acceder al trono francés (Enrique IV, por ejemplo, era navarro). Algunos también aducen un vicio de morganatismo, pero en la tradición monárquica francesa se admite la posibilidad de los matrimonios desiguales (aunque no se haya dado el hecho).
 
De acuerdo con estos principios, hoy por hoy es indiscutible que S.A.R. Luis de Borbón, duque de Anjou (para más señas, Luis Alfonso de Borbón y Martínez-Bordíu), tiene el mejor derecho a la sucesión al trono francés (en el caso de que éste existiera, por supuesto). Los Orléans son simples y lejanos segundones que no podrían ocuparlo sino una vez que se extinguieran todas las ramas de los Borbones mayores (Borbón-España, Borbón-Sevilla, Borbón-Dos Sicilias, Borbón-Parma y Borbón-Luxemburgo), lo cual, visto el número de agnados existentes, es muy poco probable… afortunadamente para los franceses, aunque sea la pesadilla de los Orléans, de cuyas andanzas nos ocuparemos en otra ocasión.

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