Blanca y jurada

Pobre Leonor, pobre España.

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Ramoncín, fetiche umbraliano y cheli oficial del setentayochismo, estuvo certero el otro día en la Sexta: en España lo de ser jefe del Estado, «se hereda». Como es natural, iba implícita la queja ante la imposibilidad de elegir democráticamente —las urnas son infalibles— al representante de todos con más rango institucional.

Yo reconozco que la deprimente perspectiva de sufrir a Sánchez o a Feijoo como presidentes de una hipotética república española, inclina la balanza en favor de esta monarquía incompleta, constitucional, que nos dieron. Aunque sólo sea, para mí, por el poder simbólico que encierra; por el espejismo de algo que fue y de lo que es mejor no hablar porque enseguida le llaman a una nostálgica o reaccionaria los mejores prosistas y columnistas «de su generación».

Esto de la ventaja monárquica me quedó claro en 2015, durante la visita que los reyes Felipe y Letizia hicieron a la France (Afrique). En la foto oficial, François Hollande, con un traje color marengo de pantalón tirabuzoneante sobre un zapato de punta cuadrada, no exudaba ningún tipo de grandeur. Ahí no estaba la Francia del Caballero Bayard, sin miedo y sin reproche; tampoco la del iluminismo, para el que le guste; ni siquiera la de Chirac —french swag—, amor rápido y ducha en diez minutos cronometrados… Ahí estaba el comercial de una empresa funeraria, que no es mal símil para el estado en el que se encuentra la desdichada nación gabacha. Y, a su lado, un majestuoso Felipe VI que, si bien no representaba la Monarquía Hispánica que humilló a Francisco I, por lo menos vendía la España que gusta a los guiris: alegre, faldicorta y atrapada en un eterno 1992. No es gran cosa. Más bien nada. Pero es tal la mediocridad a la que nos tiene acostumbrados el Régimen que cualquier atisbo de brillo, por poco refulgente que sea, atrae. Sobre todo, viniendo de una institución que ha acompañado —mejor o peor— a este rincón del mundo desde hace siglos.

El peso histórico de la Corona, cuando se manifiesta políticamente, suele traducirse en ceremoniales que embellecen; por ejemplo, la mediocridad setentayochista, siempre tendente al pebetero y a las sillas de plástico oscuro. Además, un poco de boato regio nos da cuartelillo. Nos hace olvidar por un momento los peinados de Rufián y toda la estética, e incluso la ética, de una buena parte de sus señorías. Esto es algo que agradecí de la jura constitucional que tuvo lugar el otro día. La Princesa de Asturias, que, como cualquier otra joven de su edad, maneja de dulce el fusil de asalto, se presentó en el Congreso nívea —¡qué acierto el sastre a medida!— y bellísima.

Leonor juraba ante una Francina Armengol que encarnaba todas las zafiedades de nuestro tiempo. El pulso contra el lenguaje inclusivo, el discurso vacuo acerca del progreso y falso respecto de la estabilidad democrática de la presidente del Congreso, lo ganó de calle la heredera con su porte —espigado para la ocasión— y su sonrisa, a la que una leve asimetría labial le resta solemnidad, pero le confiere cierta distancia con lo vulgar. Sería deseable que Leonor entendiera la trampa que supone para la monarquía empantanarse con los valores del Régimen, en lugar de preservar los tradicionales de la institución que representa.

Contuve la respiración en el momento del juramento, no se fuera a convertir en un «prometo», y perdí toda esperanza cuando mencionó el «respeto a los derechos de las comunidades autónomas». Leonor, en una perversión del sistema, ha jurado un texto anfibológico; una ley cuyo órgano encargado de interpretarla va a dar luz verde a la megalomanía de Pedro Sánchez. La lealtad que el actual presidente en funciones le ofreció en su discurso sólo la practica con su propia ambición. El PSOE, el partido del Estado, sólo es fiel a la conservación del poder.

Leonor, en una realidad distópica, el día que cumplía dieciocho años juraba algo que tenía capacidad de deslegitimar su propia misión y destruir la nación. Pocas horas después, el Partido Socialista anunciaba el acuerdo con ERC para la investidura de Sánchez, que implica una ley de amnistía.

Pobre Leonor, pobre España.

© La Gaceta

 

 

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