El brutal eclipse de la cultura religiosa se remonta a mediados de los años sesenta, es decir, coincide con el fin de la modernidad; ahora bien, desde entonces, esto ya representaba una ruptura considerable. Se puede decir que la época que precedió a la llegada de la modernidad privilegiaba la determinación del pasado. Transmitida de generación en generación, la religión desempeñaba un papel esencial que limitaba las aspiraciones y los comportamientos humanos; la sociedad global vivía bajo un régimen de heteronomía relativa. La modernidad reemplazó la determinación del pasado por la determinación del futuro, con lo que hizo pasar a la sociedad de un régimen de heteronomía a uno de autonomía. Dicha autonomía, vinculada con el desarrollo del individualismo, se mantuvo, sin embargo, como algo relativo. En muchos aspectos, los grandes sistemas ideológicos modernos no han representado más que transposiciones profanas de los sistemas religiosos que les habían precedido. Todos los grandes conceptos políticos modernos tienen un origen teológico (Carl Schmitt), y la manera moderna de «hacer política» frecuentemente adquiere la forma de un apostolado secular: actitud de sacrificio, don propio, confianza absoluta en la doctrina y en los jefes, compromiso incondicional a largo plazo.
Ambos modos de determinación, el modo premoderno y el modo moderno, se han eclipsado sucesivamente; el primero simplemente ya no se escucha; el segundo es cada vez menos creíble. La creencia religiosa implica una autoridad que proviene del pasado (la tradición como modelo); la creencia política, una autoridad que dimana del futuro (la colectividad se convierte íntegramente en creadora de sí misma; ella misma se engendra dentro de una visión del tiempo comandada por la idea de progreso). El momento posmoderno reside en la liberación de esa doble autoridad; corresponde a la determinación del presente. En el mundo posmoderno todo es asunto de preferencias y elecciones individuales o interindividuales que ya no están determinadas por el modelo fundacional ni por un proyecto de futuro, sino por la voluntad de afirmarse o por una necesidad inmediata de identidad.
En el pasado, ya sea bajo el régimen pagano o bajo el cristiano, la religión siempre fue un modo de estructuración de la sociedad global; hoy, ya no estructura nada. Las sociedades estructuradas por la religión siempre han sido, además, sociedades tradicionales. La autoridad en donde prevalece la Iglesia, por ejemplo, siempre es anterior tanto al momento presente como independiente de la voluntad humana; la sociedad moderna ha expulsado a la tradición. Ciertamente, la noción de «sociedad cristiana» se ha idealizado con mucha frecuencia, pero jamás ha habido una sociedad unánime. Algunos historiadores piensan, incluso, que Europa no fue verdaderamente “evangelizada” a profundidad más que en los siglos XVIII y XIX. No es menos cierto que la Iglesia permaneció, durante siglos, como la institución que, por toda Europa, daba el tono en el triple registro de las creencias, los valores y las conductas; dicha época pasó. Confinada al espacio privado o a las manifestaciones públicas en donde es una asociación entre otras más, la Iglesia ya no es, desde hace mucho tiempo, la llave maestra de la sociedad global; es lo que reconocía René Rémond en una obra donde se preguntaba, en tanto creyente, sobre la pérdida de la fe: «La Iglesia debe considerar esta realidad: ya no está para imponer sus opiniones a la colectividad».
