Apuesto cualquier cosa a que ustedes son de ese tipo de hedonistas que, anualmente, vacacionan. ¿Qué dicen? ¿Que les envidio porque, desde mis días morunos de abluciones en Karia o en Saidía, no me he movido de mi madriguera? Tienen razón en parte, porque en el año 1995 estuve cinco días de vacaciones en Huesca, concretamente en Roda de Isábena, donde mi esposo, el viejo pintor Erik el Belga, organizó con su amigo y confesor, mosén Leminyana, una exposición de pintura a beneficio de la bombonera románica que es su catedral, el templo más antiguo de España, anterior incluso al prodigioso bosque pétreo de Jaca. El resto de los veintiocho años que llevo bregando con el derecho penal y el periodismo, no me he comido un colín, aunque no me pesa porque, cuando llegué a la península, a los diecinueve años, lo hice con las pupilas saturadas y el espíritu ahíto del cromatismo marroquí. Incomparable. Y culpable en su violencia casi febril del asilvestramiento que presentamos, como denominador común, todos los hispanorrifeños, poco dados a los melindres y a la moral de la pamplina. De hecho, en nuestra intrínseca zafiedad, los españoles rifeños éramos unos lanzados y acudíamos en grupos, por seguridad y con precaución, a las playas vírgenes que nos rodeaban. Las mujeres españolas se ponían en bañador con faldita, medio muslamen al aire y las niñas con bañadores de falditas más cortas, aunque si se acercaba algún autóctono, todas nos cubríamos con premura, por pudor y para no dar lugar a malos pensamientos. Los pensares pecaminosos de los moros eran algo que sublevaba al colectivo español, profundamente nacionalcatolicista y con una moral rígida, dura como el pedernal y de principios áridos y justicieros.
Si, en la península, los ciudadanos iban modernizándose y evolucionando, allí, en mi Rif de camaleones y lagartos sedientos, nos quedamos en 1939 en todo. Personas, paisaje y paisanaje. Creo que, en el fondo y en la forma, éramos un colectivo con la sensibilidad encallecida y opacada por las dificultades de nuestras condiciones de vida. Nada que ver con los “señoritos” de Tánger, los españoles tanjaoui, que hablaban francés y árabe, iban al teatro y a espectáculos de varietés y vivían en esa Tanja mágica, maravillosa, ciudad internacional y exquisita, donde nos miraban a los rifeños como si fuéramos boñiga de camella y no tenían tratos con nosotros. Los tetuaníes españoles si nos trataban, pero es que Tetuán era una ciudad muy cateta, como el Cádiz de los años 40, aunque profundamente española y muy “nuestra”. Como Alhoceimas, patria de mi caudillo Abdelkrim, lugar también de vacacionar y de alargarte de noche al zoco, con la mucama, para oír a los contadores de historias que bajaban de la Montaña de Ketama relatar las gestas del héroe rifeño en una lengua chelja cantarina y acompasada. Como es nuestro tamazight, habla de hombres bravos y de hembras que hacen brujerías y conjuros como forma de vida, para quitarles la voluntad a los maridos y ser ellas las que dirijan el cotarro.
Si has chapoteado durante lustros en las aguas de Cazaza y recogido fósiles para vendérselos a los franceses, si has almorzado coquinas arrancadas a la arena, en la pleamar, con un chorrito de limón y considerabas que, al nadar, lo “lógico” era que los peces se te escurrieran entre las piernas, en una naturaleza salvaje, incontaminada, espectacularmente hermosa y has logrado que las gaviotas compartan tu bocadillo de pan con beurre y chocolate Maruja, entonces… Les digo que entonces llegas a la Amazonia de cemento de Benidorm o al horror de ladrillo en que se están convirtiendo las costas de España y lo único que sientes es claustrofobia, ganas de salir corriendo y una inmensa nostalgia por lo que fue. Por el caudal de magia que abandonamos al tener que dejar nuestra tierra, nuestro antiguo Protectorado cuyos pedregales estaban abonados con la sangre de la tropa española.
