El conflicto ucraniano debe hacernos reflexionar. En EE. UU. existe una guerra civil en las alturas entre distintos grupos de poder. Si bien existió un acuerdo entre estos grupos para derribar a Donald Trump y colocar en su lugar a un anciano obtuso y con las facultades mentales disminuidas, a partir de ese momento los intereses del complejo militar-petrolero-industrial han tomado la iniciativa sobre los consorcios de inversión, la industria pesada, incluso sobre la todopoderosa industria químico-farmacéutica. La visión del grupo predominante en estos momentos es que solamente una guerra puede resolver la situación de la economía norteamericana y evitar que en apenas un lustro la República Popular China se coloque por delante.
Los EE. UU. traían la lección bien aprendida, como anglosajones (porque en EE. UU. todavía es el grupo étnico anglosajón el que detenta el poder, mientras que la influencia del grupo étnico judío se encuentra, en la actualidad, muy distribuida en distintos sectores con intereses contrapuestos: los intereses de Hollywood no son los mismos que los de las big-tech, ni los de éstos idénticos a los de los consorcios de capital-riesgo). Todo ello nos da un cuadro lo suficientemente poliédrico del poder en los EE. UU. ¿Y los intereses del pueblo norteamericano? ¿y la tan cacareada “democracia americana”? Ninguno de estos grupos, desde luego, tiene el más mínimo interés por otra cosa que no sea por la defensa de los intereses de sus respectivos “carteles”. Solo existe una única certidumbre que constituye el cemento de todos estos grupos: el destino de los EE. UU. está ligado al del dólar y cualquier amenaza contra éste debe ser conjurada lo antes posible, o de lo contrario, entrañará la ruina del “imperio”.
Recordando lo que fue el imperio británico
Sólo partiendo de estas bases y de los ejemplos históricos heredados del mundo anglosajón puede entenderse la actual política norteamericana.
Desde hace 300 años, ha existido una línea constante en la política exterior británica: evitar que pudiera formalizarse un eje París – Berlín – Moscú que impediría al mundo anglosajón poner los pies en la Europa continental. Porque los gobiernos ingleses nunca, absolutamente nunca, se han considerado ni “europeos” ni han querido “formar parte de Europa”. Esta política pudo tener su lógica cuando el Reino Unido era un “imperio”: el primer “imperio comercial”. Nunca extendió sus líneas con intención civilizadora, sino que siempre lo hizo de manera depredadora. Para el Reino Unido no existen “amigos o enemigos”, sino “intereses”.
La decadencia del imperio británico ya era palpable desde los años 30. Era la época de los nacionalismos y por todas partes aparecían movimientos de “liberación nacional” con intenciones centrífugas. Cuando Hitler llegó al poder y estabilizó su gobierno era frecuente que en los países árabes se gritara en las manifestaciones independentistas: “En el cielo Alá, en la tierra Hitler”. Hasta en India, la “joya de la corona” los movimientos independentistas estaban divididos entre los beligerantes pro-germanos y los pacifistas de Gandhi. Japón, por su parte, había lanzado también la consigna de “Asia para los asiáticos”. Aquello no podía durar mucho tiempo.
Pero nada de todo eso fue obstáculo para que los ingleses mantuvieran sus posiciones en política exterior: a pesar de los notorios esfuerzos de Hitler por formar una alianza con Gran Bretaña, ésta varió su política exterior. Y es ahí en donde un día los historiadores reconocerán la responsabilidad británica en todo lo que ocurrió después.
Las lecciones británicas sobre cómo se prepara una guerra
Desde 1935-36, el Reino Unido vio que el Reich alemán se le estaba adelantando en todos los terrenos, incluido el militar, y que en apenas unos años no haría falta que países como Francia siguieran manteniendo una “democracia”: en apenas un lustro la economía europea, incluida la francesa, giraría en torno a la alemana y, a partir de ahí, ya era preciso reconocer que Londres habría perdido definitivamente la carrera por la hegemonía en Europa.
