El reciente Concilio Ecuménico de la Iglesia de la Calentología celebrado en Madrid

La globalización ya tiene su credo: arrepentíos, pecadores

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No es política, no es ideología, mucho menos es una “cortina de humo”, no: lo que hoy estamos viendo imponerse es una especie de nueva religión secularizada, un credo universal de sustitución, una suerte de fe ciega que aspira a apoderarse de los cuerpos y las almas. Y lo está consiguiendo tanto por la persuasión como por el miedo. Violencia de género. Emergencia climática. Esos son, de momento, los nombres del credo nuevo. Arrepentíos, pecadores.

Era lo que le faltaba al mundo global para tomar realmente cuerpo: una ideología global, una fe única, una “religión verdadera” que pudiera imponerse sobre las conciencias en nombre, por supuesto, de nuestra redención. Porque eso era lo que se precisaba, ¿no? Un nuevo horizonte apto para todos los pueblos, todas las naciones, todas las culturas. Una nueva referencia universal. La destrucción del viejo orden católico había dejado un vacío inmenso. En el siglo XX dos nuevas “ideologías universales”, como las llama Hannah Arendt, trataron de llenar el hueco: la lucha de razas, que terminó entre las ruinas de Berlín en 1945, y la lucha de clases, que terminó también en Berlín, pero bajo los cascotes de un muro, en 1989. ¿Qué otra ideología buscar? ¿El Mercado? Lo intentaron, pero es difícil construir una promesa de redención sobre el ideal del egoísmo. Así amaneció el mundo posmoderno: muertos todos los credos, afloraba un paisaje absolutamente fragmentario y caótico donde todo valía lo mismo, luego nada valía realmente nada. Resultaba divertido, sí, pero ¿cómo gobernar eso? 

Un anillo para gobernarlos a todos

En efecto, ¿cómo construir un poder de ambición planetaria sobre una humanidad fragmentada de tal manera? ¿Cómo forjar un anillo para gobernarlos a todos? Y entonces alguien tuvo la idea de armar nuevas luchas universales que trascendieran las viejas y engorrosas fronteras de los Estados-nación y las identidades culturales, siempre tan molestas. No fue el pueblo quien las inventó, no: ha sido el poder el que ha definido estas nuevas guerras, tanto más universales y transversales cuanto más abstractas. Guerras válidas para todo el mundo porque no oponen a sujetos concretos en campos definidos por un interés material directo (franceses contra alemanes, ricos contra pobres, blancos contra negros, qué sé yo), sino que

Sitúan el antagonismo en conceptos ideales, indeterminados (el “hombre” y la “mujer”, el “clima”, etc.).

sitúan el antagonismo en conceptos ideales, indeterminados (el “hombre” y la “mujer”, el “clima”, etc.), cuyo dibujo material sólo aparece a posteriori. Conceptos tan universales, tanto, que en realidad carecen de significado material, pero justamente en eso reside su fuerza… emocional.

Primera guerra universal y transversal: la de los hombres contra las mujeres. ¿Acaso no hay en todas partes algunos hombres que matan a algunas mujeres? Pocas cosas más fáciles de visualizar. La izquierda andaba buscando desesperadamente nuevos sujetos revolucionarios desde la desaparición del proletariado. Lo intentó con las minorías étnicas y con los pueblos oprimidos, pero estos sujetos tienen el inconveniente de que la revolución termina y lo que sale de ahí pocas veces es edificante. Por el contrario, la guerra de sexos no terminará nunca, pues siempre habrá contendientes a los que enfrentar, personajes para construir un relato interminable, infinito, que siembre la semilla de la discordia en el corazón del género humano. La juez Pilar Llop, hoy presidenta del Senado en España, lo ha expresado con un candor inigualable: “Una democracia en la que la mitad de la sociedad [los hombres] vierte violencia sobre la otra mitad [las mujeres] no es una democracia”. Se lo dijo al diario El País en una entrevista de diciembre de 2018. Ahí, en esa fórmula, está todo: dos sujetos indeterminados de extensión universal se hallan en guerra eterna. Por supuesto, la objeción de principio es evidente: salga usted a la calle y dígame dónde ve esa violencia derramada, al margen de un número determinado de casos concretos que, proporcionalmente, no dejan de ser minoritarios. Pero esto es lo de menos: lo que importa es la construcción de un relato capaz de movilizar conciencias en un tiempo de conciencias dormidas.

Segunda guerra universal y transversal: la de la humanidad contra el clima. ¿Acaso no es cierto que vivimos un periodo de calentamiento? ¿Acaso no es cierto también que estamos ensuciando el mundo hasta más allá de lo razonable? Helo aquí: luchemos todos juntos —y en unión— por un gigantesco cambio de las condiciones de producción, de tal modo que detengamos la marcha del cosmos hacia el Apocalipsis. El capitalismo global buscaba desde mucho tiempo atrás un argumento que le permitiera obrar ese prodigio: una gigantesca acumulación de capital como no se veía desde los tiempos de la posguerra para afrontar una nueva revolución industrial. Aquí lo ha encontrado. Y apenas nadie osará levantar la voz, porque la ira del dios Clima será terrible.

