Notre Seigneur de Paris, Enmanuel Macron, acompañado desde la puerta hasta el altar por un ser humano dramáticamente parecido a Michael Jackson, reinauguró la catedral parisina de Notre-Dame con un sentido discurso que puede resumirse en cinco palabras: los franceses somos la hostia. Que el presidente de la República proclame una soflama laica, estatalista, plurirreligiosa y global, da tono un poco Disney a las solemnidades que celebran la recuperación de un templo católico. Y que el encargado de decir la primera palabra en esta (llamémosla así) segunda parte de la vida del templo sea el presidente y no l’archevêque de París Laurent Ulrich, dice más aún. La iglesia, por supuesto, lució abarrotada de burócratas globalistas, palmeros de Macron, bomberos multiculti y gentes de bien pensar. El milagro, por tanto, no es el templo ni la fe en reconstruirlo; el milagro es Francia y la sociedad civil y laica francesa, tan masónica ella. Ya lo dijo Macron al concluir su alegato: ¡Vive la Republique!
(Se echó de menos la debida alabanza al colectivo LGTBIQ+, a las chicas trans y al derecho de aborto recientemente constitucionalizado; pero, en fin, la perfección nunca es perfecta.)