Solamente una guerra que se librara en territorio europeo y destrozara a las partes, tal como había ocurrido durante la Primera Guerra Mundial, podía detener ese proceso de “germanización” de Europa. Faltaba el “casus belli”, la chispa que lo incendiara todo. Y ahí estaba el nacionalismo polaco. Polonia, creada con fracciones desgajadas del imperio ruso, del imperio austro-húngaro y del Reich guillermino, mantenía la ficción de convertirse en un “imperio”. Los medios de comunicación polacos, en los años 20 y 30, aludieron frecuentemente a esta temática que estaba en el alma del nacionalismo polaco. Ese “imperio” debía llegar desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, absorber lo que había quedado de Prusia Oriental bajo bandera alemana, parte de Ucrania —sí, de Ucrania—, ampliar su territorio en Silesia y con regiones de Rumania, hasta Moldavia… El problema era que Polonia había pasado el “siglo de los imperialismos” dividida en “particiones” y el nacionalismo polaco no quería advertir que, entre dos gigantes, el Reich y la URSS, la mejor opción era un discreto neutralismo.
Otro elemento entró en juego: los servicios de inteligencia británicos y franceses habían colaborado en primera línea en la constitución de un servicio de inteligencia polaco. A partir de 1938, los servicios británicos fueron enviando informes adulterados al Estado Mayor polaco en los que aseguraban que el ejército alemán era todavía débil y no resistiría una guerra prolongada. Estos informes, convenientemente manipulados, llegaron a la prensa polaca.
Los actos de violencia contra las comunidades germanas que se encontraban en territorio polaco
En ellos, además de llamar a la “limpieza étnica” en los antiguos territorios prusianos en manos de Polonia gracias al Tratado de Versalles, se aseguraba que, en quince días, el ejército polaco llegaría ¡a Berlín! Durante 1939 las manifestaciones en las calles de las ciudades polacas en las que podía oírse como consigna “¡A Berlín!” fueron tan frecuentes comolos actos de violencia contra las comunidades germanas que se encontraban en territorio polaco.
Cuando los ingleses advirtieron que alemanes y soviéticos estaban negociando un pacto —que, en realidad, no era más que una ampliación, extensión y concreción del Tratado de Rapallo— optaron, en primer lugar, por adelantarse (pero fracasaron en su intento de llegar a un acuerdo con Stalin) y, en segundo lugar, acentuar su apoyo al nacionalismo polaco. Para ello, garantizaron lo que sabían que era imposible: que defenderían la causa polaca. ¿Cuál era esa “causa”? La causa nacionalista, la que quería que Danzig, la antigua capital del Hamsa, la ciudad de los Caballeros Teutónicos, no solamente no se incorporara al Reich, sino que lo hiciera a Polonia, teniendo de tal modo las manos libres para practicar la “limpieza étnica”. En una palabra: la locura nacionalista.
Lo que la historia no ha logrado borrar del todo es:
1) El recuerdo de que, hasta última hora, Alemania ofreció negociar a Polonia la “cuestión de Danzig”, ofreciendo generosas contrapartidas.
2) El recuerdo de que los “aliados occidentales” impulsaron a Polonia a la guerra, sabiendo que su defensa era imposible.
3) El hecho de que el nacionalismo polaco, crecido y amamantado por el Reino Unido, hizo imposible la paz.
4) Los asesinatos constantes de campesinos alemanes, a lo largo de 1939, a manos de extremistas nacionalistas y miembros de las fuerzas armadas polacas, sin que el gobierno polaco moviera un solo dedo para impedirlo.
5) El deseo unánime del pueblo de Danzig de incorporarse al Reich.
Poco importa que la historia oficial desconsidere hoy estos cinco elementos. Ahí están, para quien quiera escarbar más allá de la historia escrita por los vencedores.
Pero este caso, como el lector habrá advertido, tiene un asombroso paralelismo con la “crisis ucraniana”.