Más allá de todo debate racional, la “Calentología” se ha convertido en una especie de Iglesia. Su profeta: el exvicepresidente americano Al Gore. Sus Escrituras: los informes del Panel Internacional de la ONU. Sus doctores: los científicos y técnicos de ese Panel. Sus predicadores: los medios de comunicación que transmiten, frecuentemente exagerándolas, las predicciones del apocalipsis climático. Su mesías: la santa niña Greta, que camina sobre las aguas a bordo de un catamarán señalando el camino de la redención y amenazando a los pecadores. Sus penitentes y flagelantes: los “activistas” que se manifiestan por las calles asaltando tiendas, imbuidos de un poderoso sentimiento de superioridad moral, y llamando a la universal conversión. El Paraíso prometido: la Tierra, nada menos. “Seguidme y heredaréis la Tierra, que de otro modo perecerá.” Eso es estrictamente lo que nos están diciendo. Es un fenómeno impresionante: una religión para los tiempos de la muerte de la religión. 

La destrucción del mundo racional

Lo que hace de estos nuevos dogmas una religión, más que una ideología, es su estructura. Para empezar, se presentan como axiomas más allá de toda duda: como son afirmaciones cargadas de contenido moral (“defender a las mujeres”, “salvar a la humanidad”), no es posible plantear el menor debate sin convertirse inmediatamente en sospechoso. “Sólo un puñado de fanáticos sigue negando la evidencia”, decía hace poco Pedro Sánchez a propósito de la emergencia climática. Pero ¿qué evidencia? El procedimiento racional convencional se basa en someter una hipótesis a prueba para verificarla o refutarla, pero aquí no cabe eso: la mera petición de un debate contradictorio ya es causa de expulsión a los infiernos, como le sucedió al meteorólogo jefe de France Télévisions, Philippe Verdier, cuyo libro Climat investigation le valió (octubre de 2015) que le echaran del trabajo. Porque esto no es ciencia. Es otra cosa. ¿En qué campo está realmente el fanatismo?

Segundo elemento estructural que hace de todo esto una religión: la obligación de acatar el credo completo, en todas sus partes, sin opción de análisis parcial. Por ejemplo, si estuviéramos ante una discusión puramente racional, uno podría perfectamente condenar la violencia contra las mujeres, pero, al mismo tiempo, discutir que se trate de “violencia de género”, es decir, una violencia ejercida sobre las mujeres por el mero hecho de ser mujeres. También por ejemplo, en un plano puramente analítico, uno podría estar de acuerdo en que las emisiones de CO2 son esencialmente nocivas, pero, al mismo tiempo, discutir la validez universal de los modelos de simulación informática empleados para predecir el apocalipsis climático. Pero aquí no cabe nada de eso: hay que coger el credo completo, del mismo modo que nadie podría seguir llamándose cristiano si rehusara acatar, por ejemplo, tres de los diez mandamientos. Integrismo climático, integrismo de género.

El tercer elemento es, por supuesto, el pecado y el pecador. Dado que estamos ante axiomas que hay que aceptar más allá de toda duda, dado que son afirmaciones cargadas de contenido moral y dado que la Verdad hay que aceptarla en su conjunto, toda disidencia queda necesariamente convertida en mancha moral, en transgresión, en culpa. Discrepar no es un error, es un pecado. El descreído no es alguien que esté equivocado, es un infiel, un apóstata que debe ser excluido de la comunidad. En efecto, la potencia emocional de la Verdad revelada es tan intensa que sólo una mala persona —machista, racista, etc.— puede hurtarse a sus bondades. Hay miles de científicos que discrepan de los análisis del Panel de la ONU sobre cambio climático, pero de inmediato se les retira tal condición, porque ¿cómo puede seguir llamándose científico alguien que no reconoce la Verdad revelada por “la ciencia”? Hay miles de juristas que consideran que la ley española de violencia de género es sustancialmente injusta, pero de inmediato su estatuto de jurista queda sepultado por esa mancha moral, pues ¿cómo puede seguir llamándose jurista alguien que discute la “Justicia” por antonomasia?

Los nuevos doctores de la ley, los alfaquíes de la nueva religión, han inventado un término para estos pecadores: “negacionista”, concepto extraído de la polémica sobre el genocidio judío y que ahora se aplica a quienes disienten del credo ortodoxo. Es, una vez más, un concepto cargado de fondo moral: Mefistófeles, el demonio del Fausto, es “el espíritu que todo lo niega”. Negar la verdad suprema del clima o del género es una actitud propiamente diabólica, merecedora de las más severas condenas: el silencio, la exclusión, el linchamiento público. Ha nacido una nueva Inquisición.

