La crítica a los derechos humanos realizada por Michel Villey constituye un paso casi obligado en la literatura sobre el tema. Antiguo profesor de derecho y de filosofía del derecho en la Universidad de Paris II, Villey es autor de una de las más acerbas críticas a los derechos humanos, tanto más significativa cuanto que ella tiene lugar en el siglo XX, el del más grande esplendor del derecho internacional de los derechos humanos. Autor iconoclasta y radical, Villey la emprende contra la casi totalidad de la filosofía moderna, desde los racionalismos cartesiano y kantiano hasta el marxismo o el existencialismo sartriano, pasando por el iusnaturalismo contractualista y el positivismo en todas sus manifestaciones.
Su filosofía del derecho puede ser interpretada como una reivindicación del pensamiento de Aristóteles en relación con la justicia y por la recuperación del concepto de derecho en la Roma antigua. En este sentido la finalidad específica del derecho no es otra que la justicia. Esta se deriva de una adjudicación, esto es, de una decisión de un tercero que asigna a cada una de las partes de un proceso lo que le corresponde. Lo que es asignado (un bien corporal o incorporal) es precisamente el derecho. Nadie posee un derecho sino por intermedio de la decisión de un tercero imparcial.
Es, especialmente, en su Le droit et les droits de l’homme, publicado en 1983, que Villey expone claramente su pensamiento en derechos humanos. Pero el tema aparece de nuevo en su Definitions et fins du droit publicado en 1986 y republicado en 2001, bajo el nombre de Philosophie du droit con un segundo tomo bajo el titulo de Les moyens du droit.
Villey denuncia la “religión de los derechos humanos” con sus “potentes asociaciones”, sus “prestigiosas instituciones internacionales”, su “clero de iglesias cristianas” y su “culto”. Haciéndose eco de las críticas de Burke, Bentham y Marx, Villey declara “ilusorios”, “irrealizables”, “contradictorios” e “ideológicos” estos “pretendidos” derechos. Recordando las afirmaciones de Burke sobre los ataques a la propiedad, las violaciones al derecho a un debido proceso y las decapitaciones en la época de los revolucionarios franceses, Villey constata que los derechos humanos no son siempre para todos. Esto es cierto tanto para los derechos-libertad como para los derechos-crédito. «Suponed –nos invita el autor– que tomamos en serio el derecho de todo el mundo a la salud y que hacemos atribuir por medio de la seguridad social un trasplante de corazón a todo cardíaco. En tal caso, sería necesario recortar los derechos humanos de cada uno al mínimo vital, a la huelga y a la cultura, comenzando por la libertad». Así mismo, según el autor, es difícil conciliar el derecho a la vida con el derecho a la interrupción del embarazo, el derecho al pudor con la libertad sexual, el derecho al matrimonio con el derecho al divorcio, para no mencionar sino algunos ejemplos. Sobre este particular, en su Droit et les droits de l’homme, Villey afirma que cada uno de estos pretendidos derechos humanos es la negación de otros derechos humanos.
Villey hace suyas las críticas de Marx sobre el “seudouniversalismo” de los derechos humanos. Estos están constituidos de “libertades formalmente iguales para todos” pero, de hecho, están reservados a ciertas categorías de personas. El autor comparte con Marx que la «proclamación del carácter sagrado de la propiedad y el derecho de contratar libremente fue un medio de precipitar al mayor numero en la pobreza y la dependencia respecto de los capitalistas». Villey ve en el desfase entre la proclamación formal de libertades iguales para todos y la imposibilidad real para todos de disfrutar de ellas, una parte de impostura de la cual se aprovechan los políticos.
Los derechos humanos están dotados de un lenguaje “especio-so”, indefinido, cuyo resultado es una lista creciente de “derechos” sin posibilidad real de concretarse en los hechos, puesto que estos “derechos” no pueden ser verdaderamente reivindicados, como sí es el caso de los derechos que nos son verdaderamente debidos. Según nuestro autor, la ambición desmesurada caracteriza los derechos humanos. Sus promesas, simplemente, no pueden ser cumplidas puesto que son demasiado “inciertas” e “indetermina-das”. La libertad que ellas otorgan muy difícilmente puede encontrar un sentido preciso. La libertad de expresión, por ejemplo, no puede ser respetada en el caso de “provocación a la violencia racista o los falsos testimonios”. Ellas, las libertades, son también “inconsistentes”, en el sentido de que no pueden ser cumplidas para todos en las mismas condiciones. Finalmente, las promesas de los derechos humanos son “contradictorias”. Los derechos formales o de primera generación luchan contra los derechos sustanciales o de segunda generación, los derechos de los jóvenes están codificados al lado de los de las personas de la tercera edad. Y la profusión de derechos no cesa: los derechos de las mujeres, los derechos de los homosexuales, los de los peatones, los de los motociclistas. Villey ironiza recordando que en Estados Unidos se habla hasta de un “poético derecho al sol” entendido como el “derecho de cada uno y de cada una a broncearse en una playa de la Florida”. Y agrega que sobre este punto la imaginación de nuestros contemporáneos parece inagotable.
