La fascinante leyenda del 'lingüicidio' catalán

Lejos del relato nacionalista, el castellano se asentó en Cataluña de la mano de sus élites, como lengua de prestigio, y no como imposición externa

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Decía Victor Hugo que todas las grandes fortunas fueron construidas sobre un crimen. Y con los relatos nacionales ocurre algo parecido: todos se asientan en una gran mentira. A los niños escolarizados en Cataluña, por ejemplo, se les explica el mito del genocidio lingüístico padecido por el idioma vernáculo tras la derrota militar, en 1714, de los partidarios locales del pretendiente de la dinastía Habsburgo al trono español.

Una persecución feroz e implacable, la sufrida por el catalán desde entonces y a lo largo de tres siglos, que, por muy extraño que pueda parecer, no impidió que, en el brevísimo intervalo de apenas veinte años, aquella lengua sometida a incontables tormentos adquiriese los usos de un idioma moderno, desde los educativos a los específicos de la actividad científica, pasando por el complejo vocabulario jurídico o el propio de la actividad económica. Y en solo veinte años, sí. Extraño genocidio cultural.

Esa narración, la preceptiva sobre la peripecia histórica de la lengua que los catalanes contemporáneos están llamados a interiorizar durante su periodo de escolarización obligatoria, tiene una segunda parte, la de la prodigiosa resurrección tras el martirio crónico, cuyo guión no resulta menos chocante. Y es que, sin ir más lejos, La Vanguardia, el periódico de referencia de la emergente burguesía industrial a la que se atribuye el impulso para que el catalán recuperara su lugar preeminente en tanto que idioma nacional de Cataluña, mantuvo ubicada durante más de cien años su redacción en la calle Pelayo de Barcelona.

¡Don Pelayo ofreciendo cobijo y posada a los publicistas empeñados en desmantelar con tinta y papel la identidad española de los catalanes! Calle, esa primera que alojó al diario de cabecera de los buenos burgueses locales, que queda no muy lejos de otras arterias del flamante Ensanche, su mayor orgullo urbanístico, llamadas Caspe, Lepanto, Numancia (¡Numancia!) o Bruc. ¿Una burguesía dotada de un incipiente sentimiento de identidad nacional que elige bautizar Numancia y Pelayo a dos arterias principales de su nuevo callejero? Raro, en verdad raro. Tan raro que el sencillo ejercicio de repasar el nomenclátor del callejero barcelonés instaurado por las fuerzas vivas de la plaza hacia la mitad del XIX, justo la época de la célebre Renaixença, lleva a constatar una clara intención nacionalista. Clarísima. El problema para la doctrina oficial es que se trata de un evidente nacionalismo español, no catalán.

Libreto lacrimógeno

Más raro todavía resulta el hecho, a todas luces inexplicable, de que la instauración de los Juegos Florales, legendario instante germinal de la recuperación del catalán por parte de la burguesía autóctona, coincidiese en el tiempo con el inicio del proceso de acelerada castellanización de aquella misma burguesía. Algo no termina de cuadrar en la lógica interna del muy lacrimógeno libreto institucionalizado del vía crucis de la lengua.

Conste que la secuencia temporal de la narración parece convincente. Así, reducido poco a poco a la progresiva marginalidad y al exclusivo ámbito popular tras el abandono de su uso por las capas sociales cultivadas, las únicas que sabían leer y escribir en la época, el catalán habría entrado en un fatal proceso de decadencia agónica desde el acceso de la nueva dinastía borbónica al trono. Y solo la súbita toma de conciencia de la triunfal burguesía decimonónica lo habría logrado rescatar de una extinción segura a partir del ecuador de esa centuria. Una historia bonita y edificante, incluso romántica. Lástima que ese cuento que se explica a todos los niños catalanes en las aulas resulte no compadecerse en nada con la verdad de lo sucedido.

Ocurre que las dos grandes evidencias históricas que marcaron la biografía de la lengua catalana desde la Baja Edad Media hasta 1714, la primera, y desde la Guerra de Sucesión hasta finales del siglo XIX, la segunda, resultan inaceptables para los guionistas del relato nacionalista canónico. De ahí que las oculten con celo. Y ello por una razón bien simple: en ambos periodos se constata que la progresiva penetración del idioma castellano en Cataluña obedeció a un proceso de naturaleza endógena, no exógena.

El castellano entró en Cataluña de la mano de las propias élites sociales catalanas

El castellano entró en Cataluña de la mano de las propias élites sociales catalanas, y no como una imposición exterior consolidada luego gracias al uso de la fuerza. Porque lo que revela esa biografía clandestina e inconfesable es que, ya muchísimo antes de 1714, las élites catalanas habían empezado a educar a sus hijos en castellano. O sea, que comenzaron a proceder exactamente igual que ahora, solo que adoptando como idioma de cultura y de prestigio la lengua franca de la península en lugar del inglés.

Distinción social

La práctica de abrazar la lengua de Castilla para los usos cultos y formativos, por razones de reputación y distinción social, comenzaría a normalizarse tan pronto como en el siglo XV, más de doscientos años antes de que el primer soldado borbónico emprendiera el cerco militar de las murallas de Barcelona. Sin que nadie llegado de la Meseta con un arcabuz al hombro se lo exigiera, pues, los buenos burgueses, nobles y altos clérigos barceloneses optaron por instruirse en castellano, leer en castellano, ir al teatro en castellano y, supremo horror, hablar cada vez más en castellano. Porque resulta que el castellano había aterrizado en Cataluña mucho antes de que el futuro Felipe V hubiese nacido siquiera. Pero es que la segunda parte del cuento oficial, la de la decadencia forzada a partir de 1714, también resulta ser falsa.

Falso es que el uso escrito del catalán cayera en picado a partir de la promulgación de la Nueva Planta. Tal cosa, simplemente, no ocurrió. Al contrario, la evidencia documental de que el catalán se siguió usando con normalidad en sus empleos tradicionales durante todo el periodo de su supuesta decadencia, el que va desde la derrota austracista hasta la Renaixença, resulta hoy incontestable. Sobran las pruebas, sí, de que en la centuria del XVIII, los catalanes siguieron escribiendo en catalán exactamente igual que lo habían hecho en la anterior.

En cuanto se hurga un poco en los archivos de la época, sólo un poco, el relato maniqueo no se aguanta por ningún lado. Sigue sin poder enseñarse en los colegios, claro, pero resulta que la famosa Renaixença consistió en justo lo contrario de cuanto se les explica a los catalanes contemporáneos. Lejos de suponer un movimiento orientado a la recuperación del empleo preferente de la lengua autóctona en la vida pública, no fue otra cosa más que su solemne embalsamamiento para usos exclusivamente folclóricos y de representación sentimental en eventos festivos.

El catalán tenía que ser solo un adorno pintoresco destinado a los concursos de poesía bucólica en las fiestas mayores de ciudades y villas; en todo lo demás, habría que recurrir a la flamante lengua nacional española, la propia del nuevo orden que había sucedido al Antiguo Régimen.
Una historia fascinante, la de la gran mentira construida por el nacionalismo pedáneo en torno a la peripecia vital del idioma sobre el que se sustenta la metafísica de su discurso identitario, que se rastrea con empeño detectivesco en el ensayo más silenciado y brillante que nunca se haya escrito sobre la cuestión. Me refiero a Nacionalisme espanyol i catalanitat, del profesor de la Universidad de Liverpool Joan Lluís Marfany. Un texto tan clandestino como imprescindible. En puridad, no es un libro sino una bomba de relojería. Léanlo.

© El Mundo

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