Hasta los crímenes de los últimos meses, pocos se atrevían a denunciar a ese narcoestado sandinista, dirigido por un patriarca en pleno y sangriento otoño, el infame Daniel Ortega.
Si las izquierdas españolas no estuvieran cegadas por el odio y por el recuerdo de sus continuas derrotas militares y políticas a manos del Caudillo, se darían cuenta de que desalojar a Franco del Valle de los Caídos es un acto pequeño y mezquino.
Se establecerá en Constantinopla el centro de un culto mundial, en el que la salvación de la propia alma está por encima de la salud de la patria o de la continuación del linaje. Donde la esperanza en una vida en el más allá vuelve relativas y hasta pecaminosas las urgencias del más acá.
El apego de Sánchez a la presidencia y su ínfimo porcentaje de escaños le convierten en un rehén perfecto para legitimar una operación de troceo del Estado.