La matanza de Los Inocentes

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El 28 de diciembre, el calendario cristiano recuerda un hecho que marcó con sangre el inicio de la vida del Mártir de los mártires: la matanza de los niños de Belén contemporáneos de Jesús por mandato de Herodes, tirano de la Judea, a quien la Historia ha colocado el epíteto de “Grande” no se sabe si por la magnitud de su persona o la de sus crímenes, documentados por los escritores de la época. Precisamente la masacre betlemita acaba de ser negada (aunque no es la primera vez) en un libro del escritor Antonio Piñeiro sobre la vida del siniestro idumeo, cuya figura reivindica, alegando su condición de especialista del cristianismo primitivo y el hecho de llevar “35 años viviendo en el siglo I” (aunque no dice si se refiere al siglo I antes de Cristo o el siglo I después de Cristo, que son épocas bien diferenciadas). En su obra dice que la masacre ha de ser considerada como una “leyenda urbana de los cristianos” y aprovecha para negar también el viaje de los Magos de Oriente a Palestina siguiendo la misteriosa estrella. Vaya por delante que no tenemos por qué dudar de la competencia del Sr. Piñeiro en su oficio de narrador, pero no se nos negará que una novela histórica como es su libro sobre el rey Herodes no es el mejor foro para esgrimir tesis científicas. Es como si para dilucidar cuestiones históricas sobre los reinados de Luis XIII y Luis XIV de Francia nos basáramos en la trilogía de Dumas (Los Tres Mosqueteros, Veinte años después y El Vizconde de Bragelonne), la cual, teniendo un fondo indudablemente basado en hechos reales, no deja de ser una creación literaria más que un trabajo de investigación.
 
El argumento principal que esgrime el autor antes citado es que callan los historiadores de la época sobre el asunto de los Inocentes. Según él, una masacre del calibre de la de Belén tendría que haberse reflejado en los documentos y no es así. Pero no es tan sencillo. Primero porque la fuente principal para el conocimiento del reinado herodiano la constituye la obra del judío Yosef bar Mattityahu, más conocido por su nombre latinizado de Flavio Josefo, célebre autor de las Antigüedades Judías y de La Guerra de los Judíos. Éste vivió entre la cuarta década del siglo I después de Cristo y el año 101, habiendo vivido y escrito, por lo tanto, en época posterior a Herodes el Grande. Los datos que nos aporta sobre el personaje los debió tomar de un testigo más contemporáneo, que no fue otro que Nicolás de Damasco, biógrafo áulico y consejero del monarca, bastante sospechoso, pues, como fuente fiable al cien por cien, ya que no es de suponer que iba a manchar la reputación de su señor relatando hechos que pudieran ennegrecer su memoria para la posteridad. En segundo lugar, de todos modos, el silencio sobre la matanza de los Inocentes no es un argumento de peso. Hay que circunscribir el hecho a sus justas proporciones. Desde luego las exageradas cifras de niños sacrificados al temor del tirano que se han manejado en el pasado por algunas Iglesias Orientales y ciertos autores medievales imbuidos de simbolismo son de descartar (se llegó a hablar de 144.000 para adecuar el texto del Apocalipsis a la interpretación alegórica). En realidad, atendidos los datos proporcionados por el Evangelio y los aportados por la Arqueología de Tierra Santa, los Inocentes muertos por orden de Herodes no debieron pasar de unas pocas decenas como mucho. En el contexto de un tiempo en el que la vida humana valía muy poco y de un reinado plagado de crímenes de alta importancia política, la masacre infantil pudo pasar perfectamente desapercibida o, si se tuvo noticia, quedar diluida en la cotidianeidad del horror. ¿No es lo que pasa hoy en Oriente Medio? De tantas barbaridades como se suceden hemos perdido ya la capacidad de la consternación y los muertos ya no son noticia. Lo expresaba Mao en esa frase terrible y lapidaria pero tremendamente exacta: “La muerte de un ser humano es una tragedia; la de mil una catástrofe; la de un millón, una estadística”. Es decir, hasta a la monstruosidad nos acostumbramos y la costumbre banaliza las desgracias más atroces.
 
