Carta de despedida de Emma Nogueiro, viuda de Sánchez Dragó: "No habrá después"

"Alguna vez tenía que ser. Esto no hay quien lo evite."

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Cuando Fernando y yo nos abrazábamos en la cama, algunas veces para dormir, otras, después de una batalla de amor, él me preguntaba: «¿Y después de mí?». Y yo le respondía: «Después de ti no habrá después, amor mío». Conocí a Fernando siendo una joven de veinticuatro años y lo vi morir a mis treinta, siendo ya una mujer. Él me hizo ser mujer, además de otras muchas cosas. Por eso, Fer, amor mío, allá donde estés, has de saber que no habrá después. Este periódico, con el que tú colaborabas, me ha pedido que te escriba una carta. ¿Y qué puede decir ahora esta mujer que ha perdido a su hombre, a su amigo, a su compañero, a su amor? Nos dijimos tantas cosas y quedaron tantas por decir…

Lo primero que descubrí sobre ti fue que eras, además de un tipo muy simpático, una persona más chula que el Capitán Trueno; un guapo, y un escritor de culto y de cabecera con una de las plumas y mentes más privilegiadas del país, un hombre bueno. Muy bueno. Extraordinariamente bueno. La bondad te brotaba en desorden, como crecen las amapolas en el campo, y por eso todos te queríamos. Bueno, yo, además de quererte, te amaba. Perdón: te amo. Hoy y siempre.

Fernando, ya desde lo alto de su existencia, fue para mí un hilo de oro del que se puede y se debe tirar para aprender a encontrar lo que uno quiere. Herman Hesse, «Demian: No soy un hombre que sabe. He sido un hombre que busca y lo soy aún, pero no busco ya en las estrellas ni en los libros». Comienzo a escuchar las enseñanzas que mi sangre murmura en mí. Fernando era él mismo, eliminando sus obstáculos, despejando sus caminos, descubriendo para él la mágica actividad de seguir adelante, de sonreír, de dar certeros golpes de timón ante las embestidas de la madurez, dejando que su vida viviese, gobernando únicamente con el áspid de las ganas de vivir y sellando la garantía de que, incluso al final de todo, con voluntad, aún iba a sobrar vida para ser, suficientes mujeres para amar, muchos libros por escribir, demasiados caminos para trillar y algo de tiempo para cumplir con todo. Por eso, o, más bien, gracias a eso, Fernando era un hombre que, con el adorno de los libros, los viajes y las aventuras, supo sonreír a la vida para que ésta también le sonría. Un himno a la alegría de vivir. Vivir sin miedo a la muerte, ni al mañana ni al ayer, ni al qué dirán, ni al no pasarán. Me atrevo a decir que, por momentos, su alegría se imponía a su sabiduría.

Ahora, mientras escribo, miro una de nuestras fotos. Me asomo al borde de ese estante, del estanque dorado, como nosotros decíamos, remuevo sus aguas y estallo en la misma nostalgia que Machado le dedicó a Guiomar. Fernando, que te me has muerto en mis brazos, dime ahora cómo hago de esa morriña algo bueno y a vivir con ella en el presente. De lo contrario, me decías algunas veces, no vivirás; sólo recordarás o aguardarás. Y nada de eso pertenece a la realidad. Tenía razón. Y añadió que el recuerdo conduce a la melancolía y la nostalgia, porque lo recordado -si fue hermoso- ya pasó, o al remordimiento y la rabia, cuando el recuerdo no es grato. La anticipación, si va acompañada de expectación, genera deseo (el origen del dolor, según Buda) y ansiedad o, en el caso contrario, conduce al temor. Volvía a tener razón. Así, y con él, aprendí que vivir sólo y siempre en el 'hic et nunc' no es garantía de felicidad, pero la felicidad sólo es posible en el 'hic et nunc'. Aquí y ahora, en definitiva, por bueno o malo que eso sea. Lo demás, no existe. Primera lección. Con Fernando, además de otras muchas cosas, aprendí que ahora que no hay selvas por descubrir, me empujó a explorar mi inconsciente. Es la mayor aventura que en esta época tenemos por delante. Aprendí y ahora puedo decirles: háganlo, vayan despacio. Poco a poco. Y si no les sale a la primera, sigan el consejo de Da Vinci: «¡No les resultará difícil detenerse de vez en cuando para contemplar las manchas de las paredes o las cenizas de una hoguera o las nubes o el barro o cosas así, en las que podréis encontrar auténticas maravillas!» La vida no acaba ni empieza. Es un camino abierto por los dos extremos. Se trata de vivir como si no anocheciera.

