La película La vida de los otros, del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck ha obtenido este año el oscar a la mejor película extranjera de habla no inglesa. Felizmente. Y digo “felizmente” porque ya va siendo hora de que el público conozca también los crímenes de los “buenos”.
Es cierto que aún queda mucho para una película sobre el bombardeo de Dresden, para una película que muestre la estrategia de terror sobre la población civil como medio de alcanzar objetivos políticos, esa estrategia que pusieron en marcha los anglo-americanos durante la Segunda Guerra Mundial o sobre la entrega de prisioneros rusos a Stalin. Pero de momento cabría conformarse con ir demoliendo ese mito de que un militante izquierdista es una persona idealista, comprometida con el sufrimiento de los demás, que busca combatir la injusticia allá donde se encuentre. Bastaría con que esa presunta superioridad moral de toda una generación de políticos “progresistas” quedara desenmascarada como una mera tapadera de los mayores crímenes de la historia.
En la película de von Donnersmark queda perfectamente captado el ambiente lúgubre y deprimente del terrible estado totalitario forjado por el “socialismo real” de la DDR, tal y como el autor de estas líneas lo vivió con poco más de veinte años. El “soplo”, la delación, la desconfianza incluso hacia los vecinos que, a su vez, por miedo a un aparato represor inmisericorde, no vacilaban en entregar a sus seres allegados, queda muy bien plasmado en la película. Este infierno, por el que nadie fue juzgado y cuyos responsables se reciclaron perfectamente en la época posterior, constituía el modelo del bloque “progresista” occidental que entonces creían tener razón y que hoy pretenden seguir teniendo razón sin el más mínimo ajuste de cuentas con el pasado. Así, por ejemplo, el mismo día en que Pinochet fue detenido por orden del Juez Garzón en Londres, Markus Wolf, el todopoderoso jefe de la Stasi, responsable de muchos más “desaparecidos” que Pinochet, presentaba un libro en la cadena “Crisol” de Madrid. Años más tarde, cuando Pinochet moría para regocijo de los bienpensantes del planeta, Erich Honecker, dueño de una cárcel infernal de 17 millones de personas, había escapado ya al proceso de las autoridades de la Alemania Federal, alegando razones humanitarias, para fallecer en la cama de Santiago de Chile, en medio de cuidados sanitarios y después de haber sido Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid con un rector de derechas.
Incluso la ONU, pretendida “conciencia moral” de la humanidad, ha negado a Ucrania el derecho legítimo de declarar “genocidio” los 7 millones de víctimas de la política de exterminio llevada a cabo por el Partido Comunista de la Unión Soviética durante los años 30, con el fin de implementar en aquella tierra los dogmas de la ideología marxista. Para la moral universal, los ucranianos muertos en los altares de Kart Marx son asesinados de segunda para los que no cabe ni recuerdo ni reconocimiento. Y es que, contra lo que divulga la ideología dominante, el déficit de “memoria histórica” está precisamente en el campo de los que reclaman esa “memoria histórica”. Hace unos años, el brillante analista político norteamericano Eric Margolis expuso la espinosa cuestión de la tolerancia para con los genocidios de la izquierda en su demoledor artículo “The 20th century´s worst crime goes unpunished” (El peor crimen del siglo XX queda impune).
Esta doble moral, que hoy permite al capitalismo depredador hacer pingües negocios con la mano de obra esclava en China, no tiene otra explicación que una inmensa podredumbre de las conciencias, que sirve para escamotear a la “opinión pública” millones de víctimas desde Pekín a Madrid. Y solo hemos citado unos pocos ejemplos concretos porque, en realidad, la casi totalidad de los políticos “progresistas” que operaba en tono hipercrítico y moralista en occidente, tenía su base de operaciones en el mayor infierno político que ha construido el hombre sobre la tierra. Sus reuniones tenían lugar en Bucarest o en Praga al amparo de unos tanques que se ocupaban de que no se pudiera comprar ni una máquina de escribir sin permiso del partido. Desde Ramón Tamames y Willy Brandt hasta Felipe González y Santiago Carrillo, todos fueron cómplices –en uno u otro momento, por acción, omisión o abierto colaboracionismo- del derramamiento de sangre de millones de inocentes. Por si fuera poco, encima tuvieron el cinismo de presentar como “combatientes por la libertad” a los que luchaban por convertir a otros países en un experimento fracasado más, al precio de la destrucción física y moral para la cual el comunismo era –y es- una receta segura.
Hoy, cualquiera que estudie un poco en las hemerotecas averiguará que ni Salvador Allende ni la “revolución de los claveles” luchaban –y tampoco lo pretendían- “por la democracia” o “la libertad” en sus respectivos países, sino que más bien, combatían para hacer de aquellos lugares algo parecido a la Albania de Enver Hoxa o a la Rumania de Nicolae Ceaucescu, de donde obtenían fondos e inspiración. Sin embargo, para la mayoría de la gente, sigue siendo necesario que películas como las de von Donnersmarck inviten a la reflexión a una juventud que, entre la intoxicación de Cuéntame y de la “memoria histórica”, carece de los elementos necesarios para conocer el verdadero rostro de ideas fracasadas a un precio demasiado caro en sangre y sufrimiento.