A partir del siglo XIX, la laicidad constituyó el principio (de origen liberal) que legitimó la separación de las iglesias y el Estado. La distinción clásica de lo espiritual y lo temporal se redefinió entonces bajo una nueva óptica: las iglesias fueron excluidas como tales de la esfera pública, y su campo de acción se vio reducido a la sociedad civil. El Estado –hay que subrayarlo– no es, en principio, hostil a la religión, sino sólo a las pretensiones terrenales de la Iglesia; tampoco busca sustituir a la Iglesia decidiendo en su lugar los valores y las normas que deben regir a la sociedad: supone, más bien al contrario, que el poder público debe permanecer «neutro» en este terreno, es decir, no tiene que proponer un modelo particular de «vida buena» (Aristóteles), un modelo peculiar del bien, sino que más bien tiene que respetar o garantizar la pluralidad de convicciones y de valores que tienen lugar en la sociedad civil. La paradoja es que la Iglesia debe crearse, entonces, un lugar en tanto institución –en una sociedad civil que se define en oposición, justamente, a la esfera institucional– como la esfera de la intimidad individual y de los intereses privados. La Iglesia reencuentra, pues, una legitimidad en tanto institución privada, pero a condición de no involucrarse en la política y sin que quiera volver a normar el comportamiento de los asuntos públicos. En este marco, la afiliación a una religión sólo puede comprometer a los fieles mismos; éstos, por supuesto, tienen el derecho a vivir su fe, pero pierden el derecho de imponerla a los demás. La consecuencia capital es que la creencia se vuelve, así, una opinión entre muchas otras –una opinión tan legítima como las demás, pero que no podría considerarse intrínsecamente mejor o superior. La llegada de la modernidad –como escribe Marcel Gauchet– hizo que, de esta manera, la fe transitara «del estatuto de referencia global de la comunidad al de opinión particular del ciudadano». Las iglesias ya no son más que un componente, entre otros, de una sociedad civil que se organiza con base en la adhesión voluntaria de sus miembros.
Esa verdadera revolución en la historia del estatus que ocupaba la creencia religiosa es algo que hoy ya ha pasado de moda. La posmodernidad la ha banalizado de alguna manera, y con la misma inercia la ha hecho salir del ámbito de polémicas –frecuentemente violentas– que suscitaron su aparición. Incluso para la inmensa mayoría de los creyentes, la idea de una sociedad religiosa a la antigua ha perdido su sentido. Los fieles ya no reclaman un orden cristiano, ni esperan una Iglesia que venga a coronar una organización social y política. Por supuesto que pueden protestar ante tal o cual ley civil desde el punto de vista de su fe (la “ley natural”), pero tampoco han interiorizado la separación entre la Iglesia y el Estado al punto de que muy frecuentemente (como lo atestiguan algunas críticas dirigidas generalmente contra el islamismo), «mezclan lo divino con asuntos triviales y seculares [que les] parecen una suerte de impiedad». Eso significa que la creencia religiosa dejó de ser política en el momento mismo en que, con el hundimiento de los grandes sistemas de convicción y compromiso ideológico, la creencia política dejó de ser “religiosa”. Allí es donde reside lo que hay de más inédito en el momento posmoderno.
Otro rasgo fundamental es la individualización de los comportamientos, incluidos los del plano religioso. Para nuestros contemporáneos, la religión significa una vaga “espiritualidad” que no implica una disciplina. La gente ya no busca la salvación sino, por un lado, las señales (el “sentido”) y, por otro, recetas de “plenitud” o de «felicidad». No es su alma ni su espíritu el que formula sus demandas, sino su corazón. Ésa es la razón por la cual frecuentemente se confeccionan una espiritualidad a la carta, o bien se inclinan por sabidurías tradicionales –como el budismo– que han probado ser poco rígidas y parecen proponer, ante todo, un ideal de equilibrio psíquico y de logro personal. A las creencias –escribe también Marcel Gauchet– «se les ha requerido que provean de sentido a la vida colectiva manteniéndose en el orden de la opción individual, bajo el entendido de que sólo son aceptables las interpretaciones sin fines públicos».
Al mismo tiempo se observa una evidente curiosidad, un nuevo interés por el hecho religioso; generalmente se trata de una curiosidad fútil, mezcla de deseo de experimentación y distracción. Se consume la religión sin adherirse verdaderamente a ella, y se hace incluso con cierto distanciamiento. Todos los actores sociales que hayan interiorizado el modelo de mercado esperan de la religión, en el fondo, una cura o una terapia: un confort interior, un mayor bienestar. Jesús se vuelve un maestro de la sabiduría al lado de Sócrates, Buda o Mahoma. Se preocupan menos por la verdad que por la “sinceridad” o por la “autenticidad”. Ya no hay ortodoxia ni ortopraxia: cada quien se las arregla tanto con el dogma como con la práctica. Los católicos han dejado de creer para ya no ir a la misa de todos los domingos; han dejado de ser buenos cristianos. La noción de “falta grave”, de “pecado mortal”, ha perdido casi toda su credibilidad. Numerosos creyentes razonan a la manera de Brigitte Bardot, quien declaraba: «No creo demasiado en los curas. Mi religión es Dios y yo; no me gustan los intermediarios».
