Mayo de 1968 en versión autorizada
En el año 2008 – 40.º aniversario de los acontecimientos– el filósofo Serge Audier publicaba el libro: “El pensamiento anti–68. Ensayo sobre los orígenes de una restauración intelectual”. En esta obra, el autor – profesor en la universidad de la Sorbona – reaccionaba frente a los ataques que el legado sesentayochista no dejaba de recibir desde la derecha y la izquierda.[1] En un piadoso intento de recomponer el prestigio de las jornadas de mayo, Audier le daba un severo repaso a gran parte de las críticas que, desde diversas familias de pensamiento, se habían ido acumulando sobre el legado de 1968. En esta peculiar jornada de caza intelectual, la cantidad y la calidad de las piezas cobradas por Audier – nombres como Marcel Gauchet, Pierre Manent, Alain Fienkielfraut, Alain Renaut, Luc Ferry o Régis Debray – eran muy indicativas de una realidad: la llama sagrada del 68 había dejado de alumbrar, desde hacía ya tiempo, a lo más granado de la intelligentsia francesa.[2]
El “pensamiento 1968” no está hoy moda. De hecho, se le ataca por todas partes. Y sin embargo es más efectivo que nunca. Eterna paradoja del juego de la hegemonía: el jugador que ocupa la centralidad del tablero libera los espacios marginales donde anidan francotiradores, rebeldes y disidentes. Con una circunstancia agravante: los “antimodernos” (los anti–68 en este caso) suelen ser casi siempre más interesantes que los “modernos”.[3] Reaccionando ante esta situación, Audier despliega sus cartas y las coloca en el terreno de juego favorito de los sesentayochistas: el de la lucha cósmica entre “progresistas” y “reaccionarios”, entre la luz y las tinieblas. Según este enfoque, todo ataque a 1968 respondería en el fondo a un afán “restaurador”, a una “llamada al orden”, a una vuelta a la caverna. Con lo cual Audier se ciñe a la más socorrida pauta de progrelandia: reclamar el prestigio del subversivo mientras se disfruta la comodidad del establishment.
El libro de Serge Audier es interesante, pero a sensu contrario. De sus ajustes de cuentas con unos y otros emerge un retrato de pintor de corte: el de 1968 como conquista irrenunciable del progreso humano. Es decir, la imagen que el pensamiento mainstream ofrece de sí mismo. Por las páginas de Audier desfilan corrientes y autores que, de un modo u otro, propagan versiones no ajustadas a esa versión canónica: la derecha tradicional y sus jeremiadas habituales (mayo del 68 como destructor de la autoridad, de la religión, de la familia); el humanismo liberal–conservador (Alain Finkielkraut, Pierre Manent, Luc Ferry); los sociólogos críticos con el “individualismo” (Gilles Lipovetsky, Marcel Gauchet); el republicanismo soberanista (Regis Débray, Pierre–André Taguieff); la izquierda “antiprogresista” (Jean Claude–Michéa); la extrema izquierda revolucionaria (Guy Hocquenghem, Kristin Ross, Serge Halimi). Una retahila de autores y de obras que son resumidas, amputadas, descontextualizadas y desautorizadas al compás de las necesidades argumentativas de Audier.[4] Pero de todas las críticas al 68, aquella que le merece más reproches y parece sacarle de quicio es la calificación del 68 como hegeliana “astucia de la historia”. Lo que Audier de ningún modo puede tolerar es que 1968 pase a la historia como la cuna de la nueva sociedad mercantil y de consumo. Por eso Régis Debray – el autor que mejor ha plasmado ese argumento– se perfila como el auténtico blanco de su libro. Pero si lo miramos con calma, podemos preguntarnos por la auténtica razón de tanta inquina. Al fin y al cabo, en su interpretación laudatoria de 1968, Audier viene a corraborar lo esencial de las tesis de Debray: mayo de 1968 fue el más razonable de los movimientos sociales, el “episodio que vino a embellecer con nuevas libertades el orden liberal–capitalista”.[5]
¿Cual es objetivo esencial de un libro como “el pensamiento anti–68”? Reafirmar la importancia histórica de mayo 1968 en el proceso secular de democratización de la democracia. Según esta idea, el legado de 1968 radica en temas como la emancipación sexual, la puesta en cuestión de las jerarquías, las políticas de género, la promoción de las minorías de diverso signo, los avances hacia una sociedad multicultural, la exaltación de la diversidad, el fomento de una mayor participación, el antirracismo, etcétera. Toda una serie de nobles causas que han sido asumidas, sin traumas ni violencias gauchistas, a través de una sedimentación benéfica en el seno acogedor de un liberalismo social renovado. La estampa de las barricadas de mayo recupera así toda su aura en el contexto de un relato triunfal: el advenimiento de un liberalismo de rostro humano (caring liberalism) asumido por los partidos socialdemócratas más o menos inspirados en la “tercera vía”, con políticos como Tony Blair y Barack Obama o teóricos como Anthony Giddens a la cabeza. Lo que traducido significa: la fusión del (neo)liberalismo económico con las políticas “societales” progresistas; o sea, el “liberalismo libertario” del que hablaba Michel Clouscard en los años 1970.
