Escrito este artículo para explicar las cosas de España y Cataluña a los lectores franceses de Boulevard Voltaire, bueno será explicarlas también a los españoles.
Lo que se trata de explicar no es la sinrazón del independentismo, un desvarío que, Cataluña aparte, está bien claro para todos. Se trata de otra cosa. Toda una serie de estupideces, apocamientos y traiciones han llevado a las fuerzas —políticas, mediáticas e intelectuales— del “constitucionalismo” a estar cuarenta años (y si pudieran, seguirían) inclinando la cerviz ante el separatismo. Es manifiesto. Pero si lo han hecho, es también por otra cosa. Es porque, con los principios liberal-individualistas en la mano, no hay forma de oponerse, en últimas, a las pretensiones separatistas.
Las recientes palabras del rey hablando de lo que está por encima de la democracia, nos dan pie para reflexionar sobre ello.
Aun sin haber pretendido hacerlo, el rey Felipe VI respondió recientemente a las declaraciones efectuadas por Su Majestad Bernard-Henri Lévy, más conocido como BHL, el Entartado,[1] así como por Monsieur Manuel Valls, ese hombre que, fracasado en Francia, pretende alcanzar bajo los auspicios de Ciudadanos la alcaldía de Barcelona.
Atacan ambos al independentismo. Celebrémoslo. Pero ¿significa ello que toman partido por la unidad de la nación española, por su comunidad de destino, por la preservación de su identidad? ¡No, por Dios! La nación y la identidad, la comunidad y su destino, la historia y su arraigo, todo ello son cosas del diablo (laico, es cierto): abominables ideas defendidas por los fachas que, por toda Europa, “amenazan nuestras libertades”.
La concepción liberal del mundo no permite negar a los átomos individuales el derecho a “disponer de sí mismos”.
El problema es que si nos atenemos a las libertades entendidas a la liberal manera, si suscribimos esa concepción del mundo para la cual la sociedad no es otra cosa que una suma de individuos que lo deciden todo según su santa voluntad y su real gana, ¿cómo impugnar entonces la santa voluntad y la real gana de los individuos que quieren salirse de dicha suma —de dicha “nación”— para conformar otra?
No se puede, no hay forma —lo cual convendría recordarlo a Valls y a Lévy, así como a esos partidos tan constitucionalistas como liberal-individualistas que son el Partido Popular y Ciudadanos. Sobre la base de la concepción liberal del mundo, no hay forma de denegar a los átomos individuales el derecho —digámoslo con la pomposidad de los independentistas— a “disponer de sí mismos”.
Pero todo cambia tan pronto como nos salimos del marco liberal de pensamiento. No para impugnar la democracia y las libertades cívicas, sino para plantearlas de otra forma. Para reconocer que lejos de abismarse —El abismo democrático, así se llama mi último libro—, la democracia sólo alcanza su auténtico sentido si se enmarca en algo superior, “sagrado”, intangible. En algo fuera de cuestión y de decisión.
En algo… Pero ¿en qué? En diversas cosas. En la naturaleza, por ejemplo; en el arte y la belleza, por supuesto; en la historia y en la comunidad de destino, para seguir con nuestro tema.
La democracia sólo alcanza su auténtico sentido si se enmarca en algo superior, “sagrado”, intangible.
En “la ley”, acaba de resaltar Felipe VI, aludiendo a la pretensión de los independentistas de decidir por sí solos la desintegración de un pueblo cuyos orígenes, con un peso de dos mil años, se remontan a la Hispania romana. La ley es superior a la democracia, reconoció el rey al proclamar que “no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del derecho”.
Tiene razón. Salvo que la ley no es exactamente ese “principio sagrado” que yo evocaba. Si la ley establece la unidad indivisible de una nación que es una patria, no lo hace ni en el vacío ni de manera jurídica o formal. Tampoco lo hace porque los españoles así lo habrían decidido un buen día. Lo hace de forma sustancial: porque tal es la sustancia que se ha fraguado a lo largo de la historia, por más que la Constitución posibilite hoy que el pueblo español —pero no una sola región— decida un buen día (horrible día...) poner término a la historia y a lo que ésta ha engendrado.
La ley es superior a la democracia, reconoció el rey.
Por más, dicho de otro modo, que la concepción liberal del mundo conceda al conjunto de un pueblo histórico la posibilidad de suicidarse —posibilidad que, salvo en una ínfima parte, el pueblo español no parece estar lo más mínimo dispuesto a llevar a cabo.
[1] Se le llama así por las muchas tartas de crema que, con objeto de ridiculizar sus poses y palabras, ha recibido en la cara.
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