Decía Groucho Marx que el televisor era el aparato más educativo que tenía en casa: cada vez que alguien lo encendía, él se iba a otra habitación a leer. Con todo, hay que reconocer que a veces la televisión resulta reveladora. Un ejemplo es cierto episodio emitido hace años en el programa estadounidense Dr. Phil.
En él aparecía Amber Shuping, apodada Jewel, una treintañera de Carolina del Norte. Desde pequeñita, cuando sus amigas soñaban con ser princesas o ingenieras aeronáuticas, Jewel acariciaba un deseo bien diferente: quedarse ciega. Pero la realidad, ay, no siempre se amolda a nuestros deseos. Y, en contra de estos, la visión de Jewel era perfecta. Así que esta joven americana emprendió una larga búsqueda. Necesitaba hallar algún médico que la ayudara a ser como ella siempre había querido ser: invidente.
Tardó en encontrarlo. De hecho, su peculiaridad tiene un nombre en la literatura médica o, mejor dicho, varios. Quizá el término más neutro sea el de xenomelia, también llamado trastorno de la identidad de la integridad corporal (TIIC). Se aplica a todas aquellas personas que sienten que una parte de su cuerpo no es suya (a menudo, una pierna o un brazo). Y reclaman con viveza que se les ampute. Viven atormentados en tanto no lo logren. Hace décadas se etiquetaba este fenómeno como apotemnofilia, al encuadrarlo dentro de las filias sexuales; pero hoy está menos claro que ese sea su origen.
Ahora bien, algunos pensarán que considerar la xenomelia como un trastorno es «patologizarlo», y que sería mejor considerar a Jewel como un mero caso de «transcapacitada»: una persona que siente que tiene capacidades (o, en esta ocasión, discapacidades) diferentes a las que su cuerpo muestra. Dicho de otro modo, Jewel ha nacido en un cuerpo equivocado. La mente de Jewel es una mente de persona ciega; su cuerpo, por desgracia, no coincide con ello y es el de alguien que sí ve. Por tanto, la mujer habita infeliz en sus propias carnes. Estaríamos hablando, en consecuencia, de una cuestión identitaria, no de un trastorno patológico. ¿No es mucho más empático razonar así?
Seamos liberales y dejemos a cada cual decidir quién quiere ser
Al fin y al cabo, se podría argumentar, ¿quién está del todo satisfecho con su cuerpo? Algunos queremos adelgazar, otros desean ponerse más fuertes; hay quien se implanta pechos o pelo, otros se rebajan los primeros o se depilan el segundo. Hay quien usa alzas en los zapatos o llena de tatuajes sus brazos; esta señora usa colorete para parecer más lozana y aquel señor se deja barba para tapar una cicatriz. Y bien, Jewel no quería ni estar más delgada, ni más fuerte, ni más peluda, ni más calva, ni más tatuada. Solo quería estar ciega. ¿Por qué patologizarla a ella sí, y no a todo el resto de insatisfechos con que cohabitamos?
Tras luenga búsqueda, la ya adulta Jewel encontró un terapeuta que respetó esta su decisión. Suponemos que se trataba de un individuo liberal, dispuesto a aplicar principios como «cada cual puede hacer con su cuerpo lo que quiera» o «mi libertad acaba donde empieza la de los demás».
A fin de cuentas, Jewel no hacía daño a nadie que no fuera ella misma si se cegaba: John Stuart Mill, padre del liberalismo moral, aprobaría su proyecto de vida ciega. Resultaría paternalista, para un liberal, ponerse por encima de la libertad de esta mujer y limitarle sus acciones con la excusa de que su cuerpo acabaría dañado. Todos nos estropeamos un poco el hígado al beber whisky, mas no toleraríamos prohibirlo; los deportistas profesionales acaban maltratando algunos de sus músculos, pero respetamos su libertad de hacerlo. ¿Por qué no respetar la libre voluntad de Jewel para ser feliz como ella quiera? ¿Quién es tan desalmado como para exigirle que continúe angustiada? ¿Tan cruel como para privarla de disfrutar, por fin, de su ceguera?
Seamos liberales y dejemos a cada cual decidir quién quiere ser. Supongo que Isabel Díaz Ayuso, que considera prueba de la libertad madrileña el no encontrarte con tu ex por sus calles, aprobaría también este método: ¿qué mejor modo de no ver a tu antiguo amor, en ningún caso, que haberte quedado ciega?