La motivación primordial de la creencia ya no está en el más allá, sino en su identificación aquí abajo. «El otro mundo está al servicio de este mundo» dice Gauchet. Eso significa que la religión en lo sucesivo saldrá de una metafísica de la subjetividad, de una simple inquietud de construirse aquí.
«La legitimidad ha pasado de la oferta de sentido hacia la demanda de sentido –agrega Gauchet. Midamos la revolución íntima que ello implica desde el punto de vista de la esencia de la religión. Quien dice religión desde siempre decía precedencia a lo que tiene sentido, autoridad intrínseca de lo que viene desde antes y de más alto […] Ahora bien, lo que hoy determina que las conciencias se vuelvan hacia las religiones se justifica, por el contrario, a título de legítima demanda.»
Por lo que respecta a esta demanda, «su objeto no es la verdad, sino el sentido y, para ser más precisos, tampoco la objetividad de lo verdadero, sino la necesidad objetiva de sentido para una subjetividad». Frases esenciales que permiten medir el camino recorrido.
Ayer, se llegaba o se regresaba frecuentemente al catolicismo debido a la Iglesia, es decir, a la institución (véase a Maurras y a Châteaubriand). Hoy día, si de algún lado venimos, llegamos más bien sin ella, a pesar suyo o a veces de fuera de ella. Si antes la Iglesia canalizaba la creencia, no es raro que hoy sea su obstáculo; es todavía un efecto de la individualización de los comportamientos. Asistimos a lo que los autores anglosajones resumen en fórmulas como «belonging without believing» y «believing without belonging», o sea, a una separación creciente entre la fe y la pertenencia, entre los fieles y la Iglesia, entre la creencia vivida y la adhesión a la institución. Las iglesias, confundidas todas las tendencias, ya no tienen la autoridad para determinar el contenido de la fe, y mucho menos para orientar las elecciones políticas o para regular las costumbres.
La convicción ya no es sinónimo de obligación: creer ya no implica obedecer. Por ello es completamente natural que las conciencias individuales estén menos que nunca dispuestas a obedecer al magisterio. La idea de que existe por encima una autoridad anterior que vale como autoridad en razón de su misma anterioridad ya no tiene eco entre nosotros. (Ciertamente hay interés por el pasado, pero sin que haya nada que nos mande o que nos dicte algo). Ésa es la razón por la cual –incluso entre los creyentes– la idea de que la conducta individual puede ser regida, en lo que hay de más íntimo, por una autoridad externa –sea la Iglesia o el Estado– se topa con una rebelión cada vez más generalizada. El desfase que resulta de semejante rechazo está llamado, evidentemente, a ampliarse en la medida en que la sociedad global acepta o legitima un mayor número de conductas o de prácticas (divorcio, homosexualidad, nacimientos fuera del matrimonio, manipulaciones genéticas, etcétera) que, hasta hoy, siempre había condenado la Iglesia. El resultado es que la Iglesia aparecerá cada vez como más “reaccionaria”, cualesquiera que sean sus posturas y, además, y sobre todo, parecerá cada vez más impotente.
Igualmente revelador es el agotamiento –sino es que el hundimiento– de los críticos del cristianismo; tales críticas ya no surgen, hoy día, más que de medios en vías de extinción. El anticlericalismo es sólo un fenómeno residual, y el tono anticuado de las publicaciones racionalistas que todavía profesan un “laicismo” virulento demuestra que allí también se percibe la cola del cometa. Eso no significa que la Iglesia supere a sus adversarios, sino antes bien, al contrario, que simplemente la controversia no le interesa a nadie, porque nadie percibe lo que está en juego. Los fieles están inciertos sobre su fe; la Iglesia es respetada sin ser seguida. Nadie se opone verdaderamente al Papa, pero no hay casi nadie en el mundo que lo obedezca; bajo tales condiciones, el anticristianismo pierde lo esencial de su significación; el ateísmo militante ha sido reemplazado por la indiferencia. Cuando la Iglesia aparecía como el partido de la heteronomía, el partido de la antimodernidad radical de la época del Syllabus (1864) y de la infalibilidad pontificia (1870), se encontraba frente a adversarios a su medida. Hoy que lo religioso ha perdido su fuerza y ha cambiado de estatus, no siente que lo político deba oponérsele con el rigor de un ideal de autonomía humana.
