El neoliberalismo invisible
“La mayor astucia del diablo es hacernos creer que no existe”, decía Baudelaire. La mayor astucia del neoliberalismo consiste en adoptar todas las formas posibles, incluida la del anti-neoliberalismo.
A finales del año 2017, el Banco Bilbao-Vizcaya (BBVA) patrocinaba la publicación de un lujoso volumen titulado “La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos”, con el objetivo de reunir las reflexiones de una serie de expertos internacionales sobre “los grandes retos de la ciencia, la tecnología, la economía, los negocios y las humanidades”.[1] El volumen –presentado como producto de la comunidad on–line “Open Mind”, patrocinada por el BBVA – se abre con un artículo del Presidente del Banco, Francisco González, que ofrece un análisis sumario sobre la revolución tecnológica, la cual “generará a medio plazo más bienestar, crecimiento y empleo”. El autor asegura que “sin duda, todavía hay en el mundo centenares de millones de personas que viven en pobreza extrema, y miles de millones cuyas condiciones de vida son muy deficientes” (…) “pero, en conjunto, el curso de la economía global no avala el sentimiento de inseguridad, frustración y pesimismo que se viene observando cada vez más”. Hasta aquí todo normal: es el tipo de discurso institucional, mesurado y balsámico que esperamos de un banquero. Lo raro empieza después.
Entre el florilegio de textos reunidos no falta ninguno de los tópicos predilectos del progresismo transnacional: la crítica del populismo, la prédica feminista, la denuncia de la “post–verdad”, la amenaza de Rusia, el peligro de Trump, el mantra de las “reformas”, las bondades de la globalización. Pero entre los artículos llama la atención el aportado por un universitario canadiense: una furibunda diatriba contra el neoliberalismo unida a una exaltación del anarquismo y de los movimientos antisistema.[2] El autor constata los horrores de la “pesadilla neoliberal” (que es una “oscura sombra”), pero asegura que, al final, todo desembocará en “un nuevo amanecer”, porque “hay rayos de esperanza” que vienen “a traer luz al mundo”. ¿Cómo? A través de las “políticas prefigurativas” de izquierda, en cuya vanguardia están los movimientos antisistema, los okupas, los zapatistas, los indignados, los colectivos pro–migrantes e incluso las tácticas de “bloque negro” de los “antifa” violentos.
Pero si leemos con atención, entre el éxtasis anarquista (en papel cuché pagado por el Banco) al autor se le ve el plumero.
Al referirse a las críticas que, en su día, algunos observadores hicieron al movimiento “Occupy Wall Street” por no plantear exigencias claras de transformación social, el autor asegura que, si este movimiento hubiera planteado dichas exigencias, habría con ello “legitimado las estructuras de poder” y por lo tanto habría debilitado su compromiso con “la democracia participativa”. En otro lugar del texto, el autor dirige un ataque al académico marxista David Harvey, por señalar este último que “la actitud anti–estatista del anarquismo viene a reforzar, de facto, los valores neoliberales” (“Harvey, que es un marxista convencido, caricaturiza con mala fe al anarquismo”, nos dice al respecto). A continuación, nuestro autor señala que, a pesar de todas las maldades neoliberales, las políticas “prefigurativas” nos dan la oportunidad aquí y ahora de cambiar nuestra vida cotidiana y de “crear un mundo nuevo en el interior del viejo”. Y como traca final, el profesor antisistema entona un himno a la responsabilidad personal, individual e intransferible como único medio para transformar el mundo (“hagamos realidad por nuestra cuenta la visión de lo que más nos conviene” (…) “si queremos alterar la dirección del planeta…debemos hacer el trabajo duro nosotros mismos. Es un camino por el que no podemos ser dirigidos”). Suena familiar ¿verdad? Las cantilenas del self–made man, el “sueño americano”, la iniciativa privada, la sociedad civil, la “libertad de elegir”, etcétera. Traducido, todo esto significa: nada de líderes, nada de lucha organizada, nada de proyectos colectivos, nada de programas políticos ni de revoluciones. Sí a la protesta fotogénica, sí a la algarada estéril, sí a la berrea adolescente, sí al activismo samaritano, sí al turismo altermundialista. Al fin y al cabo, el sistema lo permite, y además nos ofrece nichos individuales para “hacer realidad nuestros sueños”. ¿Qué son sino las oenegés solidarias, las startups ecológicas, las multinacionales de comercio justo, los financieros–filántropos y el charity business? Todo ello, claro está, si somos responsables, si nos aplicamos y trabajamos duro. Porque lo importante es “mantener nuestra autonomía”, reinventarnos a nosotros mismos y “eliminar los bordes de nuestros mapas” (guinda final sinfronterista).
