El presidente de México, López Obrador, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, ha tenido la bondad de decir en público que, en política, los pobres son nomás material para el incendio, y ahí tenemos la gran hoguera terminal de la Agenda 2030.
Lo de Obrador con los pobres es como lo de Azaña con los descamisados que le pedían la revolución. “¡Idiotas, que soy burgués!”, tuvo que gritarles desde la ventanilla del tren que lo llevaba a un mitin en Valencia.
Pobres pobres.
Ni la revolución religiosa del XVI ni la monárquica del XVII ni la francesa del XVIII ni la rusa del XX sentaron pobres a su mesa
Ni la revolución religiosa del XVI ni la monárquica del XVII ni la francesa del XVIII ni la rusa del XX sentaron pobres a su mesa. El liberalismo de meñique tieso y el comunismo de puño en alto se encargaron de mantenerlos a raya. La única revolución que los tuvo en cuenta fue la del pesebre cristiano, razón por la cual la Ilustración pegó fuego al establo.
Ahora los pobres, que son los muchos, no tienen fe, y la fe de los ricos, que son los pocos, es el nihilismo. Curtis Yarvin, que los conoce por dentro, sabe que estos poderosos no creen en la democracia: “No creen en nada, a menos que sea útil. Nada es útil, a menos que los haga poderosos. La historia, la ley, la lógica, la Constitución y la moral tienen una lección para ellos: el poder hace el derecho. Todo lo que es fuerte es verdadero, legal, constitucional y correcto”.
–Y ésta, estimados estadounidenses, es la razón por la que su voto en las grandes elecciones no cuenta.
Yarvin glosa un libro de David Rothkopf (Resistencia estadounidense: La historia interna de cómo el estado profundo salvó a la nación) que justifica el golpismo de covachuela (¡los funcionarios patriotas del subsuelo!) para maniatar al presidente que no les gusta (Trump, en este caso). Para Rothkopf el “estado profundo” es la verdadera democracia. El Sistema, pues, funcionaría como cualquier estafa:
–Si pierdes, pierdes. Pero si ganas, no ganas. Como un niño en un barco, puedes sentarte en la silla del capitán y hacer girar la rueda del capitán. Pero no estás dirigiendo el barco.
La elección, advierte Yarvin, no es robada por ninguna persona a la que puedas gritar; más bien, es robada por diseño (“los votantes no controlan ni deben controlar el gobierno”), y los diseñadores murieron hace mucho tiempo.
En El federalista se resalta el contraste entre “la razón” de los Pocos y “la pasión” de los Muchos, y Wolin recuerda la trampa 22 en que se vieron atrapados los Fundadores, que entendían que el gobierno de la mayoría es el fundamento del gobierno democrático, pero que creían que el gobierno democrático de la mayoría presentaba la más grave amenaza para un sistema republicano. Y elaboraron una serie de mecanismos pensados para “filtrar” las expresiones de la voluntad popular, con el propósito de legitimar una elite instruida en lo que Hamilton llamó la “ciencia política”.
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Y fue así como la democracia se convirtió en otro eufemismo acroléctico.
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