Pégame un tiro en la sien pero no me mires el culo. He aquí la máxima que se desprende de la extraña moral woke defendida por la izquierda empoderada, quien prometiendo evitar toda violencia (las microagresiones, el maltrato a ratones, los toros) y jurando defender a las víctimas, justifica que siete terroristas pretendan representar tras las próximas elecciones municipales a los familiares de aquellos a quienes asesinaron, mientras impide presentarse a cualquier candidato que sea acusado, sin pruebas e informalmente, de una "conducta sexualmente disruptiva" como haber flirteado de manera no correspondida con una compañera. El código ético de Bildu, equiparable al de cualquier partido de la izquierda woke, es explícito en este sentido, pues muestra "tolerancia cero ante cualquier acto, expresión o comentario machista, lgtbifóbico, racista o xenófobo", aunque permite, claro está, la presencia de afiliados que han asesinado. Hay que recordar, sin embargo, que esta intolerancia ante la barbarie patriarcal no parecía existir en el ambiente abertzale reflejado en La muerte de Mikel, película dirigida por Imanol Uribe en 1984, que muestra de manera verosímil como un pro-etarra es expulsado de una lista electoral en cuanto sus compañeros descubren que es un homosexual practicante (¿alguien va a negar, pese a la incredulidad de Yolanda Diaz acerca de por qué hay homosexuales que votan a la derecha, que la izquierda ortodoxa ha sido siempre profundamente homófoba?).
Este sorprendente cambio de criterio no solo sugiere que la moral woke constituye el nuevo eje de terror y disciplinamiento social al poder acusar de manera arbitraria a cualquiera de ser machista o homófobo sino que revela que la izquierda "radical" ha aceptado únicamente la homosexualidad cuando el capitalismo global ha desexualizado a esta y la ha convertido en una identidad normativa despojada del carácter subversivo, incontrolable y socialmente revolucionario que la sexualidad posee. No nos engañemos. La izquierda tecnócrata (no confundir con la izquierda popular o comunalista, como señalé en otro artículo) siempre ha intentado anular el carácter políticamente plebeyo y anónimo de la sexualidad, bien desprivatizándola a la fuerza para controlarla mediante comunas (tener relaciones sexuales es como beber un vaso de agua, decían los bolcheviques, así que todos podemos retozar con todos y en todo momento) o sometiéndola a un celoso escrutinio como sucede hoy en día. El Ministerio de Igualdad no oculta sus intenciones en este sentido, pues no solo intenta controlar los aspectos más nimios de nuestra sexualidad para que esta no pueda llegar a ser sexual y se reduzca a un mero trámite burocratizado, sino que intenta imponer la auto-masturbación frente al sexo en pareja o convertir el sexo en castigo. ¿Cómo entender ese video en el que se invita a los varones heterosexuales atractivos (los feos quedan fuera) a gozar con una mujer obesa, con otra con regla y con una madura como si esto no lo hubiesen hecho siempre por gusto los hombres y tuviese que convertirse en condena para poder ser asimilable?
El violento retorno de un molde patriarcal barnizado de morado es el que explica este intento de exterminar todo lo que tenga que ver con el sexo y la atracción sexual (esto es, con el amor en un sentido clásico). Es más, el sexo, en su carácter más humano, ha pasado a sustituir en la agenda de izquierdas al capital en tanto que mal de males. Pero ¿qué tiene de político y disruptivo el sexo para que la izquierda tecnócrata lo considere un crimen contra la humanidad al tiempo que legitima el asesinato como un mal necesario para nuestra armónica convivencia?
La ilegalización de la naturaleza política del sexo
Es una ley inmutable que quizás el poshumanismo y la revolución digital puedan llegar a alterar: en cualquier lugar en el que haya un ser humano habrá sexualidad. Si la izquierda woke hubiese leído un poco se habría dado cuenta de que el grueso de los escritos que la Humanidad ha producido a lo largo de varios milenios intenta explicar qué es el sexo para así poder dar cuenta del misterio que supone su desconcertante carácter ético y político. En tanto que motor continuo de curiosidad y deseo, la sexualidad está detrás de toda abertura a lo desconocido y desafía de manera incontrolable a las estructuras de poder. Es por eso que las fuerzas del mal han intentado siempre controlar su anárquica viscosidad y anular su potencial político, en lugar de intentar entenderla en sus aparentes contradicciones.