También me susurró cada noche que, efectivamente, todo está en los libros, que son como un único trago de café que debemos paladear para aprovechar al máximo. Fernando, sin saberlo, me mostró que todos y cada uno de los volúmenes que pasaran por mis manos debían prestar un doble servicio y que yo, y sólo yo, era la responsable de que dos normas se cumpliesen al leer. La primera: que las páginas me llevasen al País de las Maravillas; y la segunda: que me obligasen a buscar lo nuevo en el fondo de lo desconocido. Y entonces todos los libros cobraron vida: El viaje de Ulises y el de Eneas, el de Teseo, el de Jasón y los argonautas, el de Dante... Y así de título en título hasta llegar a Stevenson, a Conrad, a Kipling, a Jack London, a Hemingway, Shelley, a Keats, a Henry Miller, a Schiller e incluso a Andersen.

Parafraseando a Borges... Como todos los actos del universo, la lectura de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio... Eso eras tú, Fernando. Eso sigues siendo.

Alguna vez tenía que ser. Esto no hay quien lo evite. Sólo por una razón me entristece tu muerte: porque ya no voy a volver a verte. Por lo menos hasta que me muera yo también. Eras, eres, la persona más honesta y más íntegra que he conocido. Quizá te quise, te quiero, por eso.

Te has metido en mil líos, has pasado por cárceles y guerras, has atravesado varias veces el Sáhara cuando nadie lo hacía, has recorrido el Tíbet, Mongolia, Yemen, Bhután, el Triángulo de Oro, la Ruta de la Seda, el Mekong, El Nilo, los Fiordos de la Patagonia y el litoral de Fukushima. Y encima has vivido en tres continentes, has viajado por cien países, has sobrevivido a no sé cuántas experiencias conyugales, has publicado decenas de libros, has probado de todo. Sólo te faltó ir a la Luna, pero sospecho que ya debes de andar por allí.

¿Sabes? Me gustaría morirme como tú. Te has muerto en tus cabales. Te has muerto como Stevenson. ¿Recuerdas aquel epitafio? «Bajo el inmenso y estrellado cielo, cavad mi fosa y dejadme yacer. Alegre he vivido y alegre muero. Pero al caer quiero haceros un ruego. Que pongáis sobre mi tumba este verso: Aquí yace donde quiso yacer; De vuelta del mar está el marinero, de vuelta del monte está el cazador». Y, además, te has muerto en mis brazos, cogido de mi mano.

Amor mío, todavía te sigo llamando así. Me gusta pensar que la muerte no es nada, que sólo pasas a la habitación de al lado. Para mí eres y seguirás siendo. Te daré el nombre que siempre te he dado y hablaré de ti como siempre lo he hecho. Mi tono no será solemne y triste, será alegre. Y le daré las gracias a la vida por todo lo que me ha dado contigo.

Gracias a ti por toda la felicidad que me has dado. Voy a recordar siempre los momentos de felicidad que vivimos juntos y esos recuerdos me servirán de ayuda en momentos tristes. Desde este otro lado trataré de ser feliz y de que sobreviva en mí el espíritu de alegría que compartíamos.

Hazme un favor: no pierdas nunca esa maravillosa sonrisa que iluminaba el mundo. Hazlo por el amor que sentí -que siento todavía cuando escribo ahora- por ti. Con ese inmenso amor pienso y pensaré siempre en ti. Y en tus manos, porque cuando me agarraba a ellas sentía que la vida sonreía.

Fernando consiguió lo que nunca nadie antes había logrado: que yo pida que mi camino junto a él sea largo, y que sean muchas las mañanas de verano cuando, con placer, yo llegue al mismo puerto para descubrirlo intacto como la primera vez.

Te envío un beso muy largo, interminable. Y te seguiré. Recuerda que, más allá del bien y del mal hay un jardín. Allí te veré la próxima vez. Hasta entonces quiero que sepas que estoy detrás de ti, que si estiras la mano podrás alcanzar la mía. Te deseo un viaje bueno, largo y cargado de aventuras. Adiós, amor mío. Amor eterno. Te veo por el camino. No te vayas muy lejos, que iré a buscarte en cuanto pueda. ¿Recuerdas la canción sanjuanera que cantamos antes de morir? «Quiero escuchar de tus labios, de nuevo cariño mío, la promesa que me has hecho, a la orillita del río. La promesa que me has hecho, en las Bailas junto al Duero, de quererme para siempre lo mismo que yo te quiero». Que así sea.

We shall overcome, mi amor. No nos moverán.

© La Razón

 

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