Mayo 1968 como proyecto europeo
La Unión Europea, en su configuración actual, es la construcción política que mejor traduce en la práctica los ideales de 1968. “Unir el espíritu de mayo con la construcción europea es una proeza que da un nuevo horizonte al mesianismo gauchista”.[1] Con esta frase, el filósofo francés Vincent Coussedière sintetiza el gran éxito de los revolucionarios de mayo: insertar sus utopismos en las instituciones.
El divorcio entre la revolución y la clase obrera: ésa es probablemente la gran conclusión a extraer de los sucesos de aquél célebre mes de mayo. Algo que Pier Paolo Pasolini vio perfectamente en su día, cuando decía que entre los estudiantes radical–chic y la policía, él prefería a la policía, es decir: al pueblo. Desengañados de las posibilidades de una revolución en la calle, los gauchistas apostaron por la única vía posible: el gramscismo. Lo que significa: la conquista de las instituciones por una élite al margen del pueblo político. La construcción europea – basada en un modelo funcionalista de cooptación tecnocrática– ofrecía una vía adecuada para ello.
Conviene partir de un hecho: el proceso de construcción europea, en sus orígenes, tenía un carácter más bien escorado a la derecha. Nacido del trauma de la segunda guerra mundial, el proyecto de los padres fundadores reposaba sobre un humanismo demócrata–cristiano, receloso de las naciones y de los desbordamientos de la política. El proyecto europeo compartía con el gauchismo, no obstante, un rasgo esencial: su carácter de ideología desencarnada. Como expresa agudamente Vincent Coussedière “así como el gauchismo no puede reconstruir una ideología sobre la base de la clase y del proletariado, el europeísmo no puede construir una ideología sobre la base de la nación”.[2] “El nacionalismo es la guerra”, decía Francois Miterrand. La culpabilización del sentimiento nacional, la identificación de las naciones con un sentimiento excluyente y agresivo – con una definición étnica o racial de la comunidad política– orientaba la construcción europea hacia un universalismo superador de toda idea nacional. Algo en lo que el proyecto europeo y el gauchismo coincidían básicamente. El modelo multicultural y la ciudadanía como vínculo contractual – desprovistos ambos de densidad histórica– serán a la larga los puntos de encuentro entre uno y otro.
Conviene subrayar otro rasgo común al europeísmo y al gauchismo: su carácter básicamente antipolítico, su énfasis en la vida privada y en la emancipación individual. Mayo 1968 fue sobre todo y ante todo – como subrayan, entre otros, Gilles Lipovetsky y Pascal Bruckner– una colosal explosión de individualismo. De forma coincidente, es el individuo (y no el pueblo) el gran protagonista de la construcción europea: el individuo portador de derechos, el titular de la ciudadanía entendida como contrato civil. Es el mismo individuo del gauchismo, desnacionalizado y emancipado. O el individuo del neoliberalismo, fuerza de trabajo nómada y reemplazable. “En lo que el gauchismo y el europeísmo van mucho más allá que Marx – señala Vincent Coussedière – es que éstos ya no se contentan con corregir las desigualdades económicas que dificultan el ejercicio de las libertades políticas (…) lo que ambos tratan de corregir es la desigualdad del individuo en el ejercicio de sus libertades privadas. Cada uno debe gozar de la libertad de “devenir uno mismo”, de buscar una identidad cuyo reconocimiento debe ser garantizado por la benevolencia universal de las instituciones europeas”.[3] El modelo gaucho–europeísta del multiculturalismo y las minorías organizadas será garantizado por las operaciones de ingeniería societal y por un lobbying cobijado entre las instituciones europeas. Es la Europa de la “gobernanza”, situada más allá de la política y de sus sobresaltos, imperturbable ante las consultas populares y las soberanías nacionales. [4]
“Cambiar la vida”, era el eslógan de los socialistas franceses en su victoria electoral de 1981. Un eslógan que recoge toda la negación de la política que se contenía en el espíritu de mayo 1968. Porque “cuando todo es política, ya nada es política, dado que los resortes de la acción política reposan sobre una delimitación estricta de lo público y lo privado”.[5] Francois Miterrand tomaría el relevo de Valery Giscard d'Estaing en la aplicación del programa ideológico de mayo 1968, en unos años en los que el gauchismo ostenta el control férreo de la sociedad civil. Paralelamente, el nuevo Presidente imprime al socialismo francés un impulso europeísta que reemplaza al soberanismo de De Gaulle. Con Miterrand la izquierda institucional muda de piel, y lo hace – según Vincent Coussedière – a través de cuatro vectores: 1) el tercermundismo reemplaza el internacionalismo de clase, y prepara con ello el inmigracionismo y la culpabilización de la preferencia nacional 2) el ecologismo reemplaza la crítica al capitalismo y a la sociedad de consumo, y prepara los movimientos “altermundialistas” 3) el feminismo reemplaza al obrerismo, y prepara el victimismo identitario y la guerra de sexos 4) el pedagogismo reemplaza el adoctrinamiento por el partido, y prepara todo eso que Jean–Claude Michéa llamará más tarde “la enseñanza de la ignorancia”, y que Philippe Muray bautizará como “Homo Festivus”. Pero el gran legado de Miterrand será no tanto la socialización de Francia como su europeización. “Francia es nuestra patria, Europa nuestro futuro” decía el Presidente, blindando así la fusión entre el legado gauchista y la agenda europea. La consagración de los derechos del hombre como nueva religión secular sellará la convergencia entre uno y otra.
