Memorias del Rif: ¡A mí la Legión!

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Cantábamos las niñas hispanorrifeñas, jugando al corro en la plazoletilla del Pilar, que ya no se llamaba “del Pilar” sino de Lalla Nosequé, cantábamos las niñas “En el barranco del Lobo/ Hay una fuente que mana/ Sangre de los españoles/ Que murieron por la Patria”. Recuerdo aquellos atardeceres de la primavera rifeña como un empacho cromática, con los vientres asalmonados de las nubes destacando en el horizonte y los ficus centenarios trazando sombras chinescas sobre el albero de la plazoleta. Cantábamos las niñas, reafirmando, sin tener conciencia de ello, una identidad propia hecha de sangre y de Historia: “Ni me peino ni me lavo/Ni me pongo la mantilla/Hasta que vuelva mi novio/ De la guerra de Melilla”.

Los morillos nos observaban de lejos, agazapados tras los setos de arrayanes donde se consideraban a salvo de las iras de nuestras mucamas, aún atendiendo ansiosos a que una niña “españolía” se saciara del panecillo endulzado con chocolate Maruja y les pasáramos los restos de la merienda. Y si algún osado se aventuraba a acercarse al corro, no había más que gritar “¡A mí la Legión!” y huían despavoridos. Era así y no de otra manera. Era todo extremadamente duro, como dura y arcillosa era la tierra de nuestro antiguo Protectorado. Y de acero la voluntad de los pocos españoles que quedábamos, de permanecer y no darnos por aludidos ante el hecho de que, desde 1956, aquello ya no era “nuestra” España, sino una región asilvestrada de un nuevo Reino en el que mandaba, magnánimo, el sultán Mohamed V, donde la capital era Rabat, distinta y distante de nuestras montañas.

Y las niñas paridas en aquel erial calcinado por el sol, habíamos mamado, desde la cuna, historias antiguas y viejas canciones que hablaban de la guerra del Rif y de cómo hace mucho tiempo, las cabilas se sublevaron, los cabileños bajaron hasta Nador y asesinaron a todos los españoles. O a casi todos. Y entre ellos contaban de un tipo llamado Pedro que hacía botas, a ese le trocearon y le metieron en las calderas de su propio negocio. Los hispanorrifeños gritaban aterrados, entre estertores de muerte: “¡A mí la Legión!”, y los caballeros del Tercio hicieron a paso de marcha los catorce larguísimos kilómetros que separaban y separan Melilla de Nador. Hombres hartos de grifa y ciegos de dolor ante lo que sabían que se iban a encontrar. Al llegar dicen que, del sudor y de la rabia, las camisas se les pegaban al torso, como si hubieran sido sorprendidos por un aguacero, y muchos escupían sangre de los pulmones del esfuerzo.

Los escasos españoles que lograron permanecer ocultos en algún lugar mientras los rifeños culminaban su particular escabechina, oyeron la corneta que tocaba a lo lejos llamando a combate y dicen que, desde sus escondrijos, rezaban al Cristo de la Buena Muerte y graznaban quedamente, para no ser oídos por la morisma “¡A mí la Legión!”. Y con tan solo oír el grito silencioso, se les reconfortaba el alma en medio de aquella orgía de sangre. Los caballeros legionarios entraron en el pueblo, cuentan que sin perder el paso ni salirse de la formación, atentos al toque de corneta y dispuestos tan sólo a luchar y a morir. Llegaron los novios de la muerte y se emplearon a fondo… Cuando se contaban las gestas del Tercio, unas historias de heroicidad que no podían salir, en los nuevos tiempos, de círculos cerrados de españoles, al relator se le quebraba la voz y las mujeres y los niños llorábamos con una mezcla de emoción y de nostalgia.

Mil veces oímos el relato, un millón de veces hubiéramos sido capaces de sorber cada palabra con ansiedad, aún sabiendo de memoria que no quedó un cabileño vivo en muchos kilómetros y que, cuando los legionarios acabaron la tarea, desfilaron por todo el pueblo cantando “Nadie en el Tercio sabía, quien era aquel legionario, tan valiente y temerario, que a la Legión se alistó…”. Cantaban muy fuerte, con las voces roncas, y los españoles iban saliendo al reclamo de “El novio de la muerte”. Himno maravilloso de infausto recuerdo, por cierto, para los autóctonos, pero que nosotras cantábamos a escondidas, con los corazones enamorados por las estrofas.

Allí, en el Rif, sentíamos inmensos sentires, más que sentimientos. Aprendimos desde que nos destetaron a emocionarnos con nostalgias imposibles, a enardecernos con leyendas de otros tiempos, a latir pensando que éramos y no éramos de allí, pero que aquella tierra bravía fue un día España, habló en español con sones atemperados por el acento cheljaoui, de ese tamazigth que empleábamos indistintamente. Que en aquel lugar donde enloquecía la rosa de los vientos, sonaron campanas, el sonido de la cristiandad, alternando con los gritos del imán en el minarete de la mezquita, y vivimos en paz, cada cual en su casa y Dios en la de todos. Pero eso fue tan sólo al principio.

¡Ayya! Imbislá. En el nombre de Dios. Así hay que empezar cualquier historia cuando se ha estudiado en el libro de la educación y de la vergüenza. El Editor, que es hombre talentoso, me pide que relate un “tal como fuimos”: será que, al menos él, no nos ha olvidado y quiere atisbar en lo que fueron nuestras vidas, tan lejanas… Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo bendigan a quienes nos recuerden. Será Insha´Alláh.

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