Conozco casos de simpatizantes de Vox que brindaron al conocer la ruptura con el PP. Ruptura autonómica, precisemos. Habrá quien considere que esto es poco y que también hay que romper en los ayuntamientos y hasta en las juntas de vecinos. Para algunos, siempre todo será poco.
Hiciera lo que hiciera, Vox iba a tener en contra la corrupta opinión pública española y al vinagrato de los que nunca están contentos, pero de haberse mantenido su situación en estos momentos tendría poca defensa. Irse es bueno, y subsana el posible error de haber entrado.
La ruptura con el PP tiene un contexto y un objeto.
El contexto internacional es riquísimo, y no conviene entrar por no alargar lo que ya será demasiado largo; quedémonos en lo nacional: un calendario de cesiones del PP que antes viviríamos con normalidad y ahora sentimos como escandalosas. El apaciguamiento institucional tras la Amnistía y el reparto de la justicia en Europa ya no permitían mirar a otra parte. Aquí ha habido un cambio fundamental (recordemos Ferraz, proceso colectivo de toma de conciencia) y esto forma parte también de los efectos y del sentido de la ruptura.
En cuanto al objeto o motivo, hablamos de la inmigración. Vox decide que esta es una zona irrenunciable, cuestión vital y candente. No sorprende aquí que el PP haya acudido al argumento supuestamente humanitario propio del PSOE (tocado de cierto catolicismo profesional inconfundible). A partir de ahora, Vox podría y debería acusar al PP de colaborar argumentalmente con el tráfico de seres humanos y relacionarlo indirectamente con cada hecho criminal y de violencia que se cometa y, sobre todo, con las penurias que estas personas sufran en el futuro.
Las explicaciones que de la decisión de Vox se vayan dando no podrán, aunque lo intenten, evitar su efecto renovador y de frescura. Hay algo casi revolucionario en dejar el cargo, en renunciar a los cargos, en abandonar la moqueta.
De esta forma insólita, Vox restablece con sus votantes un pacto de naturaleza distinta al que tienen PP y PSOE. Ya sabemos que en el sistema político español no hay representación como tal, se vota a un partido que hace y deshace, pero aquí Vox ha renovado un contrato real con su votante.
La ruptura con el PP tiene otro calado y trascendencia «sistémicas». El pacto con el PP e incluso la coincidencia ideológica, argumental y de objetivos («el antisanchismo») arrastraban a Vox hacia la indefinición y el pasado, hacia los esquemas mentales del 78, cuyo núcleo es el reparto PP-PSOE, base del Consenso, que entre los dos adopta la descaradísima y atroz forma del Pacto de Estado. El sistema es un cuerpo social inteligente y tiene para Vox asignado el mismo papel que para el resto de nuevos partidos: recoger el descontento episódico, devolverlo en forma de votos, encauzarlo en las instituciones y, realizada esa tarea, ir desapareciendo educadamente y sin rechistar (la vía de la moderación).
Por eso, para existir, para poder ser, Vox tiene que ser antisistema. Es casi una ley política, una condición necesaria. La conllevancia feliz con el régimen y su espíritu, con sus pautas y lugares comunes, conduce a la muerte. Solo se puede durar estando en contra, igual que solo se puede boxear con un fuego dentro.
Y el momento en que se le dice a la opinión pública que el PP y el PSOE son lo mismo, hacen lo mismo, y piensan lo mismo, que son socios de largo aliento y con acta de matrimonio en Bruselas, en ese momento Vox deja de participar de la partitura del régimen, deja de actuar en esa representación inverosímil.
Se daba la paradoja de que Vox, que había llegado para romper, renovar y cambiar se había convertido en el paladín último de un régimen sin futuro, sostén leal y confiable de algo que ya daban por amortizado sus actores principales, embarcados subrepticiamente en otra cosa.
La ruptura tiene, por tanto, algo de contradicción al sistema, de paso en la dirección contraria, y es, en sus formas, inaudita, desconocida: el carguicidio, el sacrificio humano de los consejeros es una cosa marciana y contracultural.
Ha sucedido algo más. Algo provocado por la decisión de Vox pero que genera, a su vez, efectos nuevos: la actitud del mundo mediático del PP, a machetazo limpio ellos también, es incompatible con la normalidad democrática y crea una atmósfera de expulsión. El mandarlos «a su puta casa» que un periodista del moderantismo escribió hace unas horas es solo una muestra del encanallamiento antidemocrático, incivil, mafioso y machetero del peperismo, que siente el poder y las instituciones como suyas, patrimonio suyo.