En el horizonte gaucho–europeísta ¿cómo definir Europa? El rechazo a cualquier referencia a las “raíces cristianas” – en la Constitución Europea en 2005– revela menos un laicismo militante que una oposición cerrada a identificar Europa con una civilización particular y diferenciada. En el horizonte utópico sesentayochista, si Europa tiene interés lo es únicamente como prototipo de una humanidad mundializada, para lo cual debe evacuar su historia y su identidad específica. Y si de alguna identidad se trata, ésta es la de unos “valores” definidos en términos universales, susceptibles de englobar a la humanidad entera.[6] El objetivo es construir la “eurogobernanza como antecámara de la gobernanza mundial” (Jeremy Rabkin), porque lo que cuenta no es definir una entidad “Europa”, sino desarrollar instituciones sociales, políticas y económicas que se extiendan más allá del Estado–nación y que alcancen realmente al individuo (Anthony Giddens).[7]
Cincuenta años después de los sucesos de mayo, Gran Bretaña vota a favor del Brexit; un muro invisible se alza, en la Unión Europea, entre los Estados del este y el oeste; y el llamado “populismo” consolida posiciones. Mientras tanto los gobiernos europeos, en plena fuga hacia delante, reclaman “más Europa”.
Durante todo este tiempo, un hombre sigue sentado en el Parlamento Europeo. Tras varias décadas calentando un escaño, un avejentado Daniel Cohn–Bendit simboliza mejor que nadie la síntesis vencedora: la de la construcción europea y el espíritu de mayo 1968.
Mayo 1968 como entrada en progrelandia
Es ley común a todas las revoluciones el dar a luz a un cierto tipo humano. El “capitán de industria” en la revolución industrial, el ciudadano– patriota en la revolución francesa, el internacionalista proletario en la revolución rusa – figuras todas ellas que sintetizan el espíritu de una época. La revolución de mayo 1968 nos ha traído al “progre”. ¿En qué consiste ser “progre”? ¿Cómo devenir uno de ellos? ¿Cómo reconocerlos en la vida diaria?
La cuestión no es baladí, dado que a pesar de ser el prototipo de una cultura hegemónica – si bien cada vez más contestada–, la idiosincrasia progre no se deja atrapar fácilmente: no se remite a un corpus teórico, ni se resume en una filosofía política, ni se agota en un credo ideológico concreto. Ser progre – y esto es un error extendido – no equivale sin más a ser de izquierdas; de hecho el “rojo” de toda la vida no suele ser progre (como pudo verse en la actitud del Partido Comunista francés durante el mayo parisino). Ser progre consiste ante todo en una actitud vital, la inaugurada por los baby–boomers sesentayochistas e inoculada en las generaciones que siguieron. Esta actitud remite a un proyecto que no es político – no suele abogar por un cambio radical de régimen – sino societal y moral. De ahí la fuerte carga devocional, misionera y virtuosa del progre, que es lo que le hace particularmente cargante.