Y así murió la izquierda

Hay comentaristas que dicen que en realidad estamos ante un nuevo disfraz de la vieja izquierda para alcanzar sus sueños revolucionarios. Como la izquierda ha sido la primera en subirse al carro de la violencia de género y la emergencia climática, la vinculación parece transparente. ¿Acaso la santa niña Greta no ha hecho girar su discurso hacia la fusión de todas estas cosas? “Los sistemas coloniales, racistas y patriarcales de opresión han creado y alimentado la crisis climática. Necesitamos desmantelarlos a todos”, escribía Greta con las activistas Luisa Neubauer y Ángela Valenzuela (Project Syndicate, 29.11.2019). El planteamiento es falso (de hecho, el primer contaminador mundial sigue siendo, y con diferencia, China), pero eso ya da igual: he aquí un banderín de enganche emocional para que todas las reivindicaciones de género, de etnia y de lo que sea, se unan frente al demonio, por supuesto macho y blanco, bajo la bandera común de la fe climática.

Izquierda, pues. Pero, en realidad, ¿de qué izquierda estamos hablando? 

Lenin dijo aquello de que “los burgueses nos venderán la soga con la que los ahorcaremos”. Hoy el capitalismo transnacional podría decir lo mismo respecto a la izquierda, porque todas estas nuevas religiones políticas sólo benefician, en realidad, al orden económico vigente. Cambiarán sin duda los medios de producción y el perfil de la producción, pero la propiedad no cambiará de manos, al revés. En rigor, todas estas reivindicaciones de corte feminista, climático, etc., sólo benefician al orden económico mundial. Un solo ejemplo: para el sistema de producción y consumo,

Seis solteros son mucho más rentables que una familia tradicional de seis miembros, al menos a corto plazo, porque producen más y consumen más.

seis singles son mucho más rentables que una familia tradicional de seis miembros, al menos a corto plazo, porque producen más y consumen más. Desde el punto de vista de la izquierda tradicional, cuyo horizonte teórico ha sido siempre la protección de las clases desfavorecidas frente al poder, las reivindicaciones climáticas o “de género” tienen una significación muy limitada. Pero esa izquierda, al parecer, ya ha muerto definitivamente. Lo que ahora tenemos en esa orilla es un millonario que mira despectivo al pueblo y le llama “fascista” desde lo alto de sus privilegios.

¿De verdad alguien cree que estamos ante un movimiento de resistencia frente al poder, ante una nueva versión de los “parias de la tierra” (hoy, parias del clima) insurrectos frente a la explotación? Basta ver quién financia la European Climate Foundation, organización (por supuesto, “no gubernamental”) clave en esta guerra y fábrica del fenómeno Greta Thunberg. Son Bloomberg Philantropies, del magnate norteamericano Michael Bloomberg, la Rockefeller Brothers Found, el fondo británico TCI (The Children’s Investiment Fund Management), las fundaciones Hewlett y Packard (del gigante de la electrónica Hewlett-Packard), el Fondo de Arcadia Capital Partners, etc. O sea, los parias de la tierra.

Por otro lado, ambas guerras universales, la de género y la climática coinciden en una cosa: sólo el poder es capaz de resolver el problema. Y además, ha de ser un poder global, transnacional, muy por encima del alcance de las viejas democracias nacionales. Son guerras de carácter tan extenso, tan enorme, tan inabarcable en su dimensión planetaria, que por naturaleza exigen la intervención de un poder omnímodo y cuanto más transnacional y coercitivo, mejor; la única opción de la persona singular es bajar la cerviz y someterse a lo que diga el mando invisible del mundo globalizado. De nada sirve la oposición individual, la resistencia personal, la objeción de conciencia: la magnitud del desafío es tan poderosa que sólo cabe el acatamiento, y lo que está en juego es tan alto —la humanidad, nada menos— que cualquier disidente queda de inmediato condenado como blasfemo, como apóstata, bajo el infamante sambenito de “negacionista”. Es, cabalmente hablando, un nuevo totalitarismo. 

"Racional" es la palabra clave: frente al magma emocional de las religiones globales, alzar esa vieja razón europea que analiza y disecciona.

Al final, en esto como en otras cosas del mundo global, la única instancia eficaz de resistencia, el último baluarte frente a esta especie de Moloch abstracto, es la apelación a las realidades concretas, a los espacios donde es posible decidir al margen del poder mundial: las personas, las familias, las identidades culturales, las naciones, los espacios políticos visibles y gobernables, donde todavía puede hacerse realidad la voluntad ciudadana sobre una idea racional del bien común. “Racional” es, en este contexto, la palabra clave: frente al magma emocional de las religiones globales, alzar esa vieja razón europea que analiza y disecciona. Si no, estamos perdidos.

© Rebelión en la granja

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