El siglo XX, en los países occidentales, ha sido también el de la desaparición práctica de la cultura campesina, reconvertida en un objeto de la cultura del recuerdo, y de la condensación del mundo en un vasto sistema de artificialidad, una verdadera revolución silenciosa que aún está lejos de haber medido todo su alcance. La mayoría de la población mundial vive hoy en zonas urbanas frente a sólo el 14% en 1900. La virtual desaparición del campesinado ha cambiado de manera radical la relación del hombre con su hábitat natural de la vida, haciéndole perder de vista la interdependencia de todos los componentes de la biosfera. La vida se ha convertido cada vez más en un asunto exclusivo de artificios, confiriendo así la ilusión de poder existir bajo el sol, sin tener que preocuparse por el equilibrio de la naturaleza. La “humanización”, especialmente desde Kant, al mismo tiempo, ha sido planteada como sinónimo de “desgaste de la naturaleza” (cuanto más se artificializa el hombre, más necesita emanciparse y convertirse en sí mismo). Con la búsqueda del crecimiento a cualquier precio, el progreso “prometeico” de la humanidad se ha identificado con el aumento de la producción, sin considerar las destrucciones infringidas al medio ambiente que, para el hombre, ya no significa esencialmente nada.
El aumento de la obesidad en los países occidentales tiene un valor simbólico. Es toda la sociedad occidental la que se ha convertido en obesa por bulimia de consumo y de beneficio. El objetivo del Capital es la ilimitada acumulación de dinero, concebido como un valor en sí mismo, lo que devalúa cualquier otro valor. Su motor es el ideal delirante de expansión indefinida, de la ilimitación del Gestell que genera la lógica económica y de mercado. Frente a esta hybris (desmesura), la ecología propone la Phronesis (prudencia), la virtud de la prudencia que aspira al equilibrio armonioso. Entre 1950 y hoy, el comercio internacional se ha multiplicado por 20 y el crecimiento económico ha sido más fuerte que el registrado desde el comienzo de la historia humana. Si ese crecimiento generase mecánicamente el bienestar, viviríamos hoy en el paraíso, lo que dista mucho de ocurrir. El planeta se vuelve cada vez más feo, más pobre, más uniforme. Se convierte en un gran depósito de basura donde el aire, en el sentido literal de la expresión, se convierte en irrespirable.
Nietzsche, en un famoso pasaje, intentaba explicar “cómo el mundo real se ha convertido en una fábula”. Vivimos en esta fábula, que pretende ser más real que la realidad, y que cree incluso poder instituirse como si correspondiera a la llegada del “reino de la realidad”. Esta evolución ha sido fruto del azar. Bernard Guibert con razón señala que «la economía no habría sido “desencastrada” de lo social si nuestro imaginario occidental no hubiera sido “colonizado” por el fetichismo del capital y si nuestras palabras no hubieran recibido de este fetichismo la catastrófica eficacia formadora que dirige al Tercer mundo hacia “nuestro” desarrollo».
El hombre de la Antigüedad, sobre todo, quería vivir en armonía con la naturaleza. Sabemos a través de qué cambios este ideal se ha derrumbado. En un primer tiempo, el cristianismo, hizo del mundo un objeto creado por Dios, vaciándolo al mismo tiempo de su intrínseca dimensión sagrada. El mundo se convirtió en un simple decorado, un lugar de existencia para pasajeros, un valle de lágrimas sin valor por sí mismo (“¡Maldito sea el suelo a causa de ti!” Génesis 3,17). El hombre ya no está implicado en una relación de copertenencia con el ser del mundo. El cosmos ya no es un modelo. La Biblia ha hecho al hombre su dueño, o al menos su usufructuario: “Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra y dominadla” (Génesis 1,28). Para el cristianismo, escribe Clive Ponting, «la naturaleza no es vista como sagrada. Está abierta a la explotación humana al margen de cualquier criterio moral». Segunda etapa: con Descartes, el “desencanto” del mundo se hace radical. El mundo se convierte en un puro objeto inanimado, carente de espíritu, propósito y significado, una simple reserva de recursos que el hombre puede consumir a discreción para convertir–se en “amo y poseedor de la naturaleza”. El medio ambiente está totalmente entregado al desencadenamiento de la “razón” instrumental y a la explotación utilitaria. Con la entrada en la era moderna, por último, que generaliza la ideología del progreso y la axiomática del interés, el beneficio se convierte en ley universal. Junto con el dogma de la “mano invisible” y la “armonía natural de intereses”, estos principios refuerzan la antropología individualista de la Ilustración. Todas las relaciones sociales se convierten en mercancías. El saqueo y la devastación del planeta son posibles gracias al desarrollo de la tecnociencia.
A través del interrogante sobre el significado del crecimiento es, por supuesto, toda la cuestión de la naturaleza humana, de la relación del hombre con la naturaleza y de las finalidades de la presencia humana en el mundo, lo que, a fin de cuentas, se está planteando. El ecologismo no podría hacer pues de la economía una antropología, que a su vez determina lo que se puede esperar de una política. Alain Caillé no se ha equivocado, desde este punto de vista, al decir que el ecologismo no depende únicamente de argumentos económicos o científicos, sino que “insta a opciones éticas y metafísicas”.
En la medida misma en que tiene intención de romper con cualquier forma de devastación de la naturaleza y de fuga hacia delante en el productivismo, el ecologismo implica una ruptura radical con la ideología de las Luces y de la Ilustración, es decir, con la ideología de la modernidad, cuyo motor ha sido la creencia en el progreso, la voluntad de saquear el mundo y toda esta tradición que, a pesar de sus contrastes, en sus diversas formas, proclama que la biosfera no tiene ningún valor en sí misma o que no lo adquiere sino después de haber sido artificialmente transformada por una humanidad deseosa de hacerla el medio de su poder y de su “felicidad”.
Incluso cuando nos podamos preguntar retrospectivamente sobre la compatibilidad de las aspiraciones del movimiento obrero y del socialismo con la herencia de las Luces, es precisamente de esta ideología de la que ha salido la izquierda clásica de la época moderna. Los ecologistas, que continúan situándose frecuentemente a la izquierda, y que tienen todo el derecho de hacerlo, deben pues reconocer que la izquierda de la que se reclaman es necesariamente muy diferente de la engendrada por el pensamiento de las Luces. Deben, de hecho, mirar de otra forma a los pensadores de derecha que, a menudo antes que ellos, han denunciado igualmente la ideología de la Ilustración, siendo lógico que los hombres de derecha deban, por su parte, adoptar una mirada diferente sobre esta otra izquierda. Esto implica, para una y otra parte, una toma de conciencia de la emergencia de un paisaje ideológico completamente nuevo, que convierte los antiguos problemas en obsoletos y que tiene, como consecuencia inevitable, la formación de ciertas convergencias. Por decirlo en otros términos, una izquierda socialista que hubiera sabido romper con el “progresismo” sería hoy el socio absolutamente natural de una derecha que, por su parte, hubiera sabido romper con el autoritarismo, la metafísica de la subjetividad y la lógica del beneficio.