Aunque con algunas diferencias de matiz, Tito Livio y Plutarco narran la historia fratricida de Rómulo y Remo. El primero, en el acto de fundación de Roma, se encarga de arar el surco de la nueva ciudad, siguiendo el rito etrusco. Dignificado para el sagrado acontecimiento, Rómulo prepara el arado con una reja de bronce y la sujeta al yugo, uniéndolo a un toro por fuera y a una vaca por dentro, ambos completamente blancos. Sujetando el timón del apero en ángulo, de modo que la tierra excavada quede hacia dentro, traza hábilmente el surco primitivo en sentido contrario a las agujas del reloj. La urbs se construye sobre la base del límite sagrado, que determina su espacio, distinguiéndolo de la otra parte de sí misma.
Remo, habiendo salido derrotado de la disputa augural, intentó frustrar las operaciones burlándose de su hermano: «Al fin —relata Plutarco— cruzó el foso, pero cayó derribado en aquel mismo lugar, según unos por el propio Rómulo, según otros por un compañero de Rómulo llamado Cælere». Tito Livio también relata directamente las palabras pronunciadas por Rómulo en el punto álgido de su ira, después de haber cometido el fratricidio: «Morirá en lo sucesivo quienquiera se atreva a saltar así mis murallas».
El mito plantea, a su manera, una posible solución ante litteram del dilema de Antígona formulado por Hegel. Para Rómulo, no hay duda: la ley de la urbs prevalece sobre el vínculo ético familiar, sobre todo cuando éste, en lugar de respetarla, vulnera la justa medida. Pero, sobre todo, la narración mitológica habla de la sacralidad de la frontera como límite que define una identidad —en este caso, la identidad política y cultural de Roma—, delimitándola y diferenciándola de lo que no lo es. Sin frontera no puede haber identidad, que es el fundamento mismo de la existencia de la diferencia, que presupone siempre la pluralidad de identidades no coincidentes y, por tanto, separadas entre sí. A su vez, sin identidad tampoco puede haber relación, que es, por su propia esencia, una relación entre identidades con límites precisos. Estos últimos marcan el fin de una identidad y el comienzo de la otra, así como la posibilidad de un nexo relacional, distinto del derivado del abuso de la una en detrimento de la otra, como ocurre al producirse una invasión.
La civilización de los mercados sin fronteras
Tal es la civilización que da lugar a una invasión permanente que, desde luego, no tiene por objeto fomentar las relaciones entre los diferentes, ni siquiera en forma de diálogo. Éste, como sugiere inequívocamente la palabra griega (διάλογος), implica siempre una distancia y, por tanto, un claro umbral que separa a los dialogantes, que no son sino identidades diferentes colocadas en una relación de amistad mediada por el lenguaje.
Por el contrario, la invasión del mercado, que es el imperialismo de lo neutro indiferenciado, aspira a producir la supresión de las diferencias y las identidades para que todo caiga en el abismo de lo idéntico y globalmente homologado. En sentido estricto, la propia globalización bien podría concebirse como la neutralización de las diferencias y las identidades, y como el tránsito de todo el planeta hacia lo neutro global, sin fronteras materiales o inmateriales, nacionales o identitarias. Es la venganza post mortem de Remus y su afán de invasión, de neutralización de las fronteras que diferencian una identidad de otra.
En este sentido, lo que hemos explicado en otro lugar en relación con el nexo entre Estados-nación e internacionalismo se aplica al vínculo entre identidad y diferencia. La relación amistosa del internacionalismo presupone la existencia de Estados-nación soberanos, liberados de sus impulsos nacionalistas en un sentido regresivo. En cambio,
La supresión de los Estados-nación no conduce al internacionalismo, sino al globalismo de mercado
la supresión de los Estados-nación soberanos no conduce al internacionalismo, sino al espacio abierto cosificado del globalismo de mercado, que es la unificación del mundo bajo la bandera de la economía de mercado, liberada de las limitaciones de la política soberanista.