«Los rivales de ayer –confirma Marcel Gauchet– han revisado simétricamente sus pretensiones desde la base. La Iglesia lleva luto por su antigua hegemonía normativa. El Estado republicano ha renunciado a erigirse como alternativa de la religión. La creencia ya no se concibe más que en un ámbito diversificado de opiniones.»
Se podría decir que el mundo posmoderno no será ni cristiano ni anticristiano, sino simplemente acristiano o poscristiano.
No es necesario esperar el «fin» del cristianismo en un sentido como el que se podía creer en el pasado, como si la metafísica o la religión representaran un estadio en vías de superación en la evolución de las sociedades humanas. La idea de Augusto Comte de que el espíritu debía avanzar de la era religiosa hacia la era científica y “positiva”, o la de Karl Marx, para quien la religión estaba en vías de extinción –en tanto superestructura dispensadora de ilusiones consoladoras– en el seno de una humanidad que finalmente habría encontrado su propio ser, no resultan creíbles hoy día. La aspiración religiosa es un dato antropológico; dicho dato es susceptible de adquirir diversas formas, pero jamás desaparece completamente. Aunque, en cambio, se puede comprobar una suerte de agotamiento, de acabamiento, y también de «banalización» de la fe cristiana. Tal “descristianización”, paradójicamente, no tiene nada que ver con el cristianismo (y con mayor razón, tampoco con las orientaciones actuales de la Iglesia); ya no es consecuencia lógica de una situación en donde la enseñanza de la Iglesia habría sido definitivamente refutada o que se hubiera llegado al convencimiento de su falsedad. Se trata más bien de un aspecto, entre muchos otros, de un vasto movimiento de hundimiento generalizado de las convicciones y de las creencias colectivas. (Por ello es que incluso los propios adversarios del cristianismo pueden deplorar también no tanto la descristianización, sino las causas que lo han engendrado). Aunque desde hace mucho se le ha atacado de manera resuelta y convincente, la Iglesia ha sabido muy bien resistir y sobrevivir; se ha opacado hoy día porque ya no moviliza ni a favor ni en contra. La época de los «grandes discursos» ideológicos ha pasado.
El acabamiento, sin embargo, significa tanto la finalización (la fase final) como el estadio más acabado (o completo). Es en ese sentido que puede decirse que el cristianismo ha «concluido su tiempo» en el doble sentido de la expresión; por un lado, que la fe cristiana ha acabado su ciclo histórico pero que, igualmente, si el cristianismo está llamado a «desaparecer», es porque ya agotó su cometido. Marcel Gauchet, que ha observado con detenimiento este fenómeno, ha descrito al cristianismo como la «religión de la salida de la religión» –es decir, como una religión que contenía en sí el germen de su propia negatividad y, con ello, de su propia disolución.
El cristianismo ha engendrado todo lo que podía engendrar, incluyendo, mediante el proceso de secularización, las formas sociales y políticas o las doctrinas ideológicas que han cuestionado su autoridad sobre bases («heréticas») de su propia inspiración. El error sería interpretar, en efecto, la secularización como una sustracción progresiva de la esfera pública que caería bajo el dominio de la religión. La secularización corresponde más bien a una emancipación respecto de la Iglesia, al paso del universo de la heteronomía relativa al de la autonomía relativa, pero mediante una retransposición, en la esfera profana, de ciertos temas cuyo origen es religioso (“justicia” en el sentido bíblico del término; poder político concebido sobre el modelo del poder divino; espera escatológica de un futuro “radiante”; militancia de tipo “sacerdotal” o “apostólica”, etc.). René Rémond, por citar sólo un ejemplo, observa que «la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 constituye una versión secularizada de los principios que el cristianismo contribuyó a introducir o a legitimar». El hecho generador de las sociedades modernas no es tanto el abandono de la perspectiva cristiana como su retransposición profana –inaceptable, por supuesto, desde el punto de vista cristiano tradicional– bajo la forma de toda una serie de “grandes discursos” en donde la “felicidad” ha remplazado a la salvación, y en la que el futuro ha sustituido al más allá. Para decirlo en otras palabras, la secularización es el paso de la creencia religiosa a la creencia política sin prescindir del ámbito de la creencia.
