El asesinato del chico de Legazpi

La guerra civil como juego de rol

Jóvenes antifascistas contra jóvenes neonazis en un mundo donde el fascismo ya no existe y donde el dominio de la raza blanca se expresa como cosmópolis multirracial. Dos mitologías arrumbadas por la Historia reviven, como parodia, en el ánimo y en la cólera de unos adolescentes que expresan su odio a navajazos. Ajenos a cualquier apuesta política real, analfabetos de los problemas reales de la vida pública, visten colores imaginarios como quien se disfraza para Halloween. Los unos sueñan con un bolchevismo genocida, y los otros con un Reich que sólo existe en su fantasía. Esto no es un problema político; es un problema de educación.

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No han faltado comentaristas, expertos en Sucesos, que han achacado los graves incidentes de Madrid a la manipulación, a la provocación. No sería la primera vez. Una pelea a navajazos en el metro madrileño, un muerto, varios heridos, varios detenidos… Y todo ello en la periferia de una manifestación “ultra” que finalmente no tuvo lugar. La manifestación –contra la inmigración masiva- la convocaba Democracia Nacional, como se han encargado de recordar todos y cada uno de los medios de comunicación al dar noticia del asunto. Democracia Nacional ha negado cualquier vinculación con los hechos y con los inculpados.
 
El muerto es un joven de dieciséis años. Demasiado joven para morir. ¿Por qué ha muerto? Probablemente, ni siquiera él lo sabría cuando el cuchillo entraba en su pecho. Sus amigos se han apresurado a decir que no formaba parte de ninguna banda. Imposible saber ya qué quiere decir eso exactamente. La única realidad es que ha muerto. Sin causa.
 
El asesino, todavía presunto, es un soldado de 24 años. Dicen los periódicos que se llama Josué. ¿Un nazi (bíblico) que se llama Josué? Todas las informaciones son confusas. A estas alturas, hablar de “ideologías” ya es irrelevante, salvo como adscripción tribal. Una “ideología” presupone una concepción del mundo, una formación –siquiera mínima-, también una comunidad con otros que la comparten. Nada de eso aparece en quien, de momento, no da otras señales que las de ser un criminal.
 
Para la historia del cómic suburbano quedará la dolida soflama de quienes decían ser amigos de la víctima: somos gente de paz, jóvenes del pueblo, que no pertenecemos a bandas, pero que no queremos que la gente de dinero, agresiva y fascista, venga a nuestro barrio a armar bronca. Es la misma cantinela de los milicianos que cazaban fascistas en el 36, la mitología del oprimido que exhibe sus llagas para justificar la persecución del enemigo. ¡Es todo tan simplón, tan primario, tan elemental, tan patético…! Una indigestión de retórica envejecida para jóvenes que buscan justicia y sólo encuentran odio –empezando por el odio a sí mismos. Al final, la única realidad es, una vez más, ese chico muerto.
 
Y en el otro lado, pero en el mismo registro, esos adolescentes de gesto hosco y cráneo pelado, huérfanos de heroísmo y atiborrados de brutalidad instintiva, presa fácil del primer descerebrado que acaricie sus fantasías de violencia primitiva. Como los anteriores, quizá buscan también algo noble y alto y bueno en lo que creer, pero, también como sus oponentes, sólo encuentran odio, y siempre, de la misma manera, ese odio a sí mismo que se ha convertido en el signo distintivo de la anomia urbana.
 
No estamos ante un problema político. Nadie en la Polis, por enrarecido que esté el ambiente, piensa en navajearse. Tampoco nadie seguirá a la flauta de Hamelin con esas viejas melodías, el victimismo de una ultraizquierda vengativa, el matonismo de una ultraderecha degenerada. Son cosas que ya no están en la plaza de los asuntos públicos, sino en el mundo imaginario de unos jóvenes que, propiamente hablando, ya no saben cuál es su sitio.
 
La raíz del problema está, como otras veces, en una existencia sin sentido, desorientada, sometida a la centrifugadora del dinero y el consumo y el éxito, todas esas cosas que a todas horas se nos prometen, pero que nunca comparecen. La raíz del problema está en la frustración de una generación –de parte de ella, al menos- que no tiene banderas que enarbolar, porque se las han quitado todas, y que entonces se las inventa o escoge las más ruidosas, las que mayor emoción ofrecen.
 
Y al final, la única realidad es ese chico muerto. Este y los que le han precedido. Alguien debería tomárselo en serio de una santa vez.

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