El sexo es aquello que nos diferencia de los animales, pues según afirma la antiquísima tradición de la que nuestro Juan Ruíz se hace eco en el Libro de buen amor (1330), el hombre tiene deseo sexual "todo tienpo syn mesura" mientras que las "aves, animalias [y] toda bestia de cueva" limitan su sexualidad a los periodos de celo.
El sexo es un rasgo de nuestro carácter humano y no señal de ninguna tara psíquica
Con otras palabras, la sexualidad es la base de la racionalidad humana y, adaptando la tesis de Edward Slingerland sobre el alcohol, es muy posiblemente aquello que nos ha permitido superar los límites de la manada homínida y abrirnos constantemente a otras personas hasta crear una colaboración entre individuos llamada sociedad que supera en su complejidad a la de cualquier especie. El sexo es, en definitiva, un rasgo de nuestro carácter humano y no señal de ninguna tara psíquica.
El ideario sexual woke está plagado de malentendidos puritanos que nos alejan del sexo para acercarnos a la violencia en estado crudo. El primero de estos mitos negativos es el que afirma que el sexo es una fuerza abusiva que ejercen los poderosos sobre los oprimidos. Más bien al contrario, el sexo invierte las lógicas de poder establecidas en el mundo social e iguala como la muerte, pero en vida, al que tiene más poder con el que tiene menos, pues entre otras cosas permite desmitificar al poderoso al mostrarlo en toda su vulnerabilidad. El sentido común, derivado de la experiencia práctica pero también de la reflexión, que proclamaba hasta hace poco esta verdad era el mismo que tenía claro que ni la violación ni el acoso son sexo y que, por lo tanto, no hay ninguna relación entre la sana demostración de interés sexual y la criminalidad.
El causante de este cambio de paradigma ha sido, en parte, el movimiento Me too que ha pervertido intencionalmente el sentido del sexo al asumir que la sexualidad es cosa de hombres y que el abuso de poder late detrás de toda atracción sexual de un macho, marcado como heterosexual, cara a una hembra identificada como víctima sin agencia. Ideado por la oligarquía demócrata estadounidense, Me too saltó de Hollywood a las universidades de élite para que las alumnas más adineradas expropiasen a los alumnos y alumnas más marginados social y económicamente el rol de víctimas con el fin de ahondar a mayor velocidad el proceso de estamentalización en marcha. Mediante este juego de manos, las verdaderas víctimas de la sociedad estadounidense ya no se encuentran en la calle o en universidades públicas de cuarta fila de acuerdo con los viles rankings de excelencia educativa, sino en Princeton, Harvard o Stanford y serán las mimas que se dedicarán, desde puestos de poder, a esquilmar el mundo.
La ancestral prueba de que el sexo no consiste en un abusivo juego de poder que reproduce las jerarquías sociales la encontramos en mitos como el de Cupido, ese retoño que al tener los ojos vendados y no mirar a quien dispara enamora siempre a aquellos que no debieran enamorarse por intereses económicos, familiares o diferencias culturales y que hace que incluso los más poderosos o sabios se comporten como pobres idiotas. La mitología del amor (insisto, de la atracción sexual, en ningún caso del amor romántico) no permite identificar las intenciones del sujeto atraído sexualmente por una mujer con el control abusivo, arbitrario y patriarcal de un macho alfa sino más bien con la emasculación casi absoluta que el venusino embrujo produce al convertir al enamorado en un inocente niño desprovisto casi de voluntad.
En este sentido, el sexo es peligroso para la izquierda woke porque desafía sus ansias tecnócratas y estamentales al promover la unión de aquellos que nunca debieran juntarse, sean Romeo y Julieta, Píramo y Tisbe o la "españolista" Inés Arrimadas y el "independentista" Xavier Cima. El carácter revolucionario del sexo parte de establecer una conexión íntima y singular entre personas que siempre debe ser hasta cierto punto privativa para que funcione (incluso si nos encontramos en medio de la más orgiástica orgía) y que por eso no puede darse de buenas a primeras sin que medien ambigüedades, tabúes, miedos, malentendidos y frustraciones. La seducción es la encargada de transformar la sexualidad en sexo, pero su camino no puede ser pautado por la burocracia legal de un consentimiento propio de robots pero no de humanos, pues el mandato ético de toda conquista amorosa es traspasar con humanidad fronteras para que aquella persona a la que le estamos tocando a la puerta sepa que existimos.
