Cuando era niño, y mi sensibilidad aún no se había encallecido por los años, la misa del Viernes Santo me dejaba el ánimo impresionado. La parroquia de mi pueblo, despojada de toda decoración y sin otra luz que la que entraba tímidamente, como pidiendo permiso, por los ventanales para deslizarse sobre la fría piedra, recibía así, reducida a su mínima expresión, al cuerpo muerto de Dios y a ese "árbol de la cruz" que iba a presidir la ceremonia sin ceremonia, la eucaristía sin rito eucarístico. Para la comunión habían reservado las formas consagradas el día anterior, en los oficios del Jueves Santo, de modo que durante el Viernes no iba a hacerse presente Dios más que como ausencia, como vacío. Acabado el trance, los feligreses abandonábamos la iglesia sin cantos y sin más acompañamiento que el de un rumor que flotaba en el aire, como un murmullo de tanatorio. Era como quedarse huérfano.
Algo así he vuelto a sentir con la carta de Sánchez en la que anuncia su abandono de sus tareas presidenciales. Convocados ante su doliente presencia, hemos asistido al espectáculo de su sacrificio, al relato fúnebre de su martirio. Nuestros pecados le han colgado del madero y, desde allí, con el cartelito de PETRVS CASTEJONVS IMPERATOR HISPANIORVM sobre su presidencial cabeza, se nos presenta en carne viva dispuesto a entregar su último suspiro al aire embotado del Calvario: "Todo está cumplido, fascistas." Muerto Pedro, permanece nuestra rabia. Entregados a nuestra orfandad temporal, no nos queda otra que cumplir con los ordinarios quehaceres de la vida mientras se dirime nuestra salvación tras la piedra del Santo Sepulcro del Palacio de la Moncloa. Un extraño duelo éste, sin duda, que durará tres largos días y en el que no sabemos si Pedro regresará de la muerte para decirnos que vive o para confirmarnos que prefiere seguir muerto. Sea lo que fuere, ya nos iremos enterando.
© Profesor secundario. En X (@profsecundario)
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