Si eso es así (y no discutimos que lo sea) ¿por qué a Audier (y a los demás hagiógrafos de mayo 1968) les cuesta tanto admitir que sí, que después de todo mayo de 1968 sí fue la bendita “astucia de la historia” que nos ha conducido al mejor de los mundos posibles?
Para responder a esta pregunta hay que situarse en un reflejo psicológico de progrelandia, que consiste en la defensa, siempre y a toda costa, del “marco” conceptual en el que se sitúa su discurso: la dicotomía secular “izquierda y derecha”, la pugna titánica entre “progresistas y conservadores”. El problema es que si destruímos ese marco (por ejemplo: a base de poner de relieve que la “izquierda progresista” y la “derecha liberal” no son hoy más que las caras de una misma moneda, llámese “neoliberalismo”, “tercera vía”, “liberalismo libertario” o como se quiera) el progresismo queda desarbolado y sin norte. De algún modo hay que mantener la tramoya, una tramoya en la que mayo 1968 desempeña un papel de mito fundacional. Situar sobre mayo 1968 una parte de responsabilidad por décadas de políticas neoliberales supondría endosarle una carga demasiado pesada. Por eso hay que preservar a toda costa el aura revolucionaria, progresista y de izquierdas de la cosa, e insistir en que su mensaje tiene todavía un carácter inspirador y subversivo, frente a las fuerzas siempre acechantes de la reacción y la caverna.
Para mantener esta ficción, Serge Audier utiliza un método rayano en la deshonestidad intelectual (pero típico de cierta estrategia discursiva de izquierdas). Lo que hace este profesor universitario es señalar que el embite progresista de mayo 1968 no puede identificarse ¡de ningún modo! con la victoria del liberal–capitalismo, dado que los políticos “de derechas” – tipo Giscard d'Estaing, Margaret Thatcher, Ronald Reagan – llegaron al poder pocos años después, con un discurso muy contrario al del sesentayochismo. Pero lo que Audier interesadamente soslaya es que, como todo el mundo sabe, esos mismos partidos “de derecha” se encargaron de insertar la carga ideológica de 1968 en el derecho, las instituciones y la cultura (individualismo, hedonismo, planificación familiar, extensión del aborto, multiculturalismo, inmigracionismo, sociedad de consumo, etcétera), y lo hicieron porque todo ello casaba a la perfección con su programa neoliberal. Lo que Audier elude es el hecho de que la relación entre partidos “progresistas” y “liberal–conservadores” es de complementariedad orgánica, según el conocido reparto de papeles: la derecha “compra” las políticas societales de izquierda, y la izquierda “compra” las recetas económicas neoliberales. Y si algo se dirime entre unos y otros, se trata de contradicciones secundarias dentro un proyecto básicamente compartido, de forma que todo queda en familia: la de un “Partido Único Políticamente Correcto” (Constanzo Preve) en el que los ex gauchistas de 1968 han oficiado, durante décadas, como intelectuales orgánicos.[6]
Con todos estos antecedentes, pretender todavía (como hace Audier) que existe una oposición entre los ideales de 1968 y la “derecha neoliberal e insolidaria” (por repetir la retórica socialdemócrata), o pretender por ejemplo que los “neocon” americanos – especialistas en la promoción de minorías sexuales, revoluciones de colores y bombardeos derecho–humanistas – están en las antípodas de las barricadas de mayo, es colocar una mercancía intelectual averiada que sólo se sostiene en el pesebre académico-institucional de una izquierda en busca de lifting ideológico.[7]
Mayo de 1968 como pensamiento único
Conviene tenerlo claro: el legado ideológico de 1968, lejos de cualquier contenido subversivo, es hoy transversal a la derecha y a la izquierda; por eso parece difícil que la izquierda pueda patrimonializarlo, o que pueda circunscribirlo a su particular acervo sentimental. El legado de 1968 es el sistema. Sus valores informan la totalidad del espacio público y delimitan los contornos del debate legítimo, de forma que todo lo que quede fuera de esos límites cae en el terreno maldito de la reacción, del populismo o de las fobias. Para entenderlo basta con observar la evolución de la derecha occidental durante las últimas décadas, caracterizada por una interiorización progresiva de los valores de 1968 como conquista irrenunciable del género humano.
