Francisco Arellano: lo que hay que tener para viajar a las estrellas

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Leopoldo Marechal:
De todo Laberinto se sale por arriba”.


Mi tío, Francisco Arellano (1953-2022), acaso la persona más decisiva sobre mi todavía incompleta biografía, me dijo una vez que todo lo que yo escribía estaba muy bien, a pesar de ser demasiado largo, pero que en el fondo no trataba de nada. Esta vez me ha impuesto un tema, el que yo nunca quise tener, aquel que no soy capaz de articular: su muerte. Y escribirlo me ha costado casi más que la desgracia de vivir sin él. La muerte del hombre es la muerte de su biblioteca, aunque ésta pueda sobrevivir en forma de legado, abriendo así sus misterios a ojos nuevos. Resulta imposible reducir la importancia de esa biblioteca, de ese hombre que fue Paco, a unas pocas líneas. Ni muy bien ni muy mal, he hecho lo que he podido, como todos, en las tareas que nos arroja esta puta vida; también a él, que fue mejor que muchos; el único, en definitiva, que tenía lo que hay que tener para viajar a las estrellas.


Mis primeras lecturas se las debo a él, que me facilitó, a la misma edad en la que a su vez se había iniciado más de medio siglo antes, el descubrimiento de autores como Robert E. Howard, Michael Moorcock o Edgar Rice Burroughs. Lecturas que forjan el carácter, gracias a personajes como John Carter, Francis Xavier Gordon o Harry Dickson, aunque no tanto como las horas y recuerdos compartidos con Paco; como la irrenunciable bibliomanía que late en la sangre. Valgan a modo de homenaje algunas notas dispersas acerca de su figura, en buena medida extraídas de la conversación con él: su interés, desconocido para muchos, por las Ciencias Naturales y la Historia Antigua; su tendencia a trabajar incansablemente desde primera hora de la mañana; su buena mano para la cocina, especialmente para preparar guiso de rabo de toro; su voz de orador y su humor irónico, digno de Mark Twain; su pasión por Clarín y otros clásicos españoles que cultivaron, secretamente, lo extraño; la inmersión en el epistolario de Lovecraft, del que lo sabía todo; la consideración de Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, como la mejor obra literaria del siglo XX; y de Grupo Salvaje, de Sam Peckinpah, como la mejor película de todos los tiempos; los premios Gabriel o Ignotus, que recibió por su labor editorial… Y tantos momentos que ahora se perderán como lágrimas en la lluvia.

En nuestra última conversación telefónica, sin saber nada de lo que ocurriría después, hablamos de asuntos muy inocentes: la vertiente fantástica de Woody Allen y la calidad de los programas de cine que comanda José Luis Garci. Mi tío hubiera sido un viejecito terrible, porque siempre tuvo el carácter de un niño gamberro y genial. La aventura y la fantasía fueron el eje de todo su trabajo, que a su vez aúna otros géneros, como la ciencia-ficción, el pulp o el terror. Buscando “encontrar en la lectura lo que no me dio la vida”, a la manera de Walter Mitty, siempre prefirió el relato a la novela; los Weird Tales que editó a las plúmbeos Best-sellers que evitó; la literatura de hace un siglo a la de ahora; y por eso su gran obra editorial está compuesta por los números de Delirio, de los que poco antes de morir dijo: “El único requisito para publicar algo era que me gustara a mí. Leer mi catálogo es leer lo que yo no soy capaz de escribir”. En esas mismas fechas acordamos una entrevista para mi canal de Youtube (Pura virtud), que después jamás tendría lugar; quizás de esa manera podría haber realizado una labor recopilatoria, a base de preguntas, mejor que la que torpemente he ensayado aquí.

Ante todo se consideraba un aficionado al género, sin más paliativos o aderezos; alejado, en cualquier caso, de la utilización política o académica del mismo, buscaba ni más ni menos que imaginación y entretenimiento: “Los que han estudiado el género desde un punto de vista académico, a mi entender, y conozco a muchos de ellos, no tienen demasiada idea de lo que están haciendo. Muchas etiquetas por aquí y allí, referencias y notas al pie, pero lecturas, lo que se dice lecturas, muy poquitas y muy tergiversadas. Leen lo que les mandan otros críticos o estudiosos o lo que sean, pero no leen de verdad”. Paco Arellano fue un erudito, un anacrónico, un conversador, un autodidacta, un gran editor y, por encima de eso, representó una forma de estar en el mundo a la que yo siempre me he querido adscribir: español, heterosexual, no polimorfo, cimarrón, blanco. Rebelde, y por eso mismo elegido para la gloria, tres mujeres destacaron en su vida: su madre, Paula; su hermana, Isabel; y su mujer, Amparo. Sin ellas no hubiera existido ni Delirio/Marginalia, en particular; ni La Biblioteca del Laberinto, en su conjunto.

Tampoco podemos olvidar a sus hijos, Arturo y Javier, en cuyo rostro aún vive su padre. Ni a sus amigos: Luis Alberto de Cuenca, al que acompañó, con aire de Bogart, en trances de desamor; o Jesús Palacios, al que prestó la máquina de escribir para que diera cuerpo a su primer libro; además de Carlos Aguilar, Agustín Jaureguízar, Mariano Martín Rodríguez, Carlos Saiz Cidoncha, Javier Martín Lalanda, Fernando Savater, Juan Ignacio Ferreras, Alfredo Lara, José Antonio Salcedo, Ignacio Armada, José María López, Leopoldo San Juan, Jesús Gómez, José Antonio Villanueva, Ian Watson, Carlos Suchowolski o Pedro García Bilbao, con los que conversó interminablemente. Y sobre todo Frank G. Rubio, al que conoció en la adolescencia y con el que me ha dejado, a modo de herencia, una amistad que se remonta hasta la lejana HispaCon de los años 70. Con todos ellos en la memoria pongo fin a este texto, sin posibilidad de consuelo. Quedamos sumidos en un perpetuo eclipse, aunque con vistas a la bóveda celeste, gracias a la inmortal biblioteca.

 

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