Ser progre – y aquí nos acercamos al meollo psicológico de la progresía – consiste en una cuadratura del círculo, en una unión de contrarios, en una impostura, en suma. El progre se arroga la épica de las grandes causas que dice defender, sin asumir los sacrificios que una auténtica lucha implicaría. El progre sustituye la experiencia real por un relato edificante, en el cuál él es a la vez autor y protagonista absoluto. Así el progre se imagina paladín de un “Otro” idealizado, mezclando la aventura light, el turismo y la buena conciencia. Porque si algo caracteriza al progre es su mirada turística sobre el mundo, o – en palabras de Alain Finkielkraut– “la celebración de su deambular sibarita en el gran bazar consumista como una victoria del nomadismo sobre los prejuicios patrioteros”.[8] El progre vive en la ilusión del compromiso con la mejora moral de la humanidad, mientras exige todas las ventajas que esta sociedad execrable está obligada a ofrecerle. Porque el progre lo vale y porque él se lo merece. De ahí que el progre pueda arrojar su mirada indignada sobre la fealdad del mundo, para condenarlo, para purgarlo y pasteurizarlo, porque el progre camina en el sentido de la Historia y además está convencido – así lo cree firmemente – que la Historia culmina en él, el progre, porque él es mejor, más listo y más bueno que todos los que le han precedido en el tiempo.
Señalábamos que el progre se distingue por su actitud moral, aunque mejor cabría decir moralista. Decía Tzevan Todorov que así como el “hombre moral” somete su vida a criterios del bien y del mal, el “hombre moralista” somete a tales criterios la vida de los que le rodean.[9] Pero el moralismo del progre es básicamente inmoral, en la medida en que una intención legítima (la causa que dice defender) se interfiere con una intención bastarda: la de exhibir su propia ejemplaridad (virtue signalling) para construir su imagen social y ejercer una implacable conciencia fiscal sobre sus semejantes. El moralismo del progre hunde sus raíces en los radical sixties como fenómeno americano. Conviene tener presente que, como ya hemos visto, estos años comienzan en América bajo el signo de la moralidad y la justicia, con un lenguaje muy teñido de religión (el movimiento de los “derechos civiles” de Martin Luther King es un ejemplo). Esta actitud moralista sería reformulada en términos posmodernos para desembocar en la corrección política, que es la pedagogía puritana del universo progre. El progre protagoniza una cruzada por el Bien en la que él se arroga un papel estelar y en la que la existencia del enemigo le resulta vital. ¡Qué sería del progre sin sus villanos favoritos!: los sexistas, machistas, misóginos, xenófobos, eurófobos, serófobos, transfobos, homófobos, islamófobos…
Señalábamos arriba que el progre está lleno de exigencias. Pero al mismo tiempo quiere estar exento de responsabilidades. Su carácter exigente le viene del fenotipo sesentayochista, de aquellas generaciones contestatarias que portaban en sí – señalaba Pascal Bruckner – “un viejo niñato quejica, voraz, impaciente de ser feliz enseguida, convencido de que la colectividad se lo debe todo, que merece la mejor de las existencias posibles por el mero hecho de haber nacido”.[10] Del sesentayochismo procede también el culto a la juventud celebrada como un fín en sí misma, lo cuál hace posible abolir el principio de autoridad: “desconfiar de los adultos, ver la madurez como algo caduco, como un compromiso con las mentiras y fealdades del viejo mundo”.[11] El juvenilismo sesentayochista derivará en el culto al “niño eterno” que todos portamos dentro, una cursilería que ha desembocado en la infantilización general de la sociedad (lo que a su vez asegura al Mercado varias generaciones de consumidores compulsivos).
Comparada con las tareas hercúleas de sus predecesores, la gesta de los primeros progres fue un itinerario algodonoso y placentero. La rebelión baby–boomer partía de una zona de confort: el “viejo mundo” sólido y estable transmitido por sus padres, familias estructuradas y valores en los que se podía confiar, una “red de seguridad que ellos retiraron a sus descendientes, arrojándolos al vacío”(Bérénice Levet).[12] Al rechazar sus responsabilidades y al hacer de la inmadurez un valor canónico, los sesentayochistas fabricaron generaciones de seres ansiosos y desamparados, y finalmente la rebelión de los “reprimidos” – en expresión de Marcelo Veneziani – se saldó en la multiplicación de los deprimidos.[13] Pocas imágenes adquieren hoy una pátina tan sombría – de entre los vestigios vintage de la era setentera– como esas fotos de cuerpos desnudos aglomerados en comunas hippies, metáforas de la humanidad salida del laboratorio progresista: el individuo absolutizado en su libertad y en su deseo, arrojado al mundo sin las mediaciones identitarias que dan sentido a la vida; el individuo “máquina deseante” de Deleuze y Guattari; las “partículas elementales” de las novelas de Houellebecq, individuos abocados a los afanes bovinos de placidez y satisfacción egocéntrica, perfectamente indiferentes a la civilización de la que son herederos, emancipados de cualquier arraigo, carne de Sumisión.