En resumidas cuentas: tras la pacotilla antisistema, neoliberalismo y buen rollito.
El caso anterior es sólo un ejemplo – anecdótico pero elocuente– del genio supremo del neoliberalismo: su capacidad camaleónica para hacerse invisible, para fundirse en el espíritu del tiempo, para adoptar una máscara de izquierdas. En este caso, la de los anarquistas, antisistema y demás figurantes en el circo mundial del neoliberalismo.
Narcisismo de masas
¿Por qué las diatribas contra el neoliberalismo son patrocinadas por los bancos? ¿Por qué los gurús contestatarios son convocados por los medios, reverenciados por las universidades, adulados por las instituciones? ¿Por qué los subversivos reciben honores y subvenciones? ¿Por qué el “pensamiento alternativo” se expresa, casi siempre, en publicaciones de postín?
La respuesta es simple: porque en la mayoría de los casos participan plenamente en el despliegue del capitalismo, favoreciendo las mutaciones sociales y culturales exigidas por el mercado.
Los caminos del neoliberalismo son tortuosos: posmarxismo, teoría “queer”, teoría postcolonial, teoría del reconocimiento, feminismo de tercera generación, post–estructuralismo, trans–humanismo, altermundialismo, estudios de género, estudios de discapacidad, estudios de esto y de lo otro. Todo un arsenal teórico, ideológico y social impulsado en su mayor parte desde los Estados Unidos. Como señalan Cédric Biagini y Guillaume Carnino – en un libro–guía esencial sobre el auténtico pensamiento alternativo de nuestra época – “al encarnizarse en destruir los modos de vida y de producción tradicionales, al estigmatizar todo vínculo con el pasado, al exaltar la movilidad, los procesos de modernización incesante y la potencia liberadora de las nuevas tecnologías, esta falsa disidencia estimula la ingeniería social necesaria al pleno desenvolvimiento del neoliberalismo”. [3] La izquierda radical es el perfecto compañero para este viaje, desde el momento en que, con su retórica progre, alimenta el mito del carácter conservador, retrógrado y represivo del neoliberalismo: una operación de distracción que no hace sino enmascarar la verdadera esencia de este último, y que adorna de oropeles subversivos a todas aquellas fuerzas sociales que no hacen sino apuntalar el mismo sistema que aseguran combatir.
¿Maquiavélico verdad?
No se trata sin embargo de ninguna “conspiración”. Se trata simplemente de una dinámica, de una evolución adaptativa del capitalismo en su fase actual: el neoliberalismo.
Si existe una técnica neoliberal por excelencia, ésta consiste en el uso del narcisismo como sedación de masas. Al construir su proyecto sobre una ontología exclusivamente individualista – el hombre–empresario definido por sus deseos, por su imagen y por sus proyectos privados –, el neoliberalismo promueve un “amor de sí” individualista que redunda en el eclipse de lo político, en la imposibilidad de cualquier proyecto de transformación colectiva. Las corrientes alternativas que han surgido en los últimos años – el altermundialismo, los nuevos movimientos sociales, los “indignados”– son una muestra de ello. Su perfil es el de una contestación enamorada de sí misma, una contestación desagregada, escindida en grupos encerrados en sus prácticas de consumo, volcados – como indican los autores arriba citados – en “la fabricación de identidades de síntesis (identity shopping), ya sean nacionales, políticas o religiosas, a través de fragmentos de historia que sobrenadan en los medios y en la conciencia colectiva, y remezclados para justificar sus fantasías de fraternidad selectiva y de dominación”.[4] Evidentemente, todos estos dispositivos sólo sirven para blanquear el sistema. La revolución se convierte así en una ética pasteurizada, en un muestrario de “estilos de vida”.