«Salir de la religión –escribe también Marcel Gauchet– no significa la salida de la creencia religiosa, sino salir de un mundo donde la religión es estructurante, donde impone la forma política de las sociedades y donde define la economía del vínculo social […] La salida de la religión es el paso de un mundo donde las religiones continúan existiendo, pero dentro de una forma política y en un orden colectivo que ellas ya no determinan.»
Se podría decir, desde esta perspectiva, que la Iglesia ya no está en capacidad de imponer sus opiniones justo en el momento en que la modernidad fenece, no porque haya fallado al transmitir sus valores sino, al contrario, porque acertó al difundirlos por todos lados en un mundo que los ha asimilado sin hacer referencia a ella e, incluso, en contra de ella. Se podría hablar pues, paradójicamente, de un mundo enteramente “cristianizado” pero cada vez más indiferente hacia el cristianismo, y cada vez menos habitado por cristianos.
Hoy estamos saliendo no solamente de la época de las sociedades religiosas, sino también de la época de las religiones seculares que habían tomado el relevo al exigir a sus «fieles» actitudes mentales y comportamientos que, en el fondo, no son muy distintos de los que la Iglesia exigía a los suyos. El momento posmoderno, piensa Marcel Gauchet, es el de la completa disociación de la creencia religiosa de la creencia política. Con ello quiere decir que la religión ya no puede albergar –en Occidente al menos– la ambición global propiamente política en el instante mismo en que la política, por su lado, se desprende poco a poco de su carácter «religioso». Es ése momento, inédito en la historia de los hombres, el que hay que tomar en cuenta para comprender y describir la situación que atraviesa la Iglesia actualmente.
Pero aún hay otro aspecto del mundo posmoderno que hay que traer a cuento, y es el que relaciona, de manera paradójica también, la individualización siempre creciente de los comportamientos con las nuevas formas de comunitarismo, especialmente el religioso. La posmodernidad ha visto la implantación de un mundo a la vez más solidario y más desestructurado, que se ha limitado a funcionar, a imagen del mercado, mediante la autorregulación espontánea. En dicho mundo –escribe Danièle Hervieu-Léger– «se asiste a un florecimiento de grupos, redes y comunidades en cuyo seno los individuos intercambian y validan mutuamente sus experiencias espirituales». El auge de comunidades y de redes demuestra que la era del individualismo triunfante, tal y como la ha consagrado la desfalleciente modernidad, también está a punto de acabar. Más que el individualismo, en lo sucesivo será mejor hablar de individualización; ésta se traduce, entre otros aspectos, en un hecho capital: no solamente las pertenencias asociativas, transitorias, son hoy día tan constitutivas de identidad como las pertenencias heredadas, sino que estas últimas se han vuelto, en parte al menos, en identidades elegidas en el sentido de que ya no se imponen por sí mismas, sino que se han convertido en verdaderamente efectivas, actuantes, en la medida en que los individuos deciden o consienten en considerarlas como tales y reconocerse en ellas.
Desde el punto de vista posmoderno, no existe una diferencia formal fundamental entre el florecimiento de sectas, las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), el Gay Pride, el Love Parade, las masas reunidas en los estadios o las exequias de Lady Di y del Papa Juan Pablo II. En todos los casos impera la misma comunión festiva, la misma organicidad espontánea: reuniones puntuales o efímeras, desbordamientos emotivos (“dionisíacos”), combinaciones y recombinaciones de redes. Ahora bien, no hay duda de que la Iglesia católica intentó, bajo el pontificado de Juan Pablo II, utilizar en su beneficio el poderoso ascenso de las comunidades y de las redes sobre las ruinas de los Estados-nación y de las instituciones clásicas, ascenso que constituye uno de los signos más seguros del acabamiento de la modernidad. La multiplicación de grandes reuniones del tipo de las JMJ, el impulso dado a los grupos carismáticos, los llamados emitidos por el Papa a los creyentes más allá de las estructuras tradicionales (como las conferencias episcopales), son significativos a este respecto.