Una capitulación en toda regla. Así puede definirse el comportamiento del “conservadurismo” occidental frente al legado ideológico de los radical sixties. Como resultado de esta evolución, la palabra “conservador” en este primer tercio del siglo XXI equivale a poco más que un flatus vocis. El conservadurismo político es hoy una etiqueta de la que se han vaciado sus referentes históricos e ideológicos, para refundirlo en una aquiescencia beata a todas las necesidades de la modernización, la globalización y la “sociedad abierta”. Ser “conservador” equivale hoy en día a conservar lo que ya existe, es decir: el mundo de 1968 y sus dinámicas progresistas. Un programa que la derecha diseñó para sí misma pocos años después de los eventos de mayo.
En 1976 Valéry Giscard d'Estaing publicaba su libro “Democracia Francesa”. En esa obra el entonces Presidente esclarecía los principios de lo que debería ser “una política de civilización, anunciando un proyecto de sociedad que debía inspirarse en la revitalización cultural consumada en los años 1960”. Según este programa “la sociedad francesa debería consentir a descrisparse y liberarse de las carcasas del mundo tradicional. La derecha debía cesar de contener lo que parecía ya una evolución histórica inevitable, y más bien definirse como el partido del progreso, civilizando el progresismo a partir de las prescripciones morales e ideológicas del liberalismo”. [8] Ése fue el momento del “compromiso histórico” entre el liberalismo y el conservadurismo: una amalgama que daría lugar a la improbable y paradójica noción de “liberal–conservadurismo”, sobre la que se alinearía toda la derecha europea a partir de los años 1970.[9]
La caída del comunismo en 1989 fue un momento clave en todo ese proceso. Hasta entonces dos sensibilidades diferentes, los liberales y los conservadores, habían convivido bajo la bandera aglutinante del anticomunismo. Pero con la amenaza roja desaparecida del horizonte, la derecha liberal descubrió que podía desembarazarse del lastre del conservadurismo. Al fin y al cabo, las referencias antropológicas de este último – la defensa de la nación histórica, las identidades culturales, las instituciones sociales tradicionales – constituían un estorbo en el camino hacia la nueva panacea: el mercado global. A partir de entonces los nuevos referentes tomaron el relevo. El contractualismo aséptico sustituyó a la nación histórica, el multiculturalismo a las identidades arraigadas, la ingeniería social a las instituciones tradicionales. Se produjo así una “desubstancialización de la derecha clásica – señala Mathieu Bock–côté – que encontraba en el centrismo liberal el principio adaptador a una civilización en mutación”.[10] ¿Cuál es, en esta tesitura, la misión de la derecha liberal?
Al privarse de sus referentes antropológicos, la derecha se había privada también de argumentos para defender las instituciones decretadas obsoletas, so pena de perder su credibilidad política, o de verse tachada de “conservadora” o “reaccionaria”. A partir de entonces su misión sólo podía ser una: gestionar el sistema y acompasar los embites progresistas de la izquierda. Una evolución, por otra parte, bien sincronizada a la mutación sociológica de las clases dirigentes. “Desde el final de los años 1980 la dinámica de renovación de las élites iba en el sentido de una ósmosis cada vez mayor de la clase dirigente, con la derecha financiera contrayendo sus bodas oligárquicas con la izquierda multicultural”.[11] A partir de ahora, la derecha liberal competirá con la izquierda por el cetro de la modernidad, en un pugilato en el que izquierda y derecha se acusan mutuamente de conservadoras y/o reaccionarias, o se pelean por ver quién es más progresista. Es la victoria total de los valores de mayo 1968, convertidos en el centro de gravedad ideológica del espacio público.