Los micro–nacionalismos y los movimientos independentistas europeos no escapan a esa dinámica – típicamente posmoderna– de narcisismo y de fabricación de identidades. Una dinámica que se revela, entre otros factores, en la reescritura arbitraria de la historia, en el uso del victimismo y en el afán de deconstrucción de las viejas naciones europeas. Éstas continúan siendo –al menos todavía – uno de los obstáculos en la construcción de la nueva utopía.
La impostura antisistema
Es preciso insistir: los movimientos “antisistema” que se pretenden en lucha contra el neoliberalismo se configuran, en la práctica, como uno de sus mejores caballos de Troya.
Lejos de constituir un flamante “contrapoder”, los movimientos contestatarios hacen el juego de los poderes en plaza, al limitarse a radicalizar los mismos presupuestos – ideológicos, sociales y políticos– de la globalización neoliberal. La emancipación del individuo, la disolución de las soberanías nacionales y el mestizaje cultural son algunos de sus vectores. Se trata de una confluencia que tampoco se esfuerzan en disimular. Los intelectuales contestatarios en boga – señalan Cédric Biagini y Guillaume Carnino – “coinciden en postular que es la evolución del capitalismo – es decir, su intensificación y no su interrupción – lo que hará posible su superación”.[5]Éste es el caso de corrientes de izquierda radical como el “aceleracionismo” – que se inspira en las tesis sobre capitalismo y esquizofrenia de Deleuze y Guattari –, o de los teóricos del “Imperio” Toni Negri y Michael Hardt, con su visión mesiánica de las multitudes globalizadas como nuevo sujeto revolucionario. Pocos fraudes tan sangrantes como el discurso de estos dos pretendidos subversivos. Su obra “Imperio” – señala el filósofo Anselm Jappe– “se dirige a un público bien preciso en términos sociológicos: les dice a las nuevas clases medias que se ganan la vida en el sector “creativo” – informática, publicidad, industria cultural– que ellos representan el nuevo sujeto de transformación de la sociedad. El comunismo será realizado por un ejército de micro–empresarios de informática (…) Sin embargo, los sujetos de esta “multitud” maravillosa han interiorizado completamente los criterios de la sociedad mercantil, y sus creaciones así lo atestiguan. Casi todos los productos materiales e inmateriales de hoy son pacotilla”.[6] Incluidos – añadimos nosotros – los activistas radicales inspirados por Negri y por Hardt.
Nuestra época es fecunda en propuestas “subversivas”, si bien estas tienen un rasgo en común: en el fondo se encuentran cómodas en el capitalismo. Ello es así porque suelen compartir la convicción de que el capitalismo libera deseos, tecnologías y procesos que permiten evacuar arcaísmos y rigideces – tales como las soberanías populares y las identidades nacionales – al tiempo que pone las bases para su propia superación. El capitalismo, según los radicales a la moda, será incapaz de contener los procesos que él mismo hace surgir. El objetivo final no es la destrucción del capitalismo sino la “reapropiación” de sus bases materiales, en un hipotético futuro post–capitalista en el que las naciones y los pueblos, como reliquias que son, están llamados a disolverse en una “ciudadanía mundial” de individuos nómadas. Un “final feliz” donde los haya, pero que concurre con el neoliberalismo en su versión más extrema: fronteras abiertas de par en par para las mercancías, la mano de obra, los servicios y los capitales. Ausencia de cualquier idea de limitación, barra libre para todos. ¿En eso consiste una revolución?
