A Leopoldo Panero en el mediodía de mi vida

. A la nostalgia la salva únicamente la gratitud, que es el ejercicio del corazón cuando hace memoria.

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Cuando uno va arribando al mediodía de la vida, el acto de escribir comienza a erigirse como un lento ajuste de cuentas con el pasado. Con su estela de sangre, la pluma va destilando amores y dolores, resignaciones y traumas, mares helados o bosques incendiados. Las palabras son sabias (a pesar de lo que digan los apóstoles del relativismo), porque muchas de ellas muerden el labio de la misma realidad. La palabra “nostalgia”, por ejemplo, proviene del griego νόστος (nostos = regreso) y ἄλγος (algos = dolor). La nostalgia, entonces, es la pena de verse ausente de la patria o de los amigos y es un volver con el peso del dolor a cuestas. A esa nostalgia la salva únicamente la gratitud, que es el ejercicio del corazón cuando hace memoria. Uno mira hacia atrás y agradece el techo que lo cobijó, el pan que lo alimentó, las manos de nuestros abuelos, los desvelos de nuestros padres, el vino compartido con los amigos y también los libros que abrieron mundos delante de nuestros pasos. Todos tenemos un mito de origen en nuestra vida de lectores y el mío se funda en las historias que escuché de los labios de Aurora, mi bisabuela, que como he dicho alguna vez –emulando a Delibes - “llevaba el pueblo dibujado en el rostro”. Allí creció en mí ese regusto por el castellano bien hablado, por los sabores y los olores de aquella España rural de los cielos altos, de las angostas callejuelas de polvo, de las setas en los bosques y del golpe del agua entre las piedras. Luego, todo ello dio paso a otra afección, la de las tertulias literarias de los Cafés, la de las generaciones del 98 y del 14, del 27 y del 36, la Guerra Civil y las heridas abiertas.

En un libro de tapas rojas, la vida me citó con un poeta: Leopoldo Panero (padre), y aclaro “padre”, porque el nombre, la excentricidad y la tragedia existencial de su hijo Leopoldo María, cobró fama mundial y sumió en espesa bruma a la eximia pluma del viejo poeta. Por aquellos tiempos, me demoraba largos días leyendo a “Los poetas de la Falange” y repetía para mis adentros: “Rosales-Panero-Vivanco” como quien repite los nombres de la delantera del Madrid. ¿Y Ridruejo? —preguntará usted—, y yo le diré que Ridruejo también fue importante para mí, pero Ridruejo es caso aparte, quizás para otro capítulo.

Desde aquellas tardes que iban declinando lentas sobre un viejo patio del sur bonaerense, un verso de Panero laceró mi memoria y me abrió el caudal de sus dones:

Señor, el hacha llama a tronco mudo
golpe a golpe.
Y se llena de preguntas el corazón del hombre,
donde suenas.

Panero ha sido, a mi juicio, una pluma mística, el símbolo inequívoco de una “poesía arraigada” como escribe Dámaso Alonso en un Prólogo de 1963. Cuando hacia finales de mayo del año pasado viajé por las rutas de León, abrumado por las luces violáceas y ocres de “la Pulchra” y, antes de comer el cocido maragato en Castrillo de los Polvazares, nos detuvimos con mi amigo Manuel en Astorga, buscando los fantasmas del poeta. Lo imaginé de pie, en el primer escalón de la abrumadora puerta principal de la Catedral, envuelto en penas de alcohol, buscando al Dios presente-ausente que tiñó su vida y su poesía. Paco Umbral, pluma bífida, libre, aunque no siempre justa, reconoce la altura poética de aquella generación y nos cuenta en Las palabras de la tribu, su encuentro con Leopoldo Panero:

A Leopoldo Panero lo visité en su despacho. Estaba violáceo de ginebra, la cara y las manos hinchadas. Me había mirado sin verme o me había visto sin mirarme. […] Panero se siente herido en su corazón tópico, en su memoria histórica falsa, y replica desde su españismo radical con un “Canto personal” lleno de brevedad y de ginebra, donde se cantan cosas como la primera comunión.[1]

Yo creo que los escritores tienen sus claves de bóveda, y del mismo modo que Umbral tenía la combinación exacta para entrar en el alma de Larra, de Valle o de Ramón, no contaba con las llaves para entrar en el misticismo de Panero. Si Don Leopoldo cantaba cosas “como en primera comunión”, las cantaba porque, para mirar el paisaje, conservaba sus ojos vírgenes. Así, leemos en su poema Invocación:

“¡Oh fluye, fluye en mí, total marea
que moja cuanto soy de amor supremo!
¡Oh mosto tenebroso reposando!
¡Oh, fluye en el rubor,
como manzana, del corazón de Dios,
y dora el dulce sabor de sus entrañas,
jugo vivo de infancia, en donde pican los gorriones!

Con Leopoldo Panero aprendí que un viejo amor también llevaba en su piel algo así como una “penumbra de paloma”, que también yo soy aquel “que tiene frío de sí mismo. El que viene cargado con el peso de todo lo que quiso”, y que “todo es como un beso cerca de nuestra boca, como un ángel cansado de belleza que lleva en sus espaldas un peso de roca”.

¿Cuánto les debemos a aquellos que han despertado nuestro verbo? ¿Cómo saldar la deuda de quien nos ha enseñado que detrás de nuestras diferencias, excesos y miserias mora el “hombre interior”, mendigo de profunda humanidad? ¿Cuál es la medida exacta de la gratitud para con aquellos que, al regalarnos esa nostalgia de Dios, nos han hecho más profundos para mirar la vida?

A Leopoldo Panero, con gratitud, en el mediodía de mi vida.

[1] Francisco Umbral, Las palabras de la tribu, p. 249, Ed. Planeta, Barcelona, 1996.

 

Celebremos esta evocación de Leopoldo Panero recordando nuestra propia celebración de la Belleza

 


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