Irreales, ilusorios contradictorios, inconsistentes, los derechos humanos son, sin embargo, invocados en apoyo de causas nobles, ya sea para la lucha contra el hambre, ya sea contra la tortura, y en general, para mejorar la suerte de personas y de poblaciones sometidas a tratamientos crueles, inhumanos o degradantes. Villey es, pues, muy consciente de que la empresa de demistificación de los derechos humanos no lo convierte en alguien popular. Sin embargo, se lanza a la deconstrucción del discurso de los derechos humanos con la ayuda de la historia de la filosofía del derecho y del derecho romano, de los que es un conocedor profundo.
De este modo, Villey pone en cuestión las acepciones modernas del concepto de derecho. Éste ha sido reducido por el positivismo a simples formulas legislativas y a órdenes surgidas de la costumbre y la jurisprudencia. La justicia allí está ausente o, al menos, ella no es forzosamente su objetivo. A su vez, los iusnaturalistas identifican el derecho con preceptos morales surgidos de la razón con pretensión universal. En uno y en otro caso, la justicia no es el producto de una adjudicación, de una decisión.
El análisis del derecho romano y de la historia de la filosofía lleva a Villey a afirmar que los derechos humanos son un producto de la época moderna. No hay que buscar los orígenes de los derechos humanos en la tradición cristiana, judía o musulmana, o en el Código de Hammurabi. «La unidad de la naturaleza del hombre y su eminencia fueron reconocidas desde los tiempos más remotos. Pero los derechos humanos son otra historia». De acuerdo con Villey, la expresión “derechos del hombre” surgió en el siglo XVII, pero sus fundamentos datan de la Edad Media. La modernidad conoce dos grupos de acepciones del derecho. El primer grupo se relaciona con el nominalismo individualista de Occam y Scotto, seguido por los filósofos de los siglos XVII y XVIII. El derecho aparece allí como “ventaja”, “facultad”, “poder” o “libertad”. Esto es, como derecho subjetivo. El segundo grupo de acepciones considera el derecho como un conjunto de leyes hechas por el Estado, la costumbre o la jurisprudencia; aquí, el derecho es visto “tal como es”. Esto es, como derecho objetivo. Según Villey, los derechos humanos se presentan bajo el influjo del primer grupo de acepciones. «Lejos de derivar su autoridad de los textos positivos del Estado, ellos se presentan como inferidos de una idea del “hombre”. Las leyes no hacen mas que declararlos». A menudo, ellos se oponen a los textos de derecho positivo.
De esta manera, la Modernidad ha construido la noción de los “derechos” en plural, mientras que la noción romana de derecho no conoce sino la noción de “derecho” en singular. Villey afirma que el derecho es una invención de los romanos, entre ellos, cita a Cicerón en tiempos de la República. Esta invención tiene por fuente la cultura griega, especialmente a través de la aportación de la filosofía de Aristóteles. El derecho se define en Roma por su finalidad (según Cicerón, el servicio de una justa proporción en la asignación de los bienes en los procesos ante tribunales). Aristóteles –nos recuerda Villey– distingue entre justicia general y justicia particular. El primero de estos géneros de justicia se refiere a la realización del orden natural de las cosas: que el esclavo realice su trabajo, que el guerrero corajudo se emplee a defender la ciudad, etc. Esta clase de justicia tiene que ver con la moral general. La justicia particular, en cambio, se refiere a la asignación de bienes en un grupo en aras de asegurar que nadie tome más o no reciba menos que su parte. De este modo, la justicia particular realiza a su vez una parte de la justicia general. Las dos son complementarias. Es entonces de la justicia particular, en clave aristotélica, que va a emerger el derecho. Éste es, entonces, un producto de una decisión de un juez que decide en cada caso lo que le pertenece a cada uno. «De los particulares sólo es requerido, para ser justos, “ejecutar” las determinaciones del derecho cuyos autores son los juristas». Así la justicia particular supone la existencia de jueces. No hay derechos abstractos y universales que pertenezcan a las personas puesto que el derecho es un objeto exterior al hombre (la cosa o el bien objeto de adjudicación). El derecho es, en consecuencia, una proporción resultante de una adjudicación. Nada más extraño al derecho –según Villey– que las promesas de las declaraciones de los derechos humanos que incluyen la libertad y la dignidad. Estas promesas desconocen que “ni la libertad ni la dignidad no corresponden al género de “bienes exteriores” que son adjudicados.
La segunda concepción del derecho moderno, el derecho objetivo constituido de textos que contienen “reglas de conducta”, testimonia, según Villey, la supremacía de la moral sobre el derecho. Villey rechaza, entonces, la identificación del derecho y la moral dado que «el oficio del jurista no consiste, como el del moralista, a hacer al hombre justo (dikaios). Ser un hombre justo o una mujer justa es efectuar actos justos (no tomar de hecho más de lo que le pertenece)». Y agrega que el jurista “no tiene que ocuparse de moralidad subjetiva”. Los filósofos de los siglos XVII y XVIII confundieron el derecho y la moral en armonía con la filosofía nominalista de Occam, de Scotto y de la Escolástica española.
Para terminar, según Villey los derechos humanos son un testimonio de la “descomposición” del derecho y de la desaparición del concepto de justicia entendida como “medida de las justas relaciones”. Los derechos humanos son obra de no-juristas que han sacrificado la justicia y el derecho. Este sacrificio es una gran pérdida. El triunfo de los derechos humanos implica la “decadencia de la cultura” a expensas del “progreso técnico”.