Explicada la verosimilitud de la matanza de los Inocentes (que creemos que se dio históricamente) a pesar del Sr. Piñeiro y su novela histórica, el tema tiene hoy más que nunca una triste relevancia que queremos hacer notar a nuestros amables lectores como un urgente clamor a las conciencias. Nos estamos refiriendo, por supuesto, a esa otra masacre de inocentes que bien podría llamarse hecatombe y que tiene lugar bajo el amparo de leyes inicuas y a vista y paciencia de todos: el aborto. El reciente descubrimiento –gracias a una iniciativa de e-cristians y a la denuncia de un programa televisivo danés– se ha destapado una trama de abortos “ilegales” con sede en Barcelona, de la cual ya se ha ocupado El Manifiesto. El entrecomillado del calificativo de “ilegales” no significa en modo alguno que dudemos de la criminalidad de la trama en cuestión, sino que para nosotros todos los abortos procurados voluntariamente con arreglo a la ley o sin él lo son, ya que atentan contra la suprema norma que es la Ley Natural y que establece sin lugar a dudas que toda vida humana desde el mismo instante de su concepción hasta su muerte natural es sagrada e inviolable. No entramos ahora en el tema de la licitud de la pena de muerte en esta perspectiva (que será objeto de otro artículo), aunque sí conviene recordar que todo aborto que no es espontáneo sino fruto de una decisión no es ni más ni menos que una pena de muerte pronunciada y ejecutada sin posibilidad de apelación sobre un inocente. Que no nos digan entonces los abolicionistas que su causa avanza en el mundo: cuando en el año que está por acabar la cifra de niños abortados se acerca a los 50 millones pensemos que otras tantas sentencias capitales se han efectuado, con la diferencia respecto de las ejecuciones penales de que se trata de seres humanos que no han cometido otro delito que el de venir a la existencia, el de pasar del no ser al ser. Nos horrorizamos de lo que hacían los espartanos, que precipitaban a los niños considerados débiles y deformes desde la cima del monte Taigeto; condenamos sin ambages los crímenes racistas del nazismo, que practicaba la eugenesia; sin embargo, no decimos ni pío del aborto, que nada tiene que envidiar al salvajismo lacedemónico o a las iniquidades hitlerianas. O peor, los que se atreven a decir algo son acallados o puestos en ridículo. Menos mal que por una vez, la voz de los que no la tienen ha sido oída; pero es que el hecho era clamoroso. Niños perfectamente formados y a punto de nacer, descuartizados y pasados por la trituradora. Claro, el efecto es mayor que si se tratara de un “simple coágulo” (como más de una vez ha definido algún ignorante al embrión humano, que contiene ya en sí todo lo que lo caracteriza como humano). Lástima que también el escándalo de Barcelona acabará por perder su ejemplaridad.
 
Saldrán a relucir los demagogos de siempre, que dirán que lo del Dr. Morín no es lo usual; que lo que importa es que las leyes se cumplan (sin plantearse, por supuesto, que tales leyes sean un atentado al derecho fundamental a la vida); que el aborto legal impide los abortos clandestinos en condiciones precarias y peligrosas (como si dijéramos que hay que legalizar el robo para que se cometa con menos riesgo para el ladrón y su posible víctima); que España es todavía un país restrictivo (cuando en realidad nos hemos convertido en un “paraíso” abortista, y si no díganlo las más de cien mil criaturas eliminadas de los vientres de sus desnaturalizadas madres en el 2007: 275 por día; se dice pronto, pero en menos de diez años -y ello contando con que el ritmo no crezca- se superará el millón). Y pasado el susto, todo continuará pro more, es decir, continuaremos siendo un país azotado por el terrorismo de cuyas víctimas nadie se acuerda, porque no tienen derecho ni siquiera a un sepulcro ni a un recordatorio: se las arroja en los cubos de basura y se las incinera como a desechos de contenedor. Antes, cuando el aborto era inevitable y consecuencia de un trastorno ajeno a la voluntad, se exhortaba a los médicos y enfermeras a que bautizaran, al menos en forma condicional, al feto para que alcanzara la gloria del cielo y no fuese al limbo; mucho dudamos que lo hagan hoy los hodiernos carniceros, que seguro que no creen ni en el limbo, ni en el cielo, ni en el infierno, ni en Dios. Hoy se nos dice que el limbo es una elucubración medieval. Sea de ello lo que fuere, consolémonos pensando en que, al igual que los Inocentes de la matanza ordenada por Herodes, las almitas de esas víctimas del aborto son bautizadas en sangre, la que chorrea de las manos de sus asesinos clamando venganza al Cielo.

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