Cabe por el contrario pensar– parafraseando a Anselm Jappe – que una auténtica revolución consistiría en abolir la pacotilla, en vez de tratar de arrancársela al capital al grito de ¡es nuestra!
Por de pronto los bancos no parecen muy temerosos de estos “antisistema”.
El sexo y la privatización de la política
Resulta irónico pensar (y aquí hay que rendir tributo al genio del neoliberalismo) que casi un siglo de teoría crítica “contestataria” haya desembocado en la ideología oficial del nuevo capitalismo. La Escuela de Frankfurt, al rechazar la crítica marxista de la economía política (debido a su carácter “economicista”) abría las puertas al liberalismo libertario y a la ideología de la emancipación individual. Una tarea en la que la “French Theory” posmoderna tomaría el relevo para convertirse, con la “corrección política” estadounidense, en la punta de lanza teórica de todo ese proceso. En esa dinámica se inserta también el posmarxismo de autores como Ernesto Laclau, con su llamada a una “radicalización de la democracia” a través del activismo de los nuevos movimientos sociales (feministas, ecologistas, minorías étnicas y sexuales, etcétera). El resultado no ha sido la superación del capitalismo sino todo lo contrario.
Como cualquier otra lucha colectiva, un auténtico combate anti–neoliberal sólo puede partir de una recuperación de la dimensión política. Pero eso es justamente lo contrario de lo que hacen los lobbies comunitarios en los que Laclau depositaba sus complacencias. Las luchas de esas minorías no abogan por la revolución, sino por la satisfacción de sus exigencias; no combaten la explotación sino la “exclusión”; no aspiran al cambio sino al “reconocimiento”. Todo ello en el entendido de que “todo lo privado es política”, el axioma central de la izquierda posmoderna. El neoliberalismo no tiene problemas para retroalimentarse de esa “radicalización de la democracia”, tan en boca de la extrema izquierda. En la práctica, esa politización de la realidad cotidiana – el activismo militante aplicado al dominio de las costumbres y las identidades individuales– revierte justamente en la situación inversa: en la despolitización del cuerpo social. Porque si todo es política, nada es política. La política, que es expresión de la voluntad general y defensa de proyectos colectivos, se difumina y se disuelve en una miríada de reivindicaciones privadas y de micro–relatos.
Todo esto es especialmente visible en el debate sobre feminismo e identidades sexuales, cuestiones que conforman hoy el pan y circo posmoderno. Como señala el politólogo canadiense Maxime Ouellet: “los movimientos sociales – especialmente las feministas de segunda generación – han intentado re–politizar la esfera cultural con la fórmula “lo privado es política”, con lo que la lucha radical por la transformación de la sociedad se ha ido convirtiendo, de forma progresiva, en luchas identitarias por el “reconocimiento”, alimentando de esta forma el nuevo espíritu del capitalismo”.[7] La izquierda posmoderna desempeña un papel central en esta dinámica, al trufar su retórica anti–neoliberal con un marketing de cuestiones de género disfrazado de “revolución”. Una mezcolanza que, en los atavismos mentales de izquierda, tiene bastante sentido. Como señala el filósofo Shmuel Trigano – “si el género es un hecho social, la lucha “sexual” sustituye a la antigua lucha de clases, y la política se extiende al cuerpo y a las relaciones sexuales”. En esa línea, el filósofo de extrema izquierda Alain Badiou señala que “en el materialismo democrático, la libertad sexual es el paradigma de toda libertad”.[8] De esta forma el cuerpo humano – la posibilidad de reconfigurarlo, de adaptarlo o tunearlo a discreción– se configura como el último “Palacio de Invierno” que quedaba por asaltar.
