Un debate que es necesario afrontar

¿Es preciso ser pro americano?

La derecha española, contra lo que se dice por ahí, siempre ha sido bastante proamericana; al menos, desde el abrazo de Franco y Eisenhower, y va ya para sesenta años. La izquierda, al contrario, ha blasonado mucho de antiamericanismo, pero de boquilla: fue la izquierda la que metió a España en la OTAN y es la izquierda la que, controlando los canales de la cultura nacional, ha allanado el camino a la completa americanización de nuestras vidas. Sucesos episódicos como el de la guerra de Irak disparan la polémica, pero suele faltar una reflexión de fondo. La pregunta podría plantearse así: como españoles, como europeos, ¿nos conviene o no nos conviene ser proamericanos? Vale la pena plantear el debate. Estamos hasta el gorro de los no

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José Javier Esparza 
 
 
Los Estados Unidos son un gran país. Digno de admiración en muchas cosas, digno de misericordia en otras, sencillamente odioso en otras tantas. Eso, por cierto, nos pasa a casi todos los países. En el caso de Norteamérica, como es el país más grande y poderoso del mundo, tanto las virtudes como los defectos resultan amplificados. Así hoy podemos ver en los Estados Unidos una cosa y su contraria, y una y otra nos parecen, contradictoriamente, decisivas.
 
De Norteamérica nos vienen la defensa de las libertades individuales, la vida pública conforme a la moral religiosa, un conservadurismo social muy acendrado, el espíritu comunitario, el patriotismo sin traumas; pero de Norteamérica nos vienen también el apoyo inmoral a las tiranías y a la corrupción en el “tercer mundo”, el nihilismo social y cultural, la obsesión por el progreso tecnoeconómico, el individualismo a machamartillo, la execración de las pertenencias nacionales y culturales… La subcultura “underground” y el nihilismo del 68 nos vinieron de América, como la “revolución conservadora” y el rescate de los valores tradicionales. ¿Contradictorio? Por supuesto: tanto como la cultura occidental moderna en su conjunto, de la que los Estados Unidos son la máxima y más destilada expresión.
 
Ser “antiamericano” es una simpleza; ser “proamericano” es otra simpleza gemela de la anterior. Pocas realidades admiten una posición “anti” o “pro” elementales, apriorísticas, sin matices; desde luego, las realidades humanas son las que menos admiten actitudes tan primarias. La manera más sensata de plantearse una actitud determinada hacia los Estados Unidos es, ante todo, preguntarse de qué estamos hablando. Y aquí no estamos hablando de filias o fobias, de afinidades ideológicas o de otra índole, sino de elementos mucho más neutros que todo eso: los elementos del poder, de la política. Esos elementos se derivan de una serie muy amplia de variables: la geografía, el sistema político, la economía, la potencia militar, etc. Y sumando todas estas variables, a ellos, americanos, les sale un vector que apunta en una dirección, y a nosotros, europeos, nos sale otro vector distinto.
 
Lo que de verdad cuenta
 
Los intereses políticos de los Estados Unidos no son los nuestros. No pueden serlo. No porque ellos sean mejores o peores que nosotros, sino, simplemente, porque sus circunstancias objetivas son completamente distintas a las de los europeos. Ellos son una potencia mundial asentada en un gran territorio aislado entre dos océanos, el Atlántico y el Pacífico; nosotros, europeos, somos una asamblea de países inserta entre dos continentes, África y Asia. Ellos poseen recursos energéticos propios en abundancia, tanto naturales –petróleo, carbón- como artificiales –nuclear-, de donde pueden obtener la autosuficiencia en ese terreno; nosotros, para ser autónomos en materia energética, no tenemos otra opción que crear energía nuclear o importar recursos de otros países. Ellos disponen de una potencia militar abrumadora que incluye bombas atómicas y que usan –porque pueden- sin dar cuentas a nadie; nosotros somos una reunión de enanos en materia militar que sólo subidos unos encima de otros podríamos aspirar a cierta independencia. Ellos configuran una unidad política homogénea; nosotros, no. Ellos constituyen un sistema económico centrado sobre el propio territorio nacional; nosotros apenas hemos comenzado a conformar una unión económica y monetaria. Y así sucesivamente.
 
Esto no son consideraciones abstractas; al revés, encuentran una plena aplicación práctica todos los días. Los Estados Unidos pueden, si lo estiman oportuno, predicar un orden económico mundial que esquilme África, por ejemplo; nosotros no deberíamos hacerlo, porque la población desalojada por la pobreza llegará a nuestras costas (¡aún así llevamos medio siglo alimentando esa política!). Los Estados Unidos pueden, si lo consideran oportuno, desencadenar una sucesión de guerras de baja intensidad en Oriente Medio, porque se trata de áreas situadas a 10.000 kilómetros de su territorio nacional; nosotros, por el contrario estamos a escasos 3.000 kilómetros de Bagdad. Los Estados Unidos pueden, si lo consideran adecuado a su estrategia, amparar el nacimiento en el corazón de Europa de un enclave independiente musulmán, como acaban de hacer con Kosovo; pero nosotros, europeos, no deberíamos secundarles en esa idea, porque el Kosovo, que para los americanos es un exótico rincón en un mundo lejano, para nosotros es nuestro propio suelo.
 
No sobrará insistir en esta idea fundamental: aquí no se trata de decidir quién nos resulta más o menos simpático –penoso error del antiamericanismo izquierdista-, sino de saber qué es lo mejor para la independencia de los países europeos, tanto en nuestra soberanía política como en nuestra seguridad militar, tanto en nuestra identidad cultural como en nuestra libertad personal. Y hay razones para pensar que los Estados Unidos, aliados en tantas cosas, no pueden ser, sin embargo, quienes marquen nuestro destino.

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