Señalábamos arriba que el progre no equivale forzosamente al hombre de izquierdas. Se trata más bien de un residuo del mismo. “El progresista – señala Bérénice Levet– es lo que queda del hombre de izquierdas cuando éste ya no cree más que en una cosa: el culto a la novedad, al movimiento, a la ida o mejor a la huida hacia delante, porque poco importa hacia dónde se va, lo importante es ir, avanzar y enterrar el pasado (…) El progresista– y esa es sin duda su definición más perfecta– ha programado la obsolescencia del Ser occidental. El mundo soñado por los progresistas no es un mundo más justo, sino un mundo que ya no tendrá ningún vínculo con el pasado, un mundo de donde todo el polvo del pasado habrá sido limpiado”.[14] Su ideal no es la revolución sino la emancipación.
Voluntad de emancipación: he ahí el meollo ideológico de 1968. Esta idea se articula –señala la filósofa Chantal Delsol – “en torno a una dogmática universalista que radicaliza a ultranza el proyecto de la Ilustración. Las pertenencias substanciales que afectan al hombre, cualesquiera que éstas sean, serán inmediatamente denunciadas como una cárcel de la que es preciso liberarse”.[15] Nos encontramos aquí en el momento crítico de la historia del liberalismo. En su propia esencia, el liberalismo es liberación de todo aquello y lucha contra todo aquello que no es liberal. Vencedor de todos sus enemigos, el liberalismo se revuelve contra el hombre; más concretamente, contra las determinaciones que, en el hombre, escapan a la elección y al libre albedrío, incluídas las del propio cuerpo. Fenómenos como el feminismo de tercera generación, la resignificación del cuerpo sexuado o la teoría cyborg apuntan en ese sentido: el fantasma del auto–engendramiento en un horizonte post–humanista.
¿Cuál es la bestia negra del pensamiento 1968? Cualquier cosa que fije al hombre en una identidad permanente: he ahí el objeto de resentimiento de las generaciones de la French theory, o lo que es decir, del gauchismo de 1968 en su síntesis franco–americana. Sólamente cuando todas las identidades colectivas hayan sido erradicadas, sólamente cuando el hombre haya sido convertido en una tabla rasa, en un ser flexible, intercambiable y liberado de cualquier determinación cultural o biológica, la emancipación total del individuo habrá sido alcanzada.
No es extraño, por lo tanto, que al progre le cueste tanto identificarse con una nación, con una cultura, con una identidad arraigada. El progre considera al patriotismo como una vulgaridad de mal gusto y se siente más afín a una overclass mundializada. Liberado de cualquier filiación nacional, cultural, étnica o religiosa, el progre es un cuerpo glorioso que se manifiesta en otra dimensión: la suya propia. El progre es ciudadano de su propia realidad. El progre sólo es súbdito de progrelandia.
¿Salir de Progrelandia?
La ideología de 1968 ha infectado Europa. Es una enfermedad que nos matará si no encontramos una cura (…)
La ideología de 1968 está divorciada de la realidad y no puede durar a largo plazo. Desaparecerá con el tiempo. O bien nosotros, europeos, nos recuperamos y nos liberamos de ella, o bien arrastrará a Europa en el abismo y desapareceremos juntos.
MARKUS WILLINGER
Para lo mejor y para lo peor, mayo 1968 ha abolido el sentido y todo lo que produce sentido. Ahora bien, el Islam propone un retorno del sentido y de lo que produce sentido, en un mundo desprovisto de sentido. Puede que sea un sentido sin sentido, pero importa poco: basta con que colme a aquellos que se encuentran en desamparo existencial o en extravío ontológico.
MICHEL ONFRAY
Érase una vez una generación prodigiosa que creció en la década del mismo nombre. Una generación que no conoció la guerra y se hizo adulta en una época de pleno empleo. Una generación que inauguró la sexualidad agenésica y cumplió su programa de “gozar sin barreras”. Una generación que impuso su dominación política, económica y social a las generaciones siguientes. Una generación que disfruta hoy de un sistema de seguros y de pensiones que desaparecerá, sin duda, después de que ella haya desaparecido. Una generación que trajo la inmigración masiva a Europa, y que desaparecerá antes de que su sueño multicultural explote. Una generación que creció en familias grandes y unidas, y deja tras de sí un reguero de familias rotas y de solitarios.
