Jep Gambardella, el protagonista de 'La Grande Bellezza', encarnado por Toni Servillo

La pequeña belleza

En el histrionismo con que se dibuja ese mundo se roza con frecuencia lo caricaturesco, pues la caricatura, el esperpento, son el correlato adecuado a este tiempo de claudicaciones.

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Pronto se van a cumplir diez años de aquello. Jep Gambardella pasea lánguidamente por una Roma que transpira su mismo aire de indolente lasitud. Escuchamos la voz de sus pensamientos. «¿Qué es lo que más te gusta en la vida?», le preguntaban sus amigos en la infancia. «El olor de las casas de los viejos», respondía él. Y su conclusión: «Estaba destinado a la sensibilidad. Estaba destinado a convertirme en un escritor. Estaba destinado a convertirme en Jep Gambardella».

De la mano de Sorrentino, el director de La gran belleza, y en el curso de una simbiosis prodigiosa, la ciudad milenaria y el escritor de 65 años exhiben las cicatrices de su fatiga ante los ojos de un espectador que para cuando concluya la película acaso todavía se esté preguntando por el sentido de la historia que acaba de desarrollarse en la pantalla.

¿Una historia? No exactamente. Porque La gran belleza no se deja someter a la clásica estructura narrativa. Hay un envoltorio, fastuoso unas veces y chabacano otras, y en ese contraste se sostiene la potencia visual de una película que ha adelgazado su argumento hasta el límite de lo posible. No hay una trama precisa, sólo

Un personaje, vividor y desencantado, reflexivo y escéptico, alrededor del cual gravita un mundo que se descompone

un personaje, vividor y desencantado, reflexivo y escéptico, alrededor del cual gravita un mundo que se descompone. En el histrionismo con que se dibuja ese mundo se roza con frecuencia lo caricaturesco, pues la caricatura, el esperpento, son el correlato adecuado a este tiempo de claudicaciones.

Por lo demás, buscamos en Gambardella algo que arroje pistas sobre la profundidad de su hastío. En su juventud escribió una novela, conoció un cierto éxito, pero luego ha dedicado lo mejor de sus años al periodismo de sociedad. Para acometer otra novela aguarda el momento de la gran inspiración, de la calma sublime, de la paz iluminadora, pero, por otra parte, qué sentido tiene eso, si nada perdura y todo está destinado a naufragar en el tiempo: el amor, la amistad, el arte. Todo. Roma nos muestra sus ruinas, pero también el espectáculo de una sociedad que agoniza, poblada de personajes inverosímiles, fatuos antihéroes de la caída, y Gambardella se acompasa al esplendor de la vieja urbe mediante el ornato de un porte exquisito y el suave desplante de una elegancia en la que sin duda hay mucho de vanidad, pero en la que también, por qué no, campea el testimonio de un gesto que le redime y le enaltece, la réplica desdeñosa a la atmósfera de mediocridad en la que nos asfixiamos a diario.


Cómo no simpatizar con el viejo Jep. Cómo no compartir una porción de ese desencanto que lo paraliza, de ese «para qué» si después de todo nos aguarda la muerte y el olvido, y lo único que importa es el instante justo en que la vida palpita, aunque luego, tras cada noche de farra, llegue el amanecer, con su luz pesarosa y un olor de habitaciones vacías y la ráfaga de aire gélido que te atraviesa las entretelas del alma en el momento mismo en que descubres que otra vez te has quedado solo. Cómo dejar de apreciar sus flirteos con la épica del descreído que a él le salen tan bien, si desde muy pronto aprendió a reconocer la calaña de los que se creían destinados a heredar la tierra, el hedor de la chusma de arribistas y parásitos contra los que nada valían ni la cultura, ni la belleza, ni la justicia, ni la bondad.

De modo que claudicó, se unió a ellos, aunque no del todo, pero se mimetizó, lo hizo, para seguir viviendo en una cierta calma al borde siempre de la desesperación, sin fe, sin ilusiones, pagando el precio de ser alguien un punto más sensible y lúcido que el resto de sus compañeros de generación a los que ya sólo se siente capaz de ofrecer un levísimo consuelo. «No nos queda otra que mirarnos a la cara ―les dirá―, hacernos compañía, bromear un poco, ¿o no?». 

Y entonces quiere uno imaginar que hubo un tiempo en que, como la princesa triste del poema de Rubén, Jep también esperó, porque creyó. Creyó que la gran belleza irrumpiría un día para cegar el flujo de tedio que ya empezaba a segregar su vida, y eso le mantuvo firme en su altivez, apuntaló momentáneamente su desacato, pero ahora la época, con su nihilismo de baja estofa y su prole insufrible de narcisos de pacotilla lo ha engullido por completo, y ya no le queda sino el cansancio acumulado de la espera, el fulgor de algún instante de placer y una inveterada propensión a divagar en solitario.   

La gran belleza puede entusiasmar o repeler, pero al margen de la reacción que nos suscite, lo que no debemos negarle es el mérito de haber atrapado en su desmesura y su delirio el aire de esta épocaA los diez años del estreno de la película, Jep Gambardella es el oráculo que con su voz profunda cuajada de resabios tristes nos sigue avisando de que tras el espejismo de la gran belleza nunca hubo nada. ¿Entonces? Entonces sólo cabe mirar de frente a la realidad de cada día, aferrarnos a las certezas que nos transmite y rescatar, de debajo de la mugre con que el espíritu del tiempo se empeña en sepultarlos, los vestigios de esa otra belleza, pequeña y temblorosa, que siempre nos ayuda a respirar.

© La Gaceta de la Iberosfera


Apostilla de EL MANIFIESTO

Son curiosos los ecos y entrecruzamientos literarios que pueden producirse de forma totalmente independiente entre sí. Así, a la lectura de este notable artículo de Carlos Marín-Blázquez, me resulta imposible (pese a la poca elegancia de autocitarse uno) no referirme las líneas con las que concluye mi novela El deber de lo bello.

Evocando la misma La Grande Bellezza —sin duda, la mayor película del siglo XXI—, y al término de una esperpéntica orgía montada por las “élites” de nuestro tiempo, el protagonista reflexiona del modo siguiente:

«Y mientras olvidándolo todo y olvidados de todos, Álvaro y yo seguíamos avanzando, me acordé de la sonrisa esquinada y triste que en La Grande Bellezza se dibuja en el rostro de Jep Gambardella mientras, paseando por entre los invitados de la fiesta celebrada en una terraza que da al Coliseo, va abriéndose paso entre los festivos abanderados de la Nada.

»Y entonces caí en la cuenta de que no, no es lo que parece: aquella sonrisa triste es quizás la más poderosa de todas. Es la de un vencedor. Es la sonrisa de quien, de vuelta de todo, apostando por lo que más cuenta, por la Belleza, por la grande, se olvida de los paladines de lo feo, de los adalides de lo siniestro. Ni se los mira. Y despreciándolos con una mue­ca, los va apartando del camino mientras él se mantiene, impertérrito, en pie.»

Javier R. Portella

El deber de lo bello, Ediciones Insólitas, Madrid, 2022

 

 

 

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