Asimismo, carece del menor senrtido pensar que se puede fomentar el diálogo entre los diferentes disolviendo las identidades. Bajo esta premisa, sólo surge la monotonía de lo indistinto, que se da como homologación consumista de identidades y, conjuntamente, como triunfo planetario del Pensamiento Único: el único permisible. Quien no acepta perder su identidad y homogeneizarse con el otro de sí mismo, es considerado alguien, simple y llanamente, ilegítimo y peligroso. Y como tal es tratado, es neutralizado y reeducado hasta la indiferenciación. Por tanto, incluso en este caso, no prevalece este diálogo entre diferentes, que siempre presupone que los diferentes lo son y tienen su propia identidad específica. En cambio, a escala global triunfa lo mismo: la misma lengua, el mismo pensamiento, la misma forma de ser y de producir, de vivir y de relacionarse con los demás.
En el plano de las identidades, como en el caso de los Estados-nación, también se aplica la identificación de dos polos abstractamente opuestos y concretamente complementarios. El nacionalismo regresivo y el globalismo de mercado se realizan el uno en el otro: el nacionalismo regresivo, que tiene en sí mismo el impulso de atacar al otro en su propio nombre, se realiza en el globalismo. Este último es la fase final del nacionalismo, ya que coincide con la subyugación de todo el planeta bajo el dominio de la única nación triunfante, cuya moneda es el dólar y cuyo idioma es el inglés de Wall Street. El nacionalismo se cumple en el globalismo, que lo presupone.
Tampoco es distinto el vínculo que puede establecerse entre el identitarismo regresivo y el cosmopolitismo antiidentitario. El primero aspira a negar la identidad del otro, y por tanto la diferencia, mediante la imposición universal de la propia. El segundo coincide con la malvada universalización de una identidad que en realidad no es tal, pues no admite la diferencia y, por tanto, como Remus, no respeta la frontera que, al separarse del otro, define lo propio. El identitarismo regresivo se cumple en el cosmopolitismo antiidentitario que lo presupone y tiene en común con aquél la negación del derecho a la diferencia, suprimida en nombre del propio imperialismo de la particularidad.
Y éste, como sabemos, es otro nombre de la ideología, que es la «voluntad abstracta de lo universal» y el triunfo concreto de lo particular. Pero lo universal, en su sentido auténtico, nunca es lo que se impone como universal, sino lo que existe como universal concreto, que no anula las particularidades, sino que se realiza en ellas y por ellas. Esto nos permite afirmar, una vez más, que la identidad sólo puede existir en presencia de la diferencia y que, en consecuencia, se da por definición, declinada en plural, como nexo entre distintas identidades.
La tarea de la cultura, que sin duda es también y no secundariamente la de educar para la identidad, sólo puede decirse que se logra con éxito cuando produce respeto por la diferencia y por la consiguiente conexión que se genera entre diferencia e identidad. Nada, en definitiva, se aleja más sideralmente ni del mezquino identitarismo tribal, que niega al otro en nombre de sí mismo, ni del «vacío final» del cosmopolitismo antiidentitario, el cual vende la fantasía de fomentar el diálogo entre los diferentes negando su identidad y, por tanto, la premisa misma de todo diálogo.
La cultura es, en sentido propio, educar para la identidad
La cultura es, en sentido propio, educar para la identidad y, por tanto, para la autoconciencia, entendiendo que esto sólo es posible si al mismo tiempo se educa para el reconocimiento de la diferencia.
Esta última no debe interpretarse ni como una supervivencia no deseada del extraño, que debe hacerse idéntico y neutralizarse, ni como una realidad extraña, con la que es imposible a priori cualquier confrontación. La diferencia exige, al contrario, ser pensada a la manera de Sinoza, como uno de los distintos atributos de la sustancia única, diferenciada en sí misma —un atributo que, por tanto, no debe ser negado en nombre de la identidad indiferenciada, sino valorado en su ser como manifestación distinta de la sustancia misma—. De ahí la necesidad de una educación en la polifonía y la diferencia, que sólo pueden reconocerse y apreciarse si se posee la propia identidad.
En antítesis a las perspectivas del identitarismo regresivo y del cosmopolitismo antiidentitario, la humanidad existe como colectividad única; si se quiere, también como Unidad articulada y como Totalidad diferenciada, como pluralidad de identidades y diferencias, en la que la unidad del género humano se expresa de múltiples formas. Amar verdaderamente a la humanidad significa, pues, amar las diferencias y las identidades que la componen, sobre todo el amor a la propia identidad cultural, al propio pueblo, a la propia lengua, al propio territorio. Significa respetar la frontera como símbolo de identidad y justa medida, y por tanto como barrera contra la invasión, contra la desidentificación y contra lo ilimitado.
© Posmodernia