Aquella generación, la más mimada por la historia, cincuenta años después conmemora su gesta fetiche, y vuelve a recordar aquél idealismo, aquél compromiso, aquella utopía de mayo florido, frente a estos jóvenes de hoy en día, tan romos, tan materialistas, tan prosaicos en sus aspiraciones, los pobres…
Sin embargo, resulta instructivo contemplar la distancia entre cómo ellos se ven y como les ven aquellos que mejor les han calado. “Los últimos sesentayochistas, momias progresistas moribundas, sociológicamente exangües pero refugiados en sus ciudadelas mediáticas, desde donde conservaban la capacidad de lanzar imprecaciones sobre las desgracias de los tiempos y sobre la atmósfera nauseabundaque se extendía por el país…” (Michel Houellebecq, Sumisión).
Conviene no engañarse. Si bien los herederos de 1968 han perdido el monopolio de la palabra y su hegemonía intelectual se ve desafiada, lo cierto es que continúan ostentando el monopolio de la palabra legítima. No en vano, desde sus “ciudadelas mediáticas” – en realidad, desde todo el mainstream mediático de occidente– redoblan los anatemas contra las rebeliones que, aquí y allá, van estallando contra el sinfronterismo, contra el “culto al Otro”, contra la inmigración de repoblación, contra las políticas neoliberales, contra la corrección política, contra el mundialismo… contra los dogmas de un sistema, en suma, que ha transformado a las naciones europeas en “campos de batalla de individuos–mónadas, que intentan hacer valer sus derechos frente a unos Estados reducidos a prestatarios de servicios” (Bérénice Levet).[16] No es extraño por tanto que los comentaristas, los expertos, los Think tanks y los intelectuales de servicio repitan la misma letanía: efectos de la crisis, retorno a los atavismos, posverdad, fake news, xenofobia, la caverna, trama rusa ¡populismo!
Pero se equivocan. El viejo truco tantas veces empleado (el framing progresistas versus reaccionarios) funciona cada vez peor. En palabras de Michel Onfray, “si bien la crítica de mayo 1968 era hace tiempo el dominio reservado de la derecha, esta misma crítica se ha convertido hoy, más allá de la ideología, en una higiene de la lucidez”.[17] ¿Hacia una liquidación de mayo 1968? Los síntomas anuncian que los ídolos progresistas, víctimas de su propia hubris, también llegarán a su ocaso. El problema estriba en saber lo que dejarán tras de sí.
Como proyecto intelectual el sesentayochismo está hoy agotado, pero como realidad sociológica se encuentra en su apogeo. Por ello “liquidar mayo 1968” no puede consistir en una promesa electoral al estilo del cantamañanas de Sarkozy. Ello es así porque mayo 1968 se inscribe en un ciclo muy largo: en el de la extensión brutal del fenómeno democrático desde el campo de la política al de todos los órdenes de la vida. Mayo 1968 aparece así como el complemento lógico de 1789, y en ese sentido – como decía Alain Besancon– es más importante que la revolución de octubre 1917, la cual “ha destruido e inmovilizado, pero no ha fundado nada”.[18] Liquidar mayo 1968 supondría por tanto rescatar “la idea y la práctica de la democracia del proceso histórico que lleva el mismo nombre”; liquidar mayo 1968 supondría escindir la democracia como régimen político de esa dinámica que se confunde con ella, y que consiste, entre otras muchas cosas, en la supresión de las fronteras y la nivelación de las diferencias entre todos los hombres y todos los pueblos.[19] Desde una perspectiva más visionaria, liquidar mayo 1968 supondría también el comienzo del fin para todo el ciclo empezado en 1789. El preludio ineludible sería la asunción de una antropología alternativa que se sitúe más allá del progresismo. Una tarea ingente, a la medida de los desafíos a afrontar.
Por el momento, las vías de salida de progrelandia están rodeadas de impasses. De caminos que conducen a ninguna parte. Uno de esos caminos consiste en lo que podríamos llamar “diagnósticos parciales”: la reducción de los problemas a cuestiones de “ajustes”, a cambios en la globalización, a la corrección de “políticas neoliberales” etcétera.
El problema de estos planteamientos “reformistas” es que parten de los mismos principios, filosóficos y políticos, del sistema al que critican. Pueden por ello ser considerados como críticas internas. Es el caso de la llamada “izquierda populista” (en realidad, la extrema izquierda), cuya especialidad es el ataque a los efectos perversos del neoliberalismo. Pero esta extrema izquierda –heredera del gauchismo más elitista– comparte con el neoliberalismo una perspectiva antropológica común, que se manifiesta en cuestiones como el universalismo, el sinfronterismo, el inmigracionismo, la defensa de una mundialización “alternativa” (Tony Negri), el papel mesiánico de los “movimientos sociales” (Ernesto Laclau), la emancipación individual, el “shopping” identitario… variaciones todas ellas, más o menos enriquecidas, de las viejas utopías sesentayochistas. Todas ellas reproducen el framing progresista y pueden ser consideradas, por ello, como subtemas dentro de la antropología liberal.
