Como minoría étnica desfavorecida y en claro riesgo de exclusión social, me siento extremadamente reconocida por encontrar acomodo en este Manifiesto tan fino, donde se ve que los articulistas son gente de mérito, que lee y escribe de corrido y diserta con talento y enjundia. Pero, pese al abismo que me suele separar del cristiano viejo y del hidalgo, servidora no se considera, en absoluto, por mucho que les cueste creerlo, “exactamente” una desfavorecida, al revés, y eso habla mucho de mi autoestima: como hispanorrifeña de origen calorro, católica y de la derecha neoconservadora, me considero alguien muy principal. ¿Qué están murmurando? ¿Que soy entre un gazpachuelo genético y una caricatura étnica? Vale. Y emigrante retornada a España a los diecinueve años, pero no hija y nieta de la emigración señorita que cogió la maleta de cartón, amarrada con una cuerda y la bolsa de naranjas para largarse a Francia o a Suiza. Sino descendiente directa de uno de aquellos desventurados que, en los perrunos años veinte, vendieron bestias y aperos para, con tres reales, embarcarse rumbo al Protectorado Español en Marruecos. Al Rif profundo que había que repoblar con desesperados que partían en pos de un sueño, para encontrar, muchos de ellos, una pesadilla.
Así llegó mi abuelico, el tío José, moreno de verde luna de la Almería profunda, con los ojos pitarrosos nublados por la ansiedad al imaginarse la tierra fértil, las huertas de frutales, las cosechas tempranas. “Tierra para todos”. Y tierra hubo, pero aquello no era la “Zona Francesa” pasado el río Muluya, sino el Rif pedregoso donde se hubo de conformar con un terruño del tamaño de una maceta, dicho sea sin ánimo de señalar, en el que no crecían ni los cardos y el agua era, sencillamente, una fantasía que, sin duda, “debía” existir en algún lugar, pero no en aquellas laderas yertas de Nador. Y en aquel Nador nació mi padre, Luisico que era el cuarto o el quinto, o el sexto, de una patulea de hermanos y hermanas que ofrecían el denominador común de pasar más hambre que un lagarto detrás de una pita.
¿Qué dicen? ¿Que por qué no regresaron? Yo les contesto: ¿Regresar adónde? En la Madre Patria nada tenían sino el recuerdo de la pobreza más atroz y, al menos, en el Protectorado, estaba la tropa española y se pasaba miseria, pero, con los escasos haberes invertidos en comprar algunos guarros y unas cabrillas, ya no había vuelta atrás. Ni medios para volver. Hablan los buenistas y los profesionales de la buena conciencia rememorando la emigración española de los sesenta, cuando partían con el contrato bajo el brazo y porque les llamaban. Y no iban engatusados a pasarlas putas, sino a levantar un buen jornal que no les pagaban en España. Pero de nosotros, de los españoles que tuvimos que permanecer en Marruecos, generación tras generación, más solos que el perrillo de un desguace y con las esperanzas quebradas, suspirando por nuestra Patria, si es que era nuestra; de nosotros, los hispanorrifeños, alumbrados bajo el sol feroz del Rif, ¿quién se acuerda? Les digo que nadie. Y eso sí que se puede considerar pertenecer a una auténtica minoría étnica y, si tras varias vidas, alguien ha vuelto y se ha integrado, no ha sido a fuerza de subvenciones, ayudas sociales, mediación intercultural ni intervención de payasos onegetistas, sino a las duras, como buenamente hemos podido y sin que nadie mimara nuestro corazón partido entre las dos orillas.
Díganme, ustedes que, seguramente, son españoles “por derecho”, paridos en esta Iberia hermosa que dejó embelesadito a Estrabón porque, cuando llegaron a fastidiarnos los guiris del Imperio Romano, encontraron a un pueblo viejo, con leyes, ritos, cantos y costumbres de más de seis mil años de antigüedad; díganme si, alguna vez han recordado a quienes no pudimos regresar ni cuando en 1956, tras la Independencia, partieron nuestros Regulares, se revolvieron los amos rifeños y los pocos que tuvimos que permanecer sentimos el corazón mismo de la soledad y el abandono. ¿Qué murmuran? ¿Que, por supuesto, jamás se han detenido a pensar en el tema y que quieren saber como le fue al tío José? Bueno, cómo decirlo… No puedo contar historias de triunfo y superación porque mentiría y, como cristiana, no puedo mentir. Y menos en esta pantalla blanca que voy escribiendo en negro, orgullosa y ufana ¡Si me viera mi abuelo! Pero no me puede ver. Ni me conoció, murió teniendo mi padre catorce años, echando los pulmones por la boca porque, si se gastaba los dineros en la penicilina de estraperlo, no había para alimentar a las bestias y, sin bestias, moría todo el clan familiar. Pero, para el tío José, estas frases mías, significarían algo muy trascendental: que yo sí conseguí regresar. Trascendental y muy como Dios manda. Será que el buen Dios manda en todo lo bueno y lo bello del Universo.