A estas alturas de mi vida no sé si fuimos los españoles con los legionarios y los regulares quienes doblegamos el Rif o si el Rif doblegó nuestras almas, nos capturó y nunca dejó de tenernos atrapados. Ser rifeño es como el sacerdocio: imprime carácter. Te tatúan con los colores tribales el corazón y ese tatuaje es de los que no se quitan ni con láser. ¿Qué están diciendo ahora? ¿Que como “se siente” una rifeña en el interior de una catedral gótica? Ustedes pensarán que como un guarrillo en un hammán, fuera de lugar, pero no. Nuestros templos cristianos, con sus bosques de columnas de piedra, tienen una grandiosidad, un esoterismo, un exceso tal de espiritualidad y misiticismo que yo, hispanorrifeña calorra, gazpachuelo genético y cultural de lo más vulgar de cada una de las razas, experimento lo que Stendhal en Florencia, me da un espeluco en el alma y me echo a llorar. Pero son lágrimas buenas, de gratitud hacia el Arquitecto del Universo, de amor profundo, arrebatado, hacia el buen Dios, y de felicidad por ser española y cristiana porque, colegas, siento que me ha tocado la lotería de la Historia. ¡Más contenta me pongo cuando supero temblores y emoción! Lo cierto es que durante más de veinte años he tenido al mejor maestro, a mi anciano y mañoso Eric, que me operó el sentido estético y, sin olvidar mis edificios de arcos de herradura y ojivas, ni las palabras sagradas haciendo encajes en los azulejos, ni nuestros jardines de arrayanes en flor, palmeras datileras y jazmines fragantes donde la mejor melodía es la de las fuentes de agua, sin olvidar mi ayer, me empapó de arquetipos occidentales, entre libros y con codos, lápiz y papel.
¿Un sueño de vacaciones? Mi casa imaginada en la muralla portuguesa de Essaouira y rescatar mis dieciocho años morunos para tener la energía suficiente como para andar el Camino de Santiago hasta Iria Flavia. Y eso en honor y agradecimiento al Maestro que enseñó español a mi marido, el viejo pintor, con un enorme deterioro psicológico y dificultades espantosas, hasta el punto de que mi pobre esposo estuvo al borde de perder la cabeza. ¿Qué quién fue ese cruel profesor? Pues Fernando Sánchez Dragó. La bestialidad del experimento y del aprendizaje es capaz de retrotraernos a los horrores de Annual y del Barranco del Lobo: “hay una fuente que mana, sangre de los españoles, que murieron por la patria”. ¿Que no les deje con la curiosidad de conocer los métodos brutales del que pasó a ser también mi Maestro? Bien, esto no es rifeño, pero lo es, porque yo lo soy e impregno de rifeñicidad lo que toco, igualito que una averiada central nuclear de rifeñismo puro. Mi Erik, pobrecito, estaba residiendo en la cárcel Modelo de Barcelona allá por 1982, por perlilla, para qué nos vamos a engañar. Y andaba siempre entre gramáticas, diccionarios y consultas a los otros presos, para elevar su nivel de español. Hasta que dio con un empresario catalán, estafador, que también chupaba reja y que estaba hastiado con el Belga y sus gorreadas lecciones de castellano: “Mire, ¿usted quiere aprender un español “perfecto”?- le alargó cuatro volúmenes-. Pues se aprende de memoria “esto” y cuando acabe hablará mejor que yo”. Y Erik, siempre dispuesto y encantado ante los retos, abandonó su gramática de primaria y con auténtico entusiasmo, se dispuso a memorizar Gárgoris y Habidis. Y la historia mágica de nuestra Iberia vieja, aunque estuvo a punto de dejarle como a Alonso Quijano, le arrebató el corazón.
¿Qué quieren que les comente? Este tipo de magia es algo consustancial al latir rifeño, cuestión de sincronicidad, y si he vivido lo que he vivido, la culpa la tiene la tierra, nuestro españolísimo Rif, gnomo histórico que nos hace vacacionar entre fósiles y, entre dos caminos, elegir siempre el del corazón.