Ah, si los seres humanos se contentaran con trabajar, procrear y consumir, en lugar de cargar con todo tipo de creencias, tradiciones y rarezas, el mundo sería un lugar sencillo. Es precisamente esta idea de un ser humano intercambiable —una Materia Humana indiferenciada, como diría Renaud Camus— la que sustenta el nuevo discurso inmigracionista. Números y personas, ése es el programa. Europa se está quedando sin niños, África tiene demasiados, todo lo que tenemos que hacer es transvasar. En consecuencia, la inmigración no es un problema, es la solución.
Malas noticias
El tono ha cambiado. Ya no se trata de buenos sentimientos, sino de pensiones e intereses bien entendidos. No se nos dice que la inmigración va a revitalizar las sociedades escleróticas (sin duda debido al privilegio blanco), sino que va a permitir el funcionamiento de nuestras envejecidas economías.
La verdad es que nuestro problema demográfico no es ninguna invención de los inmigracionistas. En 2022, el crecimiento natural de la población fue en Francia de 56.000 personas, el nivel más bajo desde 1946, y a este ritmo el saldo será negativo dentro de diez años. Si la población francesa sigue creciendo lentamente, no es porque tengamos hijos, sino porque morimos de vejez... y de enfermedad.
Ante estas malas noticias, el bando contrario a la inmigración se contenta, por desgracia, con esconder la cabeza bajo el ala. Algunos dicen que basta con una verdadera política familiar para que nazcan muchos niños. Es cierto que hay que estar cegado por la ideología para reducir las prestaciones concedidas a los padres, como hizo el presidente François Hollande. Lo cierto es que las políticas pronatalistas sólo funcionan marginalmente.
El verdadero motor de la natalidad es el optimismo vital.
El verdadero motor de la natalidad es el optimismo vital. Para otros, lo que se debe cuestionar es el objetivo mismo del crecimiento demográfico, salvo que no conocemos ningún ejemplo en la historia en el que el declive demográfico no haya ido de la mano de una pérdida de poder.
Sin embargo, no se puede hacer creer a los franceses que la inmigración les salvará de la quiebra cuando, en los últimos treinta años, hemos combinado la inmigración masiva con el debilitamiento económico. El cierto es que, además de importar mano de obra, también hemos importado bocas que alimentar. No olvidemos que al menos un tercio de los argelinos adultos que viven en territorio francés son económicamente inactivos.
Una cruel alternativa
Los nuevos flujos sólo pueden agravar el choque antropológico ya creado por las anteriores oleadas migratorias y el cambio de pueblo que iniciaron. Los seres humanos, esos plastas, son decididamente algo más que brazos, bocas y vientres. Traen consigo hábitos y costumbres que a menudo son incompatibles con los nuestros, lo cual explica por qué la mayoría de los franceses, incluidos los de origen inmigrante, recelan de la inmigración.
De ahí el dilema al que nos enfrentamos entre la extinción demográfica y la sumersión cultural. Observando las cifras a la fría luz del día, si Francia quiere seguir existiendo (ya no nos atrevemos a decir brillar), tenemos que aceptar que Francia desaparecerá dentro de Francia [y lo mismo cabe decir de los demás países europeos. N. del Trad.]
Frente a esta cruel alternativa, los eslóganes no bastan. A corto plazo, si no conseguimos que todos los franceses vuelvan a trabajar, si queremos que los trabajadores financien nuestras pensiones y nuestra sanidad, probablemente sea ilusorio pretender detener la inmigración. Pero es igual de ilusorio dejar entrar a 250.000 personas al año. No necesitamos inmigrantes sin formación incapaces de integrarse, sino ingenieros y médicos que vengan por nuestras libertades y no a pesar de ellas. Lo que significa que tenemos que dejar de ver el consumo como el turbocompresor mágico de nuestra economía.
Repartir la riqueza que ya no producimos entre 67 millones de franceses ya era una quimera; añadir millones de inactivos a la carga del reparto requiere donaciones dignas de un Tom Cruise. Creemos riqueza y dejemos entrar sólo a quienes sean capaces de hacerlo con nosotros. Preferiblemente sin que nos odien.