Las requisitorias de extrema izquierda suelen designar a un cómodo chivo expiatorio, “el capitalismo”, pero sin una crítica convincente sobre las condiciones culturales de su transformación en neoliberalismo. Más bien al contrario: las cruzadas culturales de la extrema izquierda – en la línea de los radical sixties– fortalecen al neoliberalismo en sus exigencias de fluidez, de flexibilidad, de nomadismo, de intercambialidad entre todos los seres humanos, dentro del mercado global como paradigma único. En el plano estrictamente económico, las recetas de la extrema izquierda son impotentes para paliar la creciente precariedad material de los trabajadores europeos. Sin embargo, todas ellas coinciden en apostar por la llegada, desde otros continentes, de un proletariado de sustitución que la reconforte en sus fantasías revolucionarias. Más que luchar por la igualdad entre sus conciudadanos, la prioridad de esa extrema izquierda es la “justicia” desde un punto de vista global, moralista y abstracto; un enfoque en el que “las desigualdades ontológicas (el “sexismo”, el “racismo”) son mucho más importantes que las desigualdades sociales” (Alain de Benoist).[20] Pero sobre la creciente desposesión identitaria de los ciudadanos europeos, de eso ni una palabra (aparte, claro está, de denunciar la “xenofobia” y el “racismo”).
Sin embargo, es en ese plano donde se juega lo más importante. Porque la tragedia del hombre de la era neoliberal excede la de las condiciones materiales. En último término el problema no estriba en el capitalismo (aunque también), sino en la quiebra de una cadena inmemorial de transmisión. El problema estriba en que, a partir de los radical sixties, el hombre ha dejado de ser un heredero: la sociedad ya no le asigna una identidad, ni le invita a formar parte de un destino colectivo. Se trata por tanto de una crisis existencial. De una tragedia que afecta no ya al tener sino al ser. Es en esos términos en los que hay que plantear el debate.
En este quiebre identitario, cultural y ontológico es donde se introduce el Islam. El Islam como sistema autosuficiente y cerrado, coherente y sin fisuras. El Islam como muralla y como castillo, como abrazo caluroso y como latido colectivo. El Islam en Europa es no sólo expansión demográfica, es sobre todo deseo de Islam. El Islam es el más sonoro desmentido, la más rotunda refutación, la más humillante bofetada a la antropología del sesentayochismo, por su esterilidad e ineptitud, por su divorcio de la realidad y de las aspiraciones más elementales del ser humano. Sed de comunidad, sed de trascendencia, sed de sentido. Atrapada en su xenofilia, en su etnomasoquismo y su castración buenista, progrelandia no puede oponerse al Islam sin negarse a sí misma. Por eso, frente al Islam se agarrota, se bloquea, entra en cortocircuito. Frente a progrelandia, el Islam no discute, no argumenta ni regala nada. Desprecia, pisotea e ignora. Construye su realidad paralela. El Islam es una vía posible de salida de progrelandia, porque sabe que frente a ésta no cabe otra actitud que la de volver la espalda. Demografía, educación y paciencia. Y como decía T. S. Eliot, así acaba el mundo de los hombres vacíos, no con una explosión sino con un suspiro…
¿Qué hacer? Hay otra actitud extendida, que consiste en adoptar una postura explícitamente “conservadora” o “reaccionaria” frente a los “excesos” del sesentayochismo. El problema es que, al adoptar esa terminología, se está ya aceptando el campo semántico (el “marco”) de progrelandia. Pero más allá de cuestiones semánticas, esta actitud plantea otro problema. Las posturas conservadoras o reaccionarias no dejan de ser posiciones pasivas, intelectualmente confortables. Ambas se sostienen en una inercia: la de ralentizar (en el caso de los conservadores) o la de invertir (en el caso de los reaccionarios) el sentido de los acontecimientos. En ambos casos nos movemos dentro de la concepción “lineal” del tiempo histórico progresista.[21]
Si lo pensamos bien, proclamarse conservador o reaccionario carece de sentido. En primer lugar, porque la “conservación” es, como horizonte y como meta, una ambición mediocre. Tal es el sentido de la exhortación nietzschiana a “empujar lo que ya se desmorona”, a “desescombrar los viejos templos y construir otros nuevos”. En segundo lugar, porque no se puede retroceder en el tiempo. Salir de progrelandia será una tarea para los nacidos en una era muy especial: en la de la deconstrucción de todo aquello que la cultura había construido. Una era de descivilización. Para bien o para mal, los hijos de progrelandia serán muy diferentes a todo lo que vino antes que ellos. Pero cuando se liberen de la carcasa progresista, cuando maten al padre sesentayochista, esos nuevos europeos podrán liberar en sí mismos un instinto de destino colectivo, podrán religarse a una herencia ancestral. No para anclarse en ella, sino para metamorfosearla y proyectarla al futuro. El escritor francés Guillaume Faye hablaba a este respecto de “arqueofuturismo”. Tal vez se trate simplemente de una forma alternativa de nihilismo. De un nihilismo activo, frente al nihilismo pasivo de la desesperanza. “En la hora actual, el nihilismo define a aquél que niega el nihilismo. Niega a aquél que niega. Estadio final de la negación y la negatividad” (Michel Onfray). Es el nihilismo de La Gaya Ciencia descrito por Nietzsche, un nihilismo que ríe, un nihilismo burlesco, porque lo burlesco es una de las modalidades de lo trágico, y lo trágico es el combustible que permite reactivar la historia.[22] Frente a la moralina correctista, el nihilismo como revulsivo liberador.