Lo que va de 1939 a 2023
El Imperio británico es un recuerdo paradójico en la medida en que hoy, las islas británicas están “colonizadas” por ciudadanos procedentes de sus excolonias. Polonia volvió a ser reconstruida tras la Segunda Guerra Mundial, y entonces se produjo una absoluta “limpieza étnica” hasta el punto de que Prusia Oriental desapareció por completo. Siguió, primero, bajo la dominación soviética y luego, una vez en la OTAN, bajo la dominación americana. Alemania es un país “reunificado”, pero sigue estando “ocupado” (todavía alberga en su territorio 40 bases militares norteamericanas e instalaciones de distintos servicios del Pentágono). La URSS ya no existe, pero Rusia, tras el período de desintegración que siguió al período Gorvachov, ha logrado reconstruirse. El Reino Unido, tras permanecer durante unas décadas con un pie en la Unión Europea y otro pie en su papel de aliado preferencial de los EE. UU., optó por el Brexit y por su “espléndido aislamiento”, mostrándose cada vez más como “colonia de los excolonizados”. Ya no es sino una isla a la que se le acumulan los problemas internos. El eje de la política anglosajona se ha desplazado a los EE. UU. Europa ya no está en el centro del mundo. Ahora los conflictos tienen una dimensión global.
En cuanto a los EE. UU., no han advertido que está en entredicho “su” orden mundial, el proclamado al terminar la Guerra de Kuwait que los consagraba como “única potencia hegemónica global”. Las cifras indican a las claras que China les superará en todos los terrenos dentro de esta década. Y lo que es peor para EE. UU.: China no está sola.
Los “países BRICS” están ahí, especialmente el trío formado por China, Rusia e India
Los “países BRICS”, a pesar de sus diferentes situaciones y ubicaciones, a pesar de los cambios en las políticas interiores de algunos de ellos, están ahí, especialmente el trío formado por China, Rusia e India. La revelación ocurrió en el año 2000, cuando las empresas norteamericanas tuvieron que recurrir a los informáticos de Bangalore (India) para resolver el “efecto 2000”, o cuando Vladimir Putin llegó al poder y atajó con mano de hierro —la única posible ante una crisis— la degradación política, social y económica de Rusia. O, especialmente, cuando los EE. UU. se dieron cuenta que 15 años de deslocalizaciones empresariales a China y de admisión de estudiantes chinos en las mejores universidades del mundo, habían tenido como resultado una formidable concentración de poder económico, de capital y de tecnología en aquel país.
Y es en esta situación en la que ha estallado el “conflicto ucraniano”. Porque, durante los años de la pandemia la situación económica mostró su verdadero rostro: la retracción del consumo forzado por los confinamientos retrasó la irrupción de la inflación que ya se intuía en los meses anteriores. Disminuyó el comercio mundial. Se produjo la burbuja de las criptomonedas. Pero nada de todo ello detuvo el crecimiento de la República Popular China, ni el aumento de las exportaciones petroleras de Rusia. Lo más enigmático era que ambos países estaban realizando compras masivas de oro (China había empezado a hacerlo desde principios del milenio). Inicialmente, los EE. UU. ignoraban ese interés por un metal noble que ellos mismos habían apartado como aval de su moneda, a principios de los años 70, para afrontar los gastos generados por la guerra del Vietnam. En realidad, mientras el dólar siguiera siendo única moneda de cambio mundial, no había por qué preocuparse: su “aval” era esa aceptación y, por supuesto, los “marines” y el poder militar norteamericano presente en todo el mundo.
Cuando un país como el Irak de Saddam Hussein aceptó el euro como moneda para pagar su petróleo, selló su destino. Muhamar El Gadafi, en Libia, estudiaba otro tanto cuando le llegó su fin.
Avalar una nueva moneda de cambio mundial que rivalice con el dólar
Pero Irak y Libia no eran nada en comparación con la gigantesca acumulación de poder, tecnología, industria, población y poder militar que hoy representan Rusia, China e India. Y ahora se sabe el porqué de las compras masivas de oro: se trata de avalar una nueva moneda de cambio mundial que rivalice con el dólar. Posiblemente se trate de una criptomoneda esponsorizada por estos Estados y, a su vez, avalada por toneladas de oro… Eso supondría el fin del dólar y, por tanto, el colapso de los EE. UU. (el país más endeudado del mundo).