No tiene nada de extraño que, en la era del neoliberalismo, la cuestión de la identidad sexual se eleve a paradigma de toda libertad. Éste el punto de encuentro en el que todos coinciden: desde la derecha conservadora (que siempre termina conservando los avances progresistas) hasta la izquierda radical–chic. Así se explica que los gays y demás minorías sexuales se hayan convertido en los iconos del sistema, en algo así como la quintaesencia de los valores europeos o la reserva espiritual de occidente. Al fin y al cabo se trata de “la lucha” por antonomasia: aquella que, por mediación de una cadena de equivalencias (Laclau dixit), sintetiza y absorbe todas las luchas concomitantes.[9] Un ámbito – el de la teoría de género – que alberga una paradoja tan inquietante como poco advertida: desde el momento en que el sexo se considera un “constructo social” (escisión entre sexo y género), cualquier intento de “anclaje” del individuo en un sexo determinado terminará considerándose, potencialmente, como algo discriminador y opresivo. La indeterminación sexual – el estatuto de máxima fluidez y apertura – se eleva así a conditio sine qua non de la emancipación humana. Lo cual, en un último estadio, podría conducirnos a la negación del sexo; o como reclama abiertamente la filósofa Monica Wittig “a la destrucción del sexo para acceder al estatus de sujeto universal”.[10] En suma: una ideología castradora. “Marxismo cultural”, dicen algunos. ¿Verdaderamente?
Una patología norteamericana
Al explorar los orígenes estadounidenses de la “corrección política”, el escritor francés Francois Bousquet llama la atención sobre el hecho de que “la economía psíquica norteamericana parece funcionar por la transferencia de sus patologías al mundo entero, como si se aliviase al exportar sus fobias, su paranoia, su fiebre antiséptica”.[11] La historia es antigua: desde la ideología castradora de los primeros puritanos (del verbo “purify”, purificar) que desembarcaron en Nueva Inglaterra a comienzos del siglo XVII, hasta la corrección política y el celo inquisitorial de los nuevos vigilantes de la Virtud. El sesgo moralista y puritano de la corrección política – y más concretamente, del feminismo americano– ha sido repetidamente subrayado por la profesora (y feminista atípica) Camille Paglia, quien recuerda cómo las sufragistas americanas se asociaron, a comienzos del siglo XX, a la “liga de la templanza” y a su cruzada contra el alcohol. Como consecuencia de este furor puritano, la “Ley seca” dejó, en los Estados Unidos, un legado de criminalidad organizada cuyas consecuencias se siguen padeciendo.[12] El dogmatismo del Bien (el buenismo) suele ser una receta asegurada para el desastre.
¿Son las políticas de género – como repite cierta derecha– otra forma de “marxismo cultural”? No falta quien cita el libro de Engels “Los Orígenes de la familia” como un ejemplo de la intención marxista de acabar con esta célula básica de la sociedad. Lo que no responde a la realidad. Engels denunciaba las reivindicaciones feministas como productos de una sensibilidad pequeño–burguesa: la de las mujeres que deseaban ocupar altos puestos profesionales. En su visión, sólo una perspectiva de clase, común a hombres y mujeres, permitiría la liberación de todos. Un enfoque con el que (en cierto modo) también concuerda Camille Paglia, cuando señala que el feminismo actual privilegia los valores y preocupaciones de una clase alta de mujeres profesionales, mujeres que son presentadas como “el más alto desiderátum, la cúspide evolutiva de la humanidad”, pero que recurren, mientras tanto, a la explotación sistemática de las mujeres de la clase trabajadora para el cuidado de los hijos y las tareas domésticas.[13]
Por mucho que se empeñe la rutina mental de cierta derecha, la ideología de género y la corrección política son dos fenómenos con claras raíces en los Estados Unidos. No hay en los textos del marxismo clásico nada que inevitablemente apunte hacia ellos. Cabe más bien pensar que nos encontramos aquí ante neoliberalismo cultural puro y duro, por mucho que, a niveles retóricos, se adorne de resabios marxistas.
Cabe preguntarse ¿responden todas estas formas de neoliberalismo cultural a una patología americana?