Mayo 1968 en versión radicalizada: framing y corrección política
Desde el sistema mediático y las instituciones, el mundo post–1968 ejerce una vigilancia implacable sobre las conciencias. Bajo su exaltación de la diversidad, sólo admite una pluralidad de voces cuando todas dicen lo mismo. No en vano la gran victoria de los radical sixties se plasmó en su toma de control de los medios de producción y reproducción de lo social: sistemas pedagógicos, informativos, publicitarios, entretenimiento, etcétera. En consecuencia, todos los códigos de respetabilidad mediática y política derivan, desde hace medio siglo, del legado ideológico de esos años. La gran victoria de 1968 consistió en sentar las bases de un “marco” o estructura intelectual general (framing) que funciona como un arma implacable en el debate público. Como es bien sabido, las batallas ideológicas no las gana quien dice la verdad sino quien consigue enmarcar la discusión en los términos que le convienen.[12]
Como hemos visto arriba, el framing post–sesentayochista se basa en la identificación de una de las partes con la idea de “progreso”, dentro de un “relato” enmarcado en la dualidad “progresistas versus reaccionarios”. Pero con el paso de los años esta estructura sufrió serios desgastes, empezando por las críticas ecologistas o posmodernas a la idea de “progreso”.[13] Como la mejor defensa es el ataque, a partir de los años 1990 el framing optó por radicalizarse en un sentido maniqueo, y pasó a plantearse como una lucha del Bien contra el Mal.
Los años 1990 marcan el momento en que la “corrección política” americana acude al rescate de la ideología progresista. Es la era de la generalización del discurso “deconstructor” y culpabilizador de la identidad occidental. Obsesión vigilante, linchamientos mediáticos, judiciarización de los debates, diabolización de la disidencia: la libertad de expresión se ve así sometida a una dinámica represiva que encuentra su mejor instrumento en la estigmatización de las ideas o las personas, una técnica argumentativa que consiste, precisamente, en eliminar toda posibilidad de argumento. Su modus operandi: el etiquetaje preventivo de todo lo que sea susceptible de erosionar los códigos de respetabilidad política o mediática; de esta forma se pone en guardia al común de los mortales sobre el contenido de una idea incorrecta o sobre el emisor de la misma, para que éste “sólo sea admitido en la conversación cívica a condición de ser previamente presentado como un sospechoso: la etiqueta sirve de filtro para descodificar sus argumentos, para suministrar la consigna de interpretación correcta”.[14] En una segunda fase, de lo que se trata es de descalificar al disidente, sorteando así la necesidad de discutir o de refutar sus argumentos. Business as usual en progrelandia.[15]
El mundo post–68 es también el de las nuevas formas de censura. Hay una filiación directa entre la agitación en los campus americanos, mayo de 1968, el impacto de los pensadores franceses en América (la “french theory”) y la “corrección política”. El mundo post–68 adquiere un sesgo parapolicial, en el que la vigilancia de las ideas indeseables se refuerza con una generosa tipificación de los “delitos de odio”. De forma significativa, la defensa del framing se dota de un “léxico demonológico” (Mathieu Bock–Côté) no exento de argumentos olfativos contra las ideas “nauseabundas”, “sulfurosas” (el olor del diablo) o “apestosas” (el olor de la Bestia), ideas todas ellas que procederían de un pasado culpable.[16] Esta histeria vigilante corre pareja a una simplificación del debate público, con los valores de 1968 sustraídos a toda discusión “respetable” y elevados a patrimonio irrenunciable de la dignidad humana.
“Prohibido prohibir”, decían los protagonistas de mayo 1968. Con los dogmas de Progrelandia investidos de un carácter cuasi religioso, esas palabras suenan hoy más vacías que nunca.
[1] Entre ese revisionismo crítico de 1968 destaca el de los llamados “nuevos reaccionarios”. Este apelativo fue puesto en circulación por el libro de Daniel Lindenberg: Le rappel à l'ordre. Enquête sur les noveaux réactionnaires. Ed. Seuil 2002. En él, el autor elaboraba una “lista negra” de intelectuales franceses de primera fila que se distinguían por su análisis crítico de los dogmas del progresismo: la cultura de masas, los derechos del hombre, mayo 1968, el feminismo, el antirracismo, el Islam. Desde entonces, los llamados “neo–reac” se han convertido en parte insoslayable del panorama intelectual francés, tanto por su creciente número como por su notable impacto mediático, amplificado por las recurrentes campañas desde los medios mainstream para alertar sobre lo peligroso y nocivo de su mensaje. Para más información: Rodrigo Agulló, “Los nuevos reaccionarios”, en www.elmanifiesto.com
[2] Serge Audier, La pensé anti–68. Essai sur les origines d'une restauration intellectuelle. La Découverte 2008.