Ello explica por qué EE. UU. necesita una guerra de desgaste que ponga en funcionamiento su economía a pleno rendimiento, no sólo por los beneficios que aporta la industria bélica a las arcas del complejo militar-petrolero-industrial, sino también para generar una oleada de prosperidad en los EE. UU. que aleje el fantasma de futuras revueltas sociales. Toda guerra, a fin de cuentas, va seguida de la reconstrucción de las zonas destruidas, algo que solamente puede realizar el país que se ha visto libre de las destrucciones. La experiencia adquirida en la Segunda Guerra Mundial pesa mucho en los planes de los centros de poder de los estadounidense.
EE. UU. está ocupando en este momento el papel que ocupó el Reino Unido en los años 30, de la misma manera que el papel de Polonia en aquella época está siendo representado por Ucrania y el nacionalismo ucraniano. Asimismo, EE. UU. ha heredado el que fuera eje básico de la política inglesa durante siglos, solo que ligeramente modificado: de lo que se trata es de impedir un eje Europa – Rusia – China. ¿La excusa? “La defensa de las libertades ucranianas.”
La Ucrania de hoy es como la Polonia de ayer: un país cuyas fronteras fueron configuradas por el estalinismo y que encierra a grupos étnico-lingüísticos que ni se consideran ni quieren ser ucranianos: quieren seguir hablando la lengua que han hablado siempre, quieren seguir con sus costumbres, sus tradiciones y bajo la bandera que siempre han tenido: la rusa. Estas poblaciones ya se pronunciaron en 2014 cuando decidieron configurarse como Repúblicas independientes y pedir su ingreso en la Federación Rusa.
La respuesta ucraniana fue la misma que ejerció el nacionalismo polaco en 1938-39 contra las minorías alemanas presentes en su territorio: hostigamiento, incursiones terroristas, asesinatos sistemáticos, ataques a infraestructuras… Era obligación del Estado ruso proteger a sus ciudadanos, a los que habían dicho alto y claro que querían seguir siendo rusos en el Donbast, como era obligación del Estado alemán proteger a los ciudadanos alemanes que siempre habían sido alemanes residentes en territorios que el azar de Versalles declaró “polacos”.
El cálculo era simple: presionar a Rusia adelantando las líneas de la OTAN lo más próximas a los edificios del Kremlin (incumpliendo las promesas realizadas a Gorbachov).
Comprometer a Europa en una guerra que sólo es querida —incluso en EE. UU.— por el complejo militar-petrolero-industrial
Cortar los suministros de petróleo y gas ruso a los países europeos, ofreciendo como alternativas los exportados por los EE. UU., incluso dinamitar directamente los gaseoductos que podrían garantizar el suministro de gas ruso a Europa Occidental; y, finalmente, recordar a los “vasallos occidentales” sus obligaciones como “socios” de la OTAN: apoyar a quien ordene el Pentágono y comprometer a Europa en una guerra que solamente es querida —incluso en EE. UU.— por el complejo militar-petrolero-industrial.
El pobre payaso que gobierna en Kiev, presa de su deseo de supervivencia, entregado a las presiones de la oligarquía mafiosa que lo sentó en la presidencia del país, ha recibido la orden de “resistir hasta la victoria final”, a pesar de que, quienes se la han transmitido, como cualquier analista militar sabe, esta “victoria” es imposible. EE. UU. vuelve a intentar, como hizo el Reino Unido (y los propios EE. UU.) en la Segunda Guerra Mundial, que el conflicto se vaya ampliando. No lo dudemos: nos encontramos en estos momentos en una etapa de “preparación psicológica” para una ampliación del conflicto ucraniano.