El psicoterapeuta liberal al que acudió Jewel vivía en Chicago. Más tarde se descubriría que había sido vetado en hasta tres Estados, al parecer poco tolerantes con sus métodos. ¡Queda tanto por hacer en cuanto al respeto de las identidades transciegas!
Como médico deferente ante la transcapacidad de su paciente, nuestro hombre se empeñó en que el cuerpo de la señora Shuping reflejara, por fin, su identidad. La sometió a una operación, en el fondo, sencilla: ponerle fuertes dosis de desatascador de tuberías en los ojos. No hay por qué ocultarlo, fue doloroso. Tras 30 minutos de espera, la llevó a un hospital, donde no pudieron hacer ya nada para frenar a Jewel en sus anhelos. Jewel se quedó sin vista. Todo un hito en la historia de la transcapacidad. Por fin se respetaba a alguien esta identidad trans.
El caso de Jewel suscita dilemas éticos interesantes. Está, desde luego, el viejo principio hipocrático, el juramento que hacen todos los médicos desde hace unos 2.500 años: no usar sus saberes para causar daño. De hecho, este es el motivo de que a nuestra transcapacitada le costara hallar un terapeuta que accediera a sus deseos de cegarla: la mayoría veía como un daño dejarla sin visión. Ahora bien, hay cirujanos que mutilan piernas o manos (por ejemplo, gangrenados), los hay que mutilan penes o pechos; hay médicos que extraen órganos, siempre que, al hacerlo, el resultado sea beneficioso para su paciente. Y bien, ¿qué mayor beneficio que hacer a este por fin feliz? Jewel no considera que su terapeuta clandestino, al chamuscarle los ojos, le causara daño alguno, al contrario: por fin pudo reconciliarse con su identidad (de invidente). Cierto es que el método fue algo doloroso; pero también duele sacarse una muela careada, y nadie acusa por ello a su dentista ante el tribunal de Hipócrates.
Que un juez decida qué niños se van quedando ciegos y cuáles no. Ante todo, que reine el Estado de Derecho
Otra cuestión interesante atañe a los niños. Si Jewel, hasta sus treinta años, había sido una chiquilla y una joven desgraciada, por culpa de esa manía que tenían sus ojos de ver bien, ¿no habría sido deseable tratarla (y tratar a cuantos sean tan transcapacitados como ella) desde su infancia? Al fin y al cabo, hoy se aplica ese principio en nuestro país, ley mediante, para la transexualidad. ¿Por qué no implantarlo de igual modo para la transcapacidad?
No digo que necesariamente se deje ciego al primer niño de tres años que expresa su deseo de serlo. Pero quizá podrían, poco a poco, írsele aplicando medicamentos que le hicieran perder la vista. Cumplidos los 12 años, por ejemplo, si sus padres se negaran a que su hijo se convirtiera en invidente, tal vez cabría plantearnos si privarlos de su patria potestad. Que un juez decida qué niños se van quedando ciegos y cuáles no. Ante todo, que reine el Estado de Derecho.
Por último, imaginemos que hay transciegos que desean ser tratados como invidentes, pero rechazan someterse a operación de cegamiento alguna. Ellos ven como usted y como yo (bueno, espero que más bien como usted, que un servidor es miope con varias dioptrías); pero se sienten ciegos. Y reclaman que nos dirijamos a ellos como tales, exigen recibir servicios de la ONCE, esperan que su oftalmólogo les atienda como si no viesen ni papa. ¿Sería legítima esta pretensión? ¿Deberíamos imponer multas a quien se equivoque y diga a un transciego cosas ofensivas para él, como «mira tú por dónde» o «¡hasta la vista!»? ¿Estará permitido el cambio de nombre en el registro civil para los transciegos que se llamen Casimiro o se apelliden Mirón?
Sin duda el campo de la transcapacidad nos abre a un montón de retos apasionantes; por suerte, para muchas de estas dudas, contamos ya con una pista: las respuestas que en España (así como en Argentina, Bolivia, varios países europeos…) dan nuestras leyes trans. Decía Saramago que la ceguera era una cuestión privada entre uno y los ojos con los que ha nacido. ¿Irán nuestras sociedades aceptando, poco a poco, esa privacidad? Iremos viendo (con perdón).
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