Antes de que Ezra Pound condenara en sus poemas la usura de los bancos, los excesos del préstamo con interés ya habían sido condenados en Roma, como lo atestigua Catón, según el cual, si se considera que los ladrones de objetos sagrados merecen doble pena, los prestamistas la merecen cuádruple.
Aristóteles, en su condena de la crematística, aún es más radical. “El arte de adquirir la riqueza —escribe— es de dos especies: una es su forma mercantil, siendo la otra una derivación de la economía doméstica; esta última es necesaria y encomiable, mientras que la otra se basa en el vencimiento y da lugar a justificadas críticas, ya que no tiene nada de natural. […] En estas condiciones, lo que se aborrece con mayor razón es la práctica del préstamo con interés, ya que las ganancias que de él se obtienen proceden de la propia moneda y no de la finalidad con la que ésta se creó. La moneda se inventó, en efecto, con miras al intercambio, mientras que el interés multiplica la cantidad de la propia moneda. […] El interés es moneda nacida de moneda. Por consiguiente, esta forma de ganar dinero es, de todas, la más contraria a la naturaleza”.
El término “interés” designa los ingresos procedentes del dinero (foenus o usura en latín, tókos en griego). Se refiere a la forma en que el dinero “engendra retoños”. Desde la Alta Edad Media, la Iglesia hizo suya la distinción establecida por el derecho romano para el préstamo de bienes muebles: hay cosas que se consumen por el uso y cosas que no se consumen, las cuales se denominan commodata. Exigir pago por el commodatum es contrario al bien común, ya que el dinero es un bien que no se consume. El préstamo con interés será condenado por el Concilio de Nicea sobre la base de las Escrituras –aunque la Biblia nada, precisamente, dice en contra de él.
En el siglo XII, la Iglesia hizo suya la condena aristotélica de la crematística. Tomás de Aquino también condenó el préstamo con interés, aunque efectuó algunas reservas menores, alegando que “el tiempo sólo corresponde a Dios”. De forma aún más severa, el Islam ni siquiera distingue entre el interés y la usura.
La práctica del préstamo con interés, sin embargo, se fue desarrollando progresivamente en el marco del auge de la burguesía y la expansión de los valores mercantiles, a los que aquélla convirtió en instrumento de su poder. Ya a partir del siglo XV, los bancos, las compañías mercantiles y ulteriormente las fábricas podían retribuir, mediante derogación real, los fondos recibidos en préstamo. Con la aparición del protestantismo, y más concretamente del calvinismo, se produce un giro esencial. Juan Calvino es el primer teólogo que acepta la práctica del préstamo con interés, el cual se propaga entonces mediante las redes bancarias. Con la Revolución francesa, el préstamo con interés pasó a ser enteramente libre, al tiempo que surgía un gran número de nuevos bancos, los cuales disponían de fondos considerables procedentes sobre todo de la especulación sobre los bienes nacionales. Empezaba entonces el gran auge del capitalismo.
En un comienzo, la usura designaba simplemente el interés, independientemente de su tasa. Hoy se entiende por “usura” el interés por un importe abusivo atribuido a un préstamo. Pero la usura es también el procedimiento que permite encarcelar al prestatario de una deuda que no puede reembolsar, apoderándose de bienes que le pertenecen pero que ha aceptado dar como garantía. Es exactamente lo que sucede hoy a escala planetaria.
El crédito permite consumir el futuro desde el presente. Se basa en la utilización de una suma virtual que se actualiza atribuyéndole un precio: el interés. Su generalización ha hecho perder de vista el principio básico de que se deben limitar los gastos adecuándolos a los recursos disponibles, porque no se puede vivir perpetuamente por encima de los medios disponibles. La expansión del capitalismo financiero ha favorecido esta práctica: algunos días, los mercados intercambian el equivalente de diez veces el PIB mundial, lo cual demuestra la magnitud de la su desconexión con la economía real. Cuando el sistema crediticio pasa a ser una pieza central del dispositivo del capital, se entra en un círculo vicioso, pues si se paraliza el crédito, ello puede producir un hundimiento generalizado del sistema bancario. Enarbolando la amenaza de semejante caos, los bancos han conseguido hacerse ayudar constantemente por los Estados.
La generalización del acceso al crédito, que implica la extensión del préstamo con interés, fue uno de los instrumentos decisivos para la expansión del capitalismo y la creación de la sociedad de consumo después de la guerra. Al endeudarse masivamente, los hogares europeos y norteamericano contribuyeron sin duda, entre 1948 y 1973, a la prosperidad de la época denominada de “los treinta años gloriosos”. Pero las cosas cambiaron cuando el crédito hipotecario se impuso sobre las demás formas crediticias. “El mecanismo de recurrir a una hipoteca como garantía real de los empréstitos representa mucho más —recuerda Jean-Luc Gréau— que una cómoda técnica de garantizar los préstamos, ya que altera el marco lógico para la atribución, evaluación y detención de los créditos concedidos. […] El riesgo comedido cede el lugar a una apuesta tomada sobre la facultad que se tendrá, en caso de incumplimiento por parte del deudor, para hacer ejecutar la hipoteca y confiscar el bien a fin de revenderlo en condiciones aceptables”. Es esta manipulación de hipotecas transformadas en activos financieros, junto con la multiplicación de los impagos por parte de prestatarios incapaces de reembolsar sus deudas, lo que condujo a la crisis del otoño de 2008. Y la operación se está repitiendo hoy, a expensas de los Estados soberanos, con la crisis de la deuda pública.
A lo que estamos asistiendo con toda claridad es, por consiguiente, a la vuelta al sistema de la usura. Lo que Keynes denominaba un “régimen de acreedores” corresponde a la definición moderna de la usura. Los métodos usureros estriban en la forma como los mercados financieros y los bancos pueden hacerse con los activos reales de los Estados endeudados, amparándose de sus activos en concepto de intereses por una deuda cuyo principal constituye una montaña de dinero virtual que nunca se podrá reembolsar. Accionistas y acreedores son los Shylock [el usurero de El mercader de Venecia, de Shakespeare. N.d.R.] de nuestro tiempo.
Pero sucede con la deuda como con el crecimiento material: ninguno de ambos puede prolongarse hasta el infinito. “Europa, entregada a las finanzas —escribe Frédéric Lordon— está a punto de perecer por las finanzas”. Es lo que yo mismo he escrito desde hace mucho tiempo: el sistema del dinero morirá por dinero.
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