Nuevamente ha aparecido en escena el nacionalismo polaco y sus reivindicaciones sobre territorios ucranianos. Polonia se ha convertido en el aliado más seguro del complejo petrolero-militar-industrial norteamericano: la base avanzada de su ofensiva contra Rusia. Y Polonia forma parte de la OTAN y de la UE. Cualquier tipo de ataque del que pudiera ser objeto Polonia —real, fortuito o, simplemente, inventado (como ya lo hizo Zelensky hace unos meses, lanzando un misil sobre territorio polaco que causó la muerte de dos ancianos y atribuyéndolo a Rusia, algo que los propios polacos desmintieron)— implicaría medidas de fuerza de la OTAN.
En las actuales circunstancias, la Unión Europea, convertida en escenario de corruptelas y de lobbys, políticamente impotente, con desenfoques económicos y ausencia de política exterior más allá de la dictada por Washington, es un enano menguante. Realizándose un increíble hara-kiri, la UE ha cumplido rigurosamente con las sanciones económicas ordenadas desde el Departamento de Estado norteamericano. A partir de ahora cualquier degradación de la situación es posible. Y de nada va a valer gritar “Zelensky no vale una guerra” si los distintos países de Europa siguen teniendo gobiernos y partidos que comen de la mano de los EE. UU. y si no aparece una actitud de defensa de los intereses europeos frente a los del complejo petrolero-militar-industrial de EE. UU.
La única solución pasa por la mesa de negociaciones,
no por la escalada bélica
Creemos que estos paralelismos son suficientes como para demostrar que los “imperios” en decadencia siempre tratan de superar sus crisis mediatizando a pequeños países gobernados por enloquecidas élites chauvinistas a las que les han prometido futuros radiantes y ofrecido garantías imposibles de cumplir.
Tanto en la Segunda Guerra Mundial como en el conflicto ucraniano, lo que está presente es el deseo de que la masa euroasiática viva situaciones de inestabilidad y conflicto, antes con el Reino Unido impidiendo el eje París – Berlín – Moscú, y ahora con el complejo petrolero-militar-industrial norteamericano impidiendo el eje UE – Rusia – China.
La gran diferencia estriba en que los medios de destrucción masiva actuales son muy superiores a los que entraron en juego durante la Segunda Guerra Mundial. Está claro que lo que busca EE. UU. es un conflicto “por fases”, una escalada gradual hasta cierto límite, más allá del cual se transformaría en un conflicto que arrasaría incluso a los propios EE. UU. Para éstos, como ayer para el Reino Unido, el conflicto debe darse en Europa continental y tener su centro en la Europa continental.
Para ello cuentan con la fidelidad bovina de los gobiernos europeos y con unos medios de comunicación de masas que buscan sobrevivir en la era de transformación digital y saben que sólo pueden hacerlo publicando las órdenes que el Pentágono traslada a los gobiernos nacionales en el marco de la OTAN.
¿Y el “pueblo europeo”? Mudo como nunca
¿Y el “pueblo europeo”? Mudo como nunca, cegado por las operaciones psicológicas emanadas desde Washington, ni siquiera guiado por tuertos, sino por élites políticas cegadas por la apariencia de poder y por sus rentas, incapaces de pensar en el futuro de sus países.
¿Queréis evitar la guerra? Pues deberéis hacer una “revolución”
Deberéis desembarazaros de gobiernos incapaces y de sistemas políticos que han demostrado su incapacidad, llevándonos hasta donde nos encontramos hoy. Pensad en el ejemplo histórico. Pensad que la historia la escriben los vencedores y que las “opiniones de los pueblos” se fabrican en laboratorios de operaciones psicológicas. Y luego pensad en vuestra supervivencia y en el futuro de vuestros hijos o de los hijos que os gustaría tener y que el actual ordenamiento del sistema os impide tener. Y cuando votéis en Cádiz o en Narvik, en Helsinki o en Lisboa, sed claros:
NI UN VOTO A QUIEN NO PROCLAME EN VOZ ALTA: ¡NO A LA OTAN!
¡NO AL COMPLEJO MILITAR-PETROLERO-INDUSTRIAL!
¡NI UN CARTUCHO, NI UN KILO DE CHATARRA PARA ZELENSKY!
¡SÓLO NEGOCIACIONES DE PAZ!
¡NUNCA MORIR POR KIEV NI POR EL PENTÁGONO!
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