Mayo 1968. Cincuenta años después, volvemos a observar las imágenes. El barrio latino, las barricadas, las cargas policiales, las arengas inflamadas. A pesar de los gestos crispados y de las escenas de tensión, la atmósfera predominante es bulliciosa, optimista, festiva. La propia de un ambiente benigno y de una juventud acomodada. Si la comparamos con la de nuestros días, su aspecto resulta hasta elegante. Aún eran parte de aquél viejo mundo que tan empeñados estaban en destruir. No fue la suya una revolución sombría. Los rostros, las expresiones, los eslóganes, todos reflejaban lo que en el fondo todos sabían: la batalla estaba ganada de antemano. El viejo mundo – la vieja moral, las viejas costumbres – estaban ya carcomidas por dentro. Bastaba con darles un empujón. Bastaba con sumarse al viento de la historia.
Medio siglo después, los vientos de la historia son bastante más inciertos. Otra juventud llega, y lo hace a lomos de una crisis que, el día de mañana, podría tornarse en caos. Atomización, ruptura del vínculo social, supresión de la idea de destino compartido, vértigo de la desidentificación. Frente a ello ya no va quedando gran cosa que conservar, y sí mucho que limpiar, mucho que restablecer, mucho que construir. Ante todo, un horizonte de sentido colectivo. Decía Pier Paolo Pasolini que la falsa revolución de 1968, al establecer una monstruosa barrera entre las generaciones, había entregado a la juventud al moloch de un consumismo conformista. La tarea de la nueva juventud europea será saltar esa barrera, reencontrarse con los padres; pero no con los que ha conocido en vida –al fin y al cabo, éstos son los más contaminados del espíritu de 1968 –, sino metafóricamente con todos los otros, con una muchedumbre invisible y ruidosa de la cuál son herederos.
Pueblo, patria, identidad, comunidad, multipolarismo: ésas son hoy las palabras subversivas, las palabras que hacen daño. ¿Qué hacer? La eterna pregunta de todos los revolucionarios; ésta sólo cobra sentido, hoy en Europa, si es precedida de la pregunta: ¿quién soy?, y de la pregunta definitiva: ¿quiénes somos nosotros?
Responder a esas dos preguntas será enfrentar el quiebre ontológico, la parálisis de la voluntad, la enfermedad del alma que precede a la extinción. Formular las preguntas, encontrar las respuestas, actuar en consecuencia, ésas serán las tareas de una nueva juventud. Una juventud que lo tendrá mucho más difícil que aquella de mayo 1968. Una juventud que está emplazada a entablar – que ya empieza a hacerlo, en sus sectores más rebeldes– una conversación radical entre sí y para sí misma. Con lo que ahí suceda y con lo que ahí resulte, se jugará el futuro de la civilización europea.
Los artículos de Adriano Erriguel sobre Rusia y América, publicados hace en este periódico, han sido reunidos en un volumen editado por Ediciones Insólitas. ¿Rusia o América? Metapolítica de dos mundos aparte
Se puede adquirir en librerías o en este enlace.
[1] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 108.
[2] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 111.
[3] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 116.