El puritanismo woke ha condenado la seducción al destierro
El puritanismo woke ha condenado, sin embargo, la seducción al destierro, mostrando así que el modelo social que ansían es el de un infantil voluntarismo en el que cada persona ya sabe de antemano con quien quiere estar y cierra por completo la puerta a todo desconocido. Puede que sea tan de sentido común decirlo que llegue a ser incorrecto, pero las más de las veces, hasta que encontramos una pareja definitiva, no sabemos exactamente si queremos estar con una persona que pide permiso para entrar en nuestra vida o no, y es por eso que debemos respetar a todo ser humano que cívicamente se acerque a nosotros. Algo similar a esto es lo que defendieron en 2018 Catherine Deneuve y otras celebridades francesas al reclamar el derecho de los hombres a importunar. En un agudo artículo publicado durante la polémica, Elvira Navarro defendía como feminista esa postura que además de condenar toda violencia sexual denunciaba que se presentase a las mujeres como víctimas o "como seres que no son dueños de su propio deseo ni de su conducta". La autora añadía que "también las mujeres somos a veces babosas y hemos tocado alguna rodilla que no correspondía" y se preguntaba: "¿(…) es este el feminismo que queremos? ¿Un feminismo donde unas mujeres le dicen a otras lo que pueden o no decir?".
No es no a la barbarie, sí al amor
El feminismo patriarcal que ordena a mujeres (y a hombres, excepto si deciden transicionar para purificar su abyecta identidad) lo que hay que hacer es, en efecto, el que está detrás del ataque woke a la sexualidad. El control que pretende ejercer sobre las mentes, cuerpos y maneras de expresarse es tan grande que hace apenas unos días Alana S. Portero en un artículo titulado 'Así no se habla' aleccionaba como escoria a las plebeyas mujeres que osaron cuestionar a Rita Maestre por su boda en Las Vegas, a Irene Montero por conseguir sin más oficio ni beneficio que un sueldo temporal de ministra una macro-hipoteca para su chalé, o a Ángela Rodríguez PAM por su ensañamiento con los hombres y personas delgadas. No es casual que sean estos mismos controladores de conductas los que sustituyen la sexualidad por formas de identidad privilegiadas propias de una casta que, en nombre de la comunidad LGTBI o del poliamor, pretenden desexualizar las relaciones íntimas que tanto los individuos como los miembros de parejas "normativas" puedan tener, sin necesidad de etiquetas, con otras personas. Pensemos, por ejemplo, en las recientes declaraciones de 'Pam' afirmando el supremacismo ético de las lesbianas sobre otras mujeres o en Yolanda Díaz y Jorge Javier riéndose de lo tristes que somos los hombres "heterosexuales", criados únicamente, según su criterio, para luchar en las guerras. (Mención aparte merecería el uso instrumental de la moral Me too para aplacar toda disidencia, como muestra la falsa acusación a sabiendas de acoso sexual que la cúpula de Podemos utilizó contra José Manuel Calvente para expulsarlo del partido y desprestigiarlo públicamente).
Estamos en un punto de no retorno. La izquierda tecnócrata, que siempre ha sido enemiga de las mayorías sociales, se está convirtiendo hoy en día, al amparo del ideario woke, en una fuerza hegemónica al servicio de todo lo malo que un ser humano pueda imaginar. Si la inteligencia artificial quiere privarnos de esa facultad universal de politización y conocimiento práctico de la realidad que es el ingenio, la izquierda woke pretende erradicar la sexualidad, nuestro bastión último de politización, interacción y conocimiento directo del otro. Sin ingenio y sin sexualidad, condenados a ser autómatas al servicio de las pantallas, nos quedaremos en nada y no tendremos ni tan siquiera el privilegio epistémico de los esclavos.
Tenemos que ser valientes y oponernos a la brutal violencia que pretenden que ignoremos. No valen teorías sobre golpes de estado ni sobre el afán de la derecha de ilegalizar a partidos independentistas. Si es cierto que la izquierda abertzale ha renunciado al terrorismo no se puede entender más que como una carnicera provocación que lleven en sus listas a asesinos que pretenden gobernar a las mujeres, maridos, hijos y nietos de sus víctimas. Es por eso que si de verdad decimos enfrentarnos a la opresión, debemos gritar no a los nuevos talibanes woke que buscan violencia en cada acercamiento sexual (¡o incluso personal!) al mismo tiempo que banalizan el asesinato del prójimo. No temamos que nos tachen de homo retrogradus y proclamemos –a poder ser, de manera contrahippie– el amor sexual y no la guerra. Entendiendo que se decide entre humanidad o barbarie, este domingo, yo, que siempre he votado a la izquierda, tengo la conciencia tranquila porque no acudiré a votar.
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