La fiesta de toros moderna, cuyos inicios podemos situar a finales del siglo XVIII dentro de una España en transición hacia el afrancesamiento, era un espectáculo verdaderamente moderno, pudiendo calificarlo como la primera industria del espectáculo, no sólo en nuestro país, sino en todo el orbe. Veamos por qué.
En primer lugar, por el negocio que ha supuesto desde sus inicios este arte, bien para que instituciones religiosas o benéficas recaudasen fondos, bien para ganancia de toreros, empresarios y ganaderos. No hemos de olvidar el nacimiento, junto con las corridas de toros, de la prensa especializada (El Enano, La Lidia) o la radio, cuya primera retransmisión de una corrida tuvo lugar el 8 de octubre de 1925. Por supuesto, destaca la importancia de la construcción de los enormes coliseos que son las plazas de toros, teniendo en cuenta que, desde la Antigüedad, no consta la erección exprofeso de tales moles arquitectónicas destinadas exclusivamente a albergar este tipo de espectáculo.
Toda función de masas cuenta con unos protagonistas destacados. En el caso que nos ocupa, los toreros se convierten en actores y protagonistas de la representación. En su mayor parte, se trata de personajes salidos de los más bajos fondos de la sociedad que, a través de este oficio, se convirtieron en los artistas mejor pagados de la época. Pepe Hillo, por ejemplo, en 1773, cuando empezaba su carrera y era uno de los toreros peor pagados de Madrid, ganaba 4.500 reales por 15 corridas. En 1790, ya figura, la suma ascendía a 28.000 reales por 14 corridas. En 1800, por 11 jornadas de trabajo percibiría la nada desdeñable cantidad de 30.800 reales. Esto suponía ingresos anuales iguales al 5% de los hombres más ricos de la capital, salario similar al de un consejero real. Los espadas más modestos, tanto toreros como banderilleros, con unos 5.000 reales anuales, podían permitirse una modesta comodidad burguesa. A finales del siglo XIX, las 5.000 pesetas que cobraban por corrida Frascuelo, Lagartijo y Mazzantini superaban el salario anual de un profesor de bachillerato y equivalían al del mejor pagado profesor de universidad o ingeniero de minas, así como a lo que ganaba en dos meses un capitán general o el presidente de la Corte Suprema.
Las ganancias de los toreros eran muy superiores a las de los mejores atletas profesionales de otros países. Así, las estrellas de cricket en Gran Bretaña ganaban 275 libras al año, y los de fútbol 208 (6.875 y 5.200 reales respectivamente), mientras que el salario de un jockey se situaba en torno a las 5.000 libras anuales (125.000 pesetas).
No solo buscaban buenos emolumentos los toricantanos que empezaban en esta dura profesión. También les movía el deseo de fama, y es que los toreros, a finales del siglo XIX, habían logrado la más alta popularidad en una sociedad capitalista: la capacidad de vender productos con sólo anunciarlos. Como auténticas celebridades, pronto fueron corrientes los anuncios de vinos, papel de fumar o sombreros.
Desde el extranjero se veían las plazas de toros como el único sitio de España donde imperaban los principios de una sociedad liberal
Una tarde de toros no es tal sin la afición que envuelve el acto antes, durante y una vez finalizado el festejo. A diferencia de otros espectáculos, la muchedumbre taurófila es un público perfectamente respetable que, en el transcurso de las dos horas que dura el rito, se convierte en autoridad. Para Merimée, autor de Carmen, “en la plaza, y sólo allí, el público manda como si fuera soberano y puede hacer y decir lo que le plazca”. Desde el extranjero se veían las plazas de toros como el único sitio de España donde imperaban los principios de una sociedad liberal. Señalaba Richard Ford: “todas las categorías sociales se funden en una homogénea masa humana; su buen humor es contagioso, (…) la libertad de palabra es absoluta, (…) todo sucede como en un Parlamento”. Nada más cierto, pues Sobaquillo decía que “la plaza de toros es el único sitio donde se borran y desaparecen por completo todas nuestras divisiones políticas, religiosas y regionales”.
No podemos olvidar que el espectáculo taurino, como todo arte, se encuentra sometido a unas determinadas reglas, contando con su propio reglamento. El primero verá la luz en el año 1848 en Cádiz, siendo redactado por Melchor Ordóñez. Aparte de las reglas oficiales, cuenta, desde 1796, con las Tauromaquias, siendo las de Pepe–Hillo y Paquiro (esta última de 1836) las más destacadas.
Por último, mal que les pese a algunos, los toros van íntimamente ligados a la política, desde el Medioevo, en la celebración de coronaciones, bodas o bautizos hasta los últimos dos siglos en los que, independientemente del sesgo ideológico del gobierno de turno, los toros fueron siempre motivo de celebración patria.
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