Y ¿no lo son en cierto modo? Esta putrefacción es suya, del PSOE y de los separatistas. Vox allí solo será aceptado como mayordomo. El clasismo político del PP es el de tanto señorito irritante que aunque se muestre desleal con el régimen anterior sabe íntimamente que las cosas le pertenecen porque las dejaron papá y el abuelo. Es un clasismo estructural. El PP siente que todo es suyo, y hasta el cogobierno parecía un estar en casa ajena.
Y no es que Vox decida, es que le van a decidir, ya le han decidido, van a decidir por él porque ya ha sido señalado como enemigo, quiera o no. Lo que viene es una travesía desértica existencial. Habrá delirios, oasis fake, camellos con tres jorobas… Pretenden acabar con Vox y a ello dedicarán todos los esfuerzos y medios, que son muchos. No hay ya diferencias entre la irrealidad y propaganda socialistas y las del PP. La abyección del régimen acaba produciendo resultados parecidos.
En el odio a Vox ha habido también una ira distinta: la que provoca sentirse retratado, dejado en mal lugar. Odiamos la virtud, aunque venga del cálculo político. Queriendo o sin querer, Vox va describiendo la fibra moral del sistema. El «honor», cualquier acto que busque conectar con esa ratio española (valga la expresión) pone frenéticos a quienes viven como si eso también fuera fascismo.
Traer una gota de honor al 78 como ha hecho Vox, ¿qué efecto tiene? Es echarle agua a los gremlins…
Vox recompone el contrato con sus votantes, se sale de la tónica moral y de las costumbres del 78 (de sus mores, ¡por las mores a los moros!) y señala el pacto indecible PP-PSOE, y esto descorre el velo, pues todo se ha montado sobre la oposición de uno y otro, eternizando el «pimpinelismo» (que en el fondo era reparto) en el derecha vs izquierda.
Por eso la guerra civil es tratada así en España. Responde a un entendimiento mutuamente útil. La simplificación maniquea sirve al PSOE y en parte también al PP. Se asimila con la guerra mundial y se le da a todo el mismo trato: el demoliberalismo contra el fascismo. Se empaqueta nuestra guerra civil como parte de la Segunda Guerra Mundial y así se asimila totalmente el orden eternizado del 45, base del globalismo, con su estructura de buenos, de malos, de argumentos… Todo lo que emerja será siempre extremismo anti45.
Pero al señalar como hizo Abascal que el PP es socio del PSOE, algo de eso se derrumba, y al colocar en el centro de la acción política la inmigración, también, en la medida en que inmigración es soberanía y desacato al globalismo.
Por esto, la ruptura de Vox pone a Vox ante una gran responsabilidad.
Vox renueva y honra el «contrato» con sus votantes y por eso afronta consecuencias: pierde poder, sus cuadros sufren el quebranto personal y económico, padece una demonización encarnizada y además de esos sacrificios, el partido se coloca bajo una nueva constelación, se reorienta un poco, inevitablemente su discurso se decanta, pasa de la proximidad con la cosmovisión pepera, del clasicismo derecha-izquierda a otra cosa, a nuevos enemigos sin dejar los anteriores y esa actualización antiglobalista, antigolpista, popular, democratizadora y nacional exigirá un cierto cambio en el discurso y una nueva apertura.
No solo se sale o le sacan del régimen, se coloca bajo nuevos dioses en nuevas coordenadas. La sensación es que esa decisión es fértil, autogeneradora, tan renovadora que en sí misma obliga a coherencia, como los exigentes estatutos de un nuevo comienzo.
Irse, romper, es dificilísimo porque genera una libertad que asusta y con la que no sabemos muy bien qué hacer. Vox la tiene ahora en las manos, en el cuerpo, en la palabra. Poder hacer, poder decir. ¿Qué hacer con esa libertad? Ojalá usarla, pues sería la forma de compartirla, de ofrecerla a los demás. Se quiera o no, Vox no es solo un partido, es también un espacio-carpa-éxodo o caravana de discrepantes, de exiliados interiores, de tradiciones políticas españolas y nuevos expulsados. Por eso, aunque la lógica de los partidos sea el cierre de filas, todo anima a la apertura, la acogida, la incorporación…
¿No sentimos en la libertad que Abascal ganó el otro día la posibilidad de un poquito más de libertad en nosotros?
La sensación es que el jueves, Vox salió de la vieja casa, dio un portazo definitivo. Quedarse en las inmediaciones sería mal visto; habría murmuraciones detrás de los visillos. Ahora solo queda dar un paso y luego otro y otro más…
© La Gaceta de la Iberosfera
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