Aunque la corrección política parezca a veces una locura, como en el “Hamlet” de Shakespeare “hay un método en ella”. Más que un método, se trata de una lógica y de una racionalidad implacables. Porque el neoliberalismo, mucho más que un conjunto de rapiñas económicas, es ante todo una racionalidad. O como señalan los filósofos Pierre Dardot y Christian Laval, el neoliberalismo es “la nueva razón del mundo”.[14]
Se trata de saber de qué manera la izquierda posmoderna se inscribe en ella.
[1] La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos. Taurus/Open Mind/BBVA 2017.
[2] Simon Springer, “Neoliberalismo y movimientos antisistema”, pp. 156–173 Obra citada.
[3] Cédric Biagini, Guillaume Carnino, Patrick Marcolini, Radicalité. 20 penseurs vraiment critiques, pp. 7–25. Éditions L'Échapée 2013.
[4] Cédric Biagini, Guillaume Carnino, Patrick Marcolini, Obra citada, p. 14.
[5] Cédric Biagini, Guillaume Carnino, Patrick Marcolini, Obra citada, p. 15.
[6] Anselm Jappe, Les aventures de la marchandise. Pour une critique de la valeur.Éditions La Découverte 2017, pp. 269–270. La obra “Imperio” de Michael Hardt y Toni Negri fue saludada en su aparición (año 2000) como “El Capital del siglo XXI”: libro de referencia insoslayable para radicales y alter–mundialistas.
[7] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalisme cybernétique dans la societé globale de l'information. Les Éditions Écosocieté 2016, p. 254.
[8] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Hermann Philosophie 2012, pp. 36–37.
[9] Con la temática gay a punto de saturarse, los laboratorios posmodernistas ya han elaborado una larga lista de “géneros” que tomarán el relevo en la agitación de la opinión pública.
[10] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Éditions Hermann 2012, pp. 35–37.
[11] Francois Bousquet, “L'Autre révolution culturelle. Les nouveaux Gardes rouges du multiculturalisme”. En Éléments pour la civilisation européenne. Numéro 171 (abril–mayo 2018).
[12] Camille Paglia, Free women, free men. Sex–gender–Feminism. Canongate 2018, pp.124–125.
[13] En Los orígenes de la familia Engels desarrolla un análisis histórico de la familia desde los presupuestos del materialismo dialéctico, poniendo de relieve el papel subordinado de la mujer en el seno de la misma. En su perspectiva, la auténtica emancipación de las mujeres no es la misma que reclaman las feministas. Para Engels “la explotación de millones de mujeres de la clase trabajadora está un millón de veces alejada de los problemas de las pequeño–burguesas que infestan el llamado movimiento de las mujeres”. A su juicio las feministas se centran en los prejuicios y actitudes masculinas, más que en una problemática de clase. Y ello es así porque “actúan desde dentro de los confines del capitalismo, deseando expandir el número de mujeres de clase media en puestos profesionales. Pero la emancipación de las mujeres sólo será posible cuando la mujer tenga la capacidad de participar en la cadena de producción a gran escala, y cuando las tareas domésticas ocupen su atención en menor grado”. Para Engels, la situación de las trabajadoras es por lo tanto una cuestión de clase, que requiere la unidad de la clase trabajadora – hombres y mujeres – en una lucha común para derribar el capitalismo. En su interpretación, el establecimiento de una sociedad comunista revertirá en el fin de la “poligamia masculina” (motivada en su opinión por el interés en asegurar una herencia), de forma que la monogamia será común para hombres y mujeres (Mary Hansen y Rob Sewell, On Engels “Origin of the Family, www. marxist.com). No hay por tanto en Engels una llamada a la destrucción de la familia, sino a la reconfiguración de la misma desde una perspectiva igualitaria, dentro de la sociedad comunista.
[14] Pierre Dardot y Christian Laval, La Nouvelle Raison du Monde. Essai sur la societé néoliberale. La Découverte 2009.