Alain de Benoist y los autores de la Nueva Derecha (ND) siempre han criticado explícitamente las teorías racistas, esto es, aquellas que jerarquizan las razas en función de prejuicios fundamentados en las características biológicas o genéticas y que, presuntamente, legitimarían la dominación de unas razas sobre las otras, o la creencia de la existencia de unas “razas puras” que se contaminarían por el mestizaje con las “no-puras”. En cambio, la ND ha rechazado siempre el racismo en nombre del respeto al “derecho a la diferencia cultural”.
Sin embargo, varios autores como Taguieff, Dummet, Barker, Balibar o Wieviorka han considerado que el discurso neoderechista, aunque se articule fundamentalmente en torno a argumentaciones relacionadas con la idea de cultura y no recurra a categorías raciales, constituye, en realidad, un “racismo clandestino” o “encubierto”, un “nuevo tipo de racismo”, un racismo “culturalista”, “cultural” o “diferencialista”. El cambio de registro que ese discurso opera (sustitución de categorías biológicas por categorías culturales) vendría a ser, en realidad, una estrategia ideológica para encubrir su racismo, eludir la acusación de “racismo” y dotar a sus planteamientos de respetabilidad ante el descrédito científico e histórico sufrido por la “raciología”.
Así, por ejemplo, Wieviorka opina que conviene reservar el término “racismo” sólo para fenómenos en los que hay referencia a elementos de naturaleza biológica. Atendiendo a esas exigencias, habría que cuestionar la conceptuación del discurso culturalista como un tipo de racismo, sobre todo cuando, en ese discurso la biologización ha sido sustituida por la culturalización y aparece sólo una lógica diferencialista. El análisis que Wieviorka realiza del discurso culturalista de la ND presenta enfoques diferentes con respecto al efectuado por Taguieff. Mientras que para éste el diferencialismo culturalista de la ND constituiría un nuevo tipo de racismo, como resultado de una metamorfosis en el fenómeno racista, para Wieviorka, el llamado racismo culturalista o diferencialista sería el resultado del reforzamiento de una de las lógicas tradicionales del fenómeno racista, la lógica de diferenciación, la cual, en tanto que constitutiva del fenómeno, habría estado siempre presente a lo largo de toda la historia del racismo.
El caso es que Alain de Benoist no ha cuestionado nunca el hecho de la existencia de razas. Esto es, que la existencia de diferencias intraespecíficas en el género humano, de grupos que se definirían por la frecuencia de determinados componentes genéticos, resulta incontrovertible. Pero reconocer este hecho no significa, de modo alguno, postularse en el bando del racismo. Alain de Benoist fijó, muy tempranamente, los términos del debate y el relato de una crítica diferencialista del racismo que, inmediatamente, se convertiría en una de las señas de identidad de la escuela de pensamiento de la Nueva Derecha.
El racismo, según De Benoist, es una doctrina bipolar. Como actitud, el racismo se manifiesta en un cierto reflejo de exclusión, al que, dada su extensión universal, habría que reconocer el valor de una disposición innata, natural, integrada en las estructuras filogenéticas de la especie humana. Pero, según Alain de Benoist, lo que define, de inicio, al racismo como actitud, es la combinación de este impulso primigenio con una concepción monoteísta del mundo. «La actitud racista –escribe– aparece ligada a la convicción de que no existe más que una verdad. Al mismo tiempo, se presentan reunidas las condiciones de justificación de una intolerancia absoluta respecto de quienes se encuentran en el error». De esta forma, el racismo identifica al propio grupo de origen o pertenencia con la norma absoluta y universal a la que deben someterse los otros grupos, revelando simultáneamente una incapacidad, no sólo para reconocer las diferencias existentes en esos otros grupos, sino las propias de su grupo.
«Esta tendencia a interpretar al otro a través de uno mismo es tanto más absurda cuanto que impide no sólo la comprensión del “otro”, sino también la comprensión de uno mismo, en la medida en que no se puede ser plenamente consciente de la propia identidad sino es mediante la confrontación con una variación exterior: necesitamos al “otro” para saber en qué nos diferenciamos de él». La ceguera del racismo para percibir en la “alteridad” de los otros un valor en sí mismo, niega toda posibilidad para identificar la propia “mismidad”.
Por otra parte, como pensamiento, el racismo, frecuentemente y a pesar de sus muchas variantes, se identifica con el reduccionismo biológico, con la idea de que lo determinante en la historia de las sociedades humanas es la raza. Este reduccionismo racista se olvida de lo esencial, de lo específicamente humano, que es, justamente, lo que no puede ser reconducido a parámetros puramente biológicos de explicación. «Los factores biológicos –afirma Alain de Benoist– no desempeñan en el hombre más que un papel de determinación potencial; no definen más que un marco, un zócalo, una base». Lo específico del hombre no es la naturaleza ni lo biológico, sino la cultura y la historia.
Pero según sus críticos, la estrategia de cambiar el término “raza” por el de “cultura” no haría sino enmascarar lo que Taguieff llamaba un “racismo diferencialista”. La retorcida hipótesis consiste en defender que la absolutización y esencialización del valor de esas diferencias –de todas, no sólo las de un grupo humano– sería la versión moderna de un racismo que siempre ha estado presente en el acervo ideológico de la derecha radical y que la Nueva Derecha intentaría camuflar para legitimar –y dotar de respetabilidad– su discurso neorracista. Una acusación que no deja de ser un simple juicio de intenciones: no se intenta “comprender” al adversario y, en una fase inmediatamente posterior, “criticar” sus posturas, sino de “desenmascarar” un supuesto trasfondo ideológico equiparándolo con la maldad intrínseca de la xenofobia.
Tan singular hipótesis parte de la base de que el racismo puede expresarse tanto en términos de rechazo como de elogio de la diferencia (cultura, tradición, religión, etc.), sólo que siempre sería “mixofóbico”, es decir, contrario al mestizaje. Según Taguieff, el racismo diferencialista «no puede ser reducido a la teoría y la práctica de la desigualdad que legitima la dominación y la explotación. Más bien se encuentra imbuido del imperativo categórico de preservar la identidad del grupo, cuya pureza lo hace sagrado».
Como respuesta, la ND denuncia, sin embargo, el racismo de sus críticos, que puede tener dos tipos de manifestaciones. Una primera, que identifica con el llamado “racismo de asimilación” –conceptualizado por oposición al “racismo de exclusión”–, según el cual no se trataría tanto de “destruir al otro” como de negar sus diferencias o, incluso, de negar su propia existencia. Y una segunda, que denomina “alteromanía”, el respeto de todas las culturas excepto de la propia de los que hacen el juicio de valor, y que sería típica de la izquierda antirracista europea. Se apoya la emergencia y el redescubrimiento de las raíces de otros pueblos, mientras se denigran los mismos esfuerzos para que los europeos encuentren las suyas, lo que, en última instancia, supone una actitud de rechazo de sí mismo, de “autoodio” y de etnomasoquismo: el típico etnocentrismo occidental invertido. En este retorcido contexto, Alain de Benoist se pronuncia por un “antirracismo diferencialista” (no desigualitario), frente al izquierdista y biempensante “antirracismo” que, en realidad, no sería sino una versión del “racismo heterófobo”, esto es, una creencia basada en el odio a las razas y en un programa de erradicación de todas las diferencias raciales y culturales que se disolverían en una gran civilización universal, fruto de un crisol nivelado por el mestizaje, la igualación y la aculturación.