Paralelamente, la Iglesia busca beneficiarse también del nuevo impulso de las reivindicaciones identitarias, y más particularmente de las que pretenden obtener reconocimiento en la esfera pública de toda una serie de pertenencias (culturales, lingüísticas, regionales, étnicas, religiosas, sexuales, etcétera) que, en la época de la modernidad, carecen de legitimidad reconocida en la esfera privada. Dicho movimiento por el “reconocimiento”, que hoy día adquiere las formas más variadas, llama evidentemente la atención de los medios religiosos, y muy especialmente los de la Iglesia de Roma. Sobre la base de una reivindicación de la “identidad católica”, se podría esperar que ésta pusiera de nuevo un pie en la esfera pública, para que llegue a ser nuevamente un componente de pleno derecho de esta esfera, cuyo principio de laicidad la excluyó. Es bajo dicha óptica que hay que interpretar la insistencia del Vaticano en el tema de la “libertad religiosa”. Contrariamente a lo que afirman los tradicionalistas, tal insistencia no llega a disminuir en nada las verdades de la fe católica respecto de las otras religiones. Expresa, más bien, la voluntad de la Iglesia por establecer, para su beneficio, un espacio que escape por definición al poder del Estado, y que, al mismo tiempo (y ése es el punto esencial), pueda ser utilizado como una base a partir de la cual le será posible de nuevo desempeñar un papel en la esfera pública, con lo que dejaría, así, de limitarse a atestiguar la verdad divina sólo en la esfera privada.
La noción de laicidad ha conocido una considerable evolución desde hace diez o quince años, evolución que ha modificado su sentido y su contenido. La antigua separación entre las iglesias y el Estado, señalada especialmente en los países latinos y de tradición católica, tiende a ser sustituida mediante una forma inédita de colaboración: el reconocimiento de los representantes de las grandes religiones como otras tantas “autoridades morales” a quienes los poderes públicos no dudan en apelar. Obispos o curas, imanes y rabinos regularmente son escuchados o consultados por los poderes públicos, de manera frecuente, para la instalación de “comités de ética” encargados de reflexionar sobre algunos “hechos sociales” o sobre problemas nuevos, como la biotecnología o la manipulación genética. Se trata menos de una “desprivatización” que de “volver público lo privado”. Semejante diálogo toma en cuenta implícitamente de nuevo, por parte de los poderes públicos, las identidades religiosas que, por su parte, están francamente deseosas de reconocimiento público. Empero, ¿quién gana con eso? Al hacerlo, los políticos pretendidamente muestran sobre todo que saben ser “la escucha de la sociedad civil”, que aceptan tomar en cuenta las opiniones privadas. Al mismo tiempo, neutralizan a las iglesias –para colmo, todas son consideradas necesariamente en pie de igualdad– ya que esta nueva actitud no se detiene (y no se detendrá) hasta admitir que cualquier ley moral o «natural» pueda prevalecer sobre la ley civil y positiva. Mediante dicho reconocimiento, que innegablemente traduce un nuevo tipo de relación entre la esfera pública y la esfera privada, pero que cambia poco las cosas de fondo, la clase política –que aparenta hacer lo correcto respecto de la identidad religiosa– paradójicamente acaba por llevar a las iglesias hacia un horizonte puramente secular.
Contrariamente a la predicción atribuida a André Malraux, no hay en el horizonte de Occidente un “retorno de lo religioso”, sino solamente un mantenimiento de lo religioso bajo formas que privan a las grandes religiones de todas las posibilidades de influencia global, y que constituyeron su fuerza en el pasado. La llegada de los “integrismos” no contradice, sino confirma, esta situación general: es la difusión agrandada de la indiferencia religiosa que conduce a las pequeñas minorías a reafirmar, de manera dogmática o convulsiva, lo que parece ser lo esencial para su fe. Vemos reaparecer a las iglesias en la escena pública, pero su visibilidad social reencontrada no es indicativa de una potencia espiritual renovada. «Lo que ha hecho volver a las religiones a escena –llega a decir Marcel Gauchet–, por singular que pueda parecer, es lo que las ha hecho retroceder», de suerte que «podríamos estar a punto de ver cómo contribuyen las religiones a la llegada de un mundo que estará en las antípodas del mudo religioso».