[4] El viraje “federalista” definitivo en el proceso de construcción europeo se produce en 1985, cuando Jacques Delors asume la presidencia de la Comisión Europea. En ese momento se imprime una aceleración decisiva al proceso de integración, que se beneficia del acuerdo franco–alemán sobre una perspectiva federal. El proceso se relanza en tres etapas: 1) el Acta Única Europea, el 18.2.1989. 2) el Tratado de Maastricht sobre la Unión Europea, el 9.12.1991. 3) el Tratado de Amsderdam, el 2.10.1997. La tendencia es siempre hacia una extensión de los poderes de los órganos comuniarios, en detrimento de los de los Estados miembros (Roland Hureaux,Les hauteurs béantes de l'Europa. La dérive idéologique de la construction européenne. Ed. Francois–Xabier de Guibert 2008, p. 68).
[5] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 106.
[6] Berenice Levet subraya con agudeza que “frente a la palabra “principios” (que por su etimología se refiere a los comienzos, a aquello que ha sido creado por los ancestros, al origen fundador que nos sostiene) se prefiere la palabra “valores” por su carácter más flexible: los valores se negocian e intercambian como en la Bolsa, y tienen además la virtud de ser universales”. Berenice Levet, Le crépuscule des idoles progresistes. Éditions Stock 2017 (edición Kindle).
[7] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 249–250. En el rechazo a la referencia a los “orígenes cristianos de europa” en la Constitución europea planeaba también, ocioso es recordarlo, la intención de no ofrecer al Islam un estatuto secundario por debajo del cristianismo.
[8] Alain Finkielkraut, L'Identité malhereuse, Éditions Stock 2013, pp. 127–128. En esta obra Alain Finkielkraut realiza una disección del progre contemporáneo en su encarnación más común: el burgués–bohemio o “bobo” (algo así como “pijoprogre”, en español). “El bobo representa el cruce entre la aspiración burguesa a una vida confortable y el abandono bohemio de las exigencias del deber por los impulsos del deseo, de la duración por la intensidad, de las posturas rígidas por una relajación ostentosa. El bobo quiere jugar en los dos tableros simultáneamente: ser plenamente adulto y prolongar su adolescencia indefinidamente. Este híbrido que nuestra generación ha producido es el testimonio de la liberación de las costumbres y de una manera de habitar en el tiempo muy diferente de la de nuestros padres”. (Alain Finkielkraut, Obra citada, p. 14).
[9] Tzevan Todorov, “Un noveau moralisme”, Le Débat, nº 107, nov–dec 1999.
[10] Pascal Bruckner, “La tentation de l'individualisme”, en Magazine Littéraire Hors–série nº 13 Les idées de Mai 68. Avril–Mai 2008. p. 86.
[11] Pascal Bruckner, Obra citada, p. 86.
[12] Bérénice Levet, Le crépuscule des idoles progresistes. Éditions Stock 2017 (edición Kindle).
[13] Marcello Veneziani, Rovesciare il 68. Pensieri contromano su quarant'anni di conformismo di massa. Oscar Mondadori 2009, p. 36.
[14] Bérénice Levet, Obra citada.
[15] Chantal Delsol, Populisme. Les demeurés de l'histoire. Éditions du Rocher 2015, pp.97–124.
[16] Bérénice Levet, Obra citada.
[17] Michel Onfray, Miroir du nihilisme. Houellebecq éducateur. Éditions Galilée 2017, p. 30.
[18] Alain Besancon, “Souvenirs et réflexions sur mai 68”, en Commentaire nº 122/Été 2008, p. 516.
[19] Significativamente – señala Alain Finkielkraut – ese proceso de nivelación de todas las diferencias no incluye la nivelación de las diferencias económicas y sociales. Todo lo contrario: los ricos son cada vez más ricos, y los pobres son cada vez más numerosos. Alain Finkielkraut, L'identité malhereuse, Éditions Stock 2013, pp. 214–215.
[20] Alain de Benoist, “La fable des “soixante–huitards””, en: Survivre à la pensé unique, ou l'actualité en questions. Entretiens avec Nicolas Gauthier. Ediciones Krisis 2015, p. 186.
[21] Para un análisis del “tiempo líneal” del progresismo como versión secularizada de la concepción histórica judeocristiana: Giogio Locchi, “L'idée de la musique et le temps de l'histoire”, en Nouvelle École nº 30 automme–hiver 1978, y la colección de textos traducidos al español: Definiciones. Los textos que revolucionaron la cultura inconformista europea. Ediciones Nueva República 2011.
[22] Michel Onfray, Obra citada, pp. 15–19.
¿Nihilismo burlesco? Entre los fenómenos políticos contemporáneos, la “Alt–Right” norteamericana parece acercarse a este modelo (Adriano Erriguel: Metapolítica del Joker. En las raíces posmodernas de la Alt Right) https://elmanifiesto.com.