Hacía notar recientemente el comentarista del Daily Wire, Matt Walsh, que las manifestaciones y protestas que han tenido lugar estos días en Estados Unidos en contra del Estado de Israel en su conflicto con los terroristas de Hamas coincidían casi milimétricamente con las que, convocadas por Black Lives Matter, incendiaron ciudades, sembraron la violencia y fomentaron el pillaje durante la pasada campaña presidencial.
Son, en efecto, casi idénticas en los convocantes, en los asistentes, en la forma y en buena parte de las consignas, lo que no deja de ser desconcertante: ¿Qué podrían tener que ver unas protestas presuntamente motivadas por la muerte de un delincuente habitual negro, (San) George Floyd, a manos de un policía blanco, con un lejano conflicto entre dos pueblos que se alarga desde hace casi ochenta años? ¿Cuál puede ser la relación entre la lucha por la justicia racial en Estados Unidos y un contencioso territorial al otro lado del océano, a muchas millas de distancia?
Nada en absoluto, salvo el dato constatable de que ambas son causas muy queridas de la izquierda radical. Pero Walsh da una sencilla explicación para este aparente enigma: en caso de conflicto entre dos grupos humanos, la izquierda se decantará siempre por la defensa del menos blanco. Y aunque los judíos no siempre se identifican como blancos, y los palestinos no son ni remotamente subsaharianos, los primeros parecen más asimilables a la raza maldita, los opresores de fábrica, los colonizadores eternos, los blancos.
El núcleo de la cosmovisión izquierdista se revela cada día más con un odio destructivo hacia nuestra civilización, que da la funesta casualidad que fue creada en buena medida por europeos blancos.
En el centro de esa indignación izquierdista en Estados Unidos está, naturalmente, la esclavitud, el pecado original del país, que sólo puede purgarse con la extinción de los blancos y que está condicionando la vida política del país hasta extremos difíciles de comprender desde este lado del Atlántico.
Y, sí, es cierto que la inmensa mayoría de los 45 millones de negros de Estados Unidos son descendientes del medio millón de esclavos traídos de África entre los siglos XVI y XIX, aunque suele pasarse por alto el hecho de que estos esclavos eran vendidos a los traficantes por otros negros a cambio de las codiciadas mercancías del hombre blanco. Así, el rey de Benin llegó a protestar ante la corte de Jorge III de Inglaterra por la prohibición del comercio de esclavos de 1807, siendo así que la venta de esclavos constituía la base de la riqueza del reino africano.
Pero probablemente sería una sorpresa para todos esos seguidores de Black Lives Matter que se manifiestan con la acostumbrada ferocidad a favor de un pueblo musulmán saber que las civilizaciones islámicas, y muy particularmente las del Norte de África, capturaron a un número mucho mayor de esclavos que los llegados a las costas de Estados Unidos. Y aún sería mayor su sorpresa al conocer que la mayoría de estos esclavos eran blancos.
En su obra Christian Slaves, Muslim Masters, el profesor estadounidense Robert C. Davis presenta un excelente estudio de esta historia deliberadamente ocultada pero de la que nos quedan vestigios populares en España como la expresión «no hay moros en la costa». Porque fueron incontables las poblaciones costeras españoles que sufrieron las razzias de naves berberiscas incluso cuando España era ya el imperio donde no se ponía el sol.
Este siniestro tráfico funcionó aproximadamente desde 1500 a 1800, y durante los siglos XVI y XVII fueron más numerosos los esclavos conducidos al sur a través del Mediterráneo que al oeste a través del Atlántico. Algunos recuperaban la libertad a cambio de un rescate, otros realizaban trabajos forzados en algún sultanato del Magreb y muchos otros morían «amarrados al duro banco de una galera turquesa».
Uno de estos esclavos, Miguel de Cervantes, dejó testimonio literario de su cautiverio en varias obras, como Los baños de Argel, y se creó una orden religiosa, los Mercedarios, cuyos miembros aceptaban la esclavitud a cambio de la liberación de algún cautivo.
¿Cuántos europeos sufrieron esta suerte a manos de los sarracenos? Es muy difícil contabilizarlo porque, al revés que los comerciantes que traficaban con los plantadores del sur de Estados Unidos, los berberiscos no llevaban registros regulares. Pero el profesor Davis ha encontrado un método para realizar un cálculo aproximado. A partir del hecho constatado de que la tasa de mortalidad era más o menos del 20% anual y teniendo en cuenta que los esclavos no tenían acceso a las mujeres, por lo que la sustitución se realizaba exclusivamente a través de las capturas, Davis concluye que entre 1530 y 1780 hubo un millón o millón y cuarto de cristianos blancos europeos esclavizados por los musulmanes del Norte de África, superando sobradamente el número, generalmente aceptado, de 800.000 africanos transportados a las colonias de América del Norte y más tarde a Estados Unidos.
Fuente: "IDEAS", La Gaceta