[3] Sobre este tema, el estudio imprescindible de Antoine Compagnon: Los antimodernos (Acantilado 2007).
[4] Curiosamente, entre los autores “ajusticiados” en el libro de Serge Audier se echa de menos a dos “primeras espadas” del pensamiento anti–68: a Philippe Muray (con su demolición satírica del progresismo), y a Michel Houellebecq (con su disección literaria del hombre post–1968).
[5] Alexander Zevin, “Recadrer mai 68. Une révolution prèt–à–porter” (disponible en Internet).
[6] Constanzo Preve, La quatriéme guerre mondiale, Astrée 2007.
[7] Entre los argumentos más burdos del libro de Audier figuran sus ataques a Régis Debray por denunciar que mayo 1968 tuvo una impronta americana. Con el fin de disociar a mayo 1968 de esta indeseable conexión, Audier acumula referencias a la derecha americana y a sus intelectuales de los años 1960 y 1970 (Irving Kristol, Leo Strauss, Daniel Bell) para, a continuación, acusar a Debray de ignorarlo todo sobre el carácter “conservador” de los Estados Unidos de la época. Con esta maniobra, Audier pretende que algunos árboles (la existencia de una “derecha”intelectual en Estados Unidos) no nos dejen ver el bosque (el rumbo de la civilización americana hacia la extensión global del neoliberalismo). Lo cierto es que, a partir de la caída del comunismo, todas las administraciones americanas han impulsado las políticas societales herederas de 1968 (derechos de las minorías, feminismo, liberación sexual, derechos humanos, etc) como legitimación moral de sus intervenciones políticas y militares. No en vano, en las elecciones de 2016, los “neocon” (herederos intelectuales de Leo Strauss) apoyaron en bloque a Hillary Clinton.
[8] Mathieu Bock–Côté, Le Multiculturalisme comme religión politique, Éditions du cerf 2016, p. 281.
[9] Escribe a este respecto Álvaro Delgado–Gal: “la noción, sumamente implausible, de que el conservadurismo es compatible con la exaltación del mercado gozó de mucho crédito durante el último tercio del siglo pasado. A esa tesis coadyuvó la manía de alinear las ideas en paralelo a las siglas políticas: si ser antisocialista equivalía a ser liberal, y ser conservador implicaba ser antisocialista, no se podía ser conservador sin ser liberal. Entraron también en liza otros factores, como el triunfo de Margaret Thatcher en Gran Bretaña o la lectura apresurada o parcial de algunos autores de campanillas. Todo esto obliga a hablar de un oxímoron: el “liberalconservadurismo”, traído y llevado por la derecha española en los años en que oteaba el horizonte en busca de distintivos y reclamos ideológicos que la pusieran en el mapa. El hombre del momento fue Hayek.” (Álvaro Delgado–Gal, “Los conservadores y la revolución”. Revista de Libros, Mayo Junio 2017, p. 70).
[10] Mathieu Bock–Côté, Le Multiculturalisme comme religión politique, Éditions du cerf 2016, p. 285.
[11] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 284.
[12] La exposición más conocida de la teoría de los “marcos mentales” (framing) es la de George Lakoff, No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político. Ed Península 2017.
[13] Antonio Campillo, Adios al progreso. Una meditación sobre la historia. Editorial Anagrama 1985. Christopher Lasch, The true and only heaven. Progress and its critics. Norton Company, 1991. Pierre–André Taguieff, Le sens du progres. Une aproche historique et philosophique. Flammarion 2004. Robert Redeker. Le progres? Point final. Leseditions ovadia 2015.
[14] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 307.
[15] Una versión cool de esta técnica es el llamado “infotainment”, que el escritor francés Laurent Obertone define como: “la unión de la información y del espectáculo, en emisiones lúdicas que se dedican a corregir todo aquello que, en un momento de distracción, has creído que tenías que pensar. Con buen humor y en tono relajado, destruyen las ideas criminales que hayas podido recibir”. (Laurent Obertone, La France Big Brother. Le mensonge, c'est la vérité. Éditions La Mecanique Générale 2015, p. 95.)
[16] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 309.