El nihilismo, la capacidad anticipatoria sobre el devenir de la realidad y, sobre todo, el afán provocativo me han llevado a conectar desde hace años a tres de los autores contemporáneos más importantes de la ficción literaria: Michel Houellebecq, J. M. Coetzee y Bret Easton Ellis. En apenas unos años esos tres nombres nos dejaron sendas obras maestras del arte de la novela, como lo son Las partículas elementales (1998), Desgracia (1999) y Glamourama (1999). Tres novelas publicadas en España en 1999, poniendo el broche al siglo que, por cantidad y por calidad, seguramente sea el de las mejores novelas jamás escritas. 22 años después —curiosamente, los mismos que tiene quien esto escribe—, que una coincidencia así vuelva a darse en el mundo editorial parece una quimera. Así lo ha experimentado Easton Ellis en carne propia, como evidencia en las primeras páginas de su último libro, Blanco, surgido de un gatillazo literario hasta ahora insólito como novelista. El futuro de la literatura pasa por una hibridación de géneros y registros más allá de toda barrera académica o editorial, como la planteada por Easton Ellis. De lo contrario, la producción a la manera industrial de textos bien preparados para ser consumidos por el pedante universitario, en el caso de la novela pretenciosa, o por el ocasional lector a la busca de entretenimiento, en el caso de la novela ligera, amenazan con recortar y domesticar las expresiones artísticas y culturales de nuestro tiempo.
Con la variedad temática, a modo de cajón de sastre, que todo blog presenta de forma inevitable, Blanco mezcla el desahogo de las memorias, el divertimento de la crítica cinematográfica, el apunte sociológico esbozado a pie de calle, el relato en primera persona de los acontecimientos acontecidos el 11S de 2001, la implacable semblanza de un siempre tragicómico Tom Cruise o su relación con un joven izquierdista de tendencias depresivas. Además, Easton Ellis narra el proceso creativo detrás de su novela más célebre —de la que ahora se cumplen 30 años de su publicación—, American Psycho, donde Donald Trump, entonces ícono del liberalismo neoyorkino, aparecía como una estrella fugaz en varias ocasiones para sucumbir a la sátira de Easton Ellis. Décadas después, el autor ha padecido en carne propia la lacra de que no pocos amigos supuestamente “tolerantes” le hayan retirado el saludo y la palabra tras haberse negado a demonizar a Trump y haberle preferido como presidente antes de a la macbethiana —por decirlo finamente— Hillary Clinton en las elecciones de 2016. ”Todo se ha degradado por la sobrecarga sensorial y la supuesta libertad de elección que nos ha traído la tecnología. Y, en resumen, por la democratización de las artes”, nos dice Easton Ellis, nihilista que solo cree en el arte, y que a lo largo de las páginas de Blanco evoca canciones y películas hoy en buena medida obsoletas pero no por ello menos importantes en su educación sentimental y en la de una generación, la de quienes eran jóvenes en los 80, diezmada y consumida por la droga y por el alcohol ingeridos en cantidades industriales. Por eso su reacción ante el Óscar a la mejor dirección de Katherin Bigelow por la “viril” cinta bélica En tierra hostil (2008) o a la mejor película de Moonlight (2016) es virulenta: de la primera nos dice que no pasaría de ser un director del montón de haber nacido hombre; y de la segunda, una película sobre la homosexualidad de un afroamericano cercano al mundo del crimen, afirma que jamás habría ganado —y recordemos de qué forma dudosa ganó— de no haber coincidido en el tiempo con la victoria electoral de Donald Trump.
Easton Ellis también carga contra el endiosamiento y la sobreprotección de los jóvenes, en general, y de los niños, en particular, de nuestro tiempo frente a su propia experiencia de niño desinhibido que veía lo que quería y cuando quería en el cine, a diferencia de la “generación gallina” actual de los “millennials”; una generación que es adicta a la victimización y cuya miseria moral y vital radiografía Easton Ellis con una lucidez extrema. En esta sociedad que reprime y oprime de forma implacable lo espontáneo, la pulsión irracional y la opinión libre de todo ciudadano, todos nos vemos abocados a comportarnos como actores que, parapetados tras una máscara o personae, perfectamente sustituible llegado el momento, no decimos ni hacemos nada sin pensar primero en la reacción que previsiblemente va a provocar en los demás. Es la perfecta autocensura. De esa forma, donde nadie se conoce a sí mismo ni, por lo tanto, puede conocer al prójimo, la demonización binaria se encuentra servida en bandeja de plata y la atomización de la sociedad desde el interior queda estipulada imposibilitando, con ello, cualquier resabio de conciencia de clase, todo reducido, ya, a la identidad cultural, racial o “de género” de cada uno. Se trata del triunfo de un liberalismo que ha integrado el discurso inframental del marxismo cultural gramsciano, y que al fin ha conseguido volver obsoleto a Marx y su teoría económica como si de una raída prenda hortera se tratara. La realidad virtual, cada vez más imperante, permite la coexistencia de discursos victimistas por doquier y que, de forma paradójica, ostentan la hegemonía cultural sin contradecirse entre sí, habitando melodramas históricos paralelos (y para lelos).
Discursos victimistas que ostentan la hegemonía cultural habitando melodramas históricos paralelos (y para lelos)
El resultado inmediato es el de que bajo ningún concepto dichos discursos se asemejan ya a la realidad de la vida ni por un instante, ni falta que les hace, pues el error es de la propia vida, nos dicen, no suyo: “Ese mundo hostil e indiferente al que no le importa que existas”. Pero el tema principal del libro es el del “totalitarismo que aborrece la libertad de expresión” y que reduce a subjetivismo y a sentimentalización toda obra artística que, además, ha de ser aprobada de forma unánime bajo pena de, como crítico ocasional, ser acusado de “machista”, “racista” u “homófobo” por no empatizar con la condición de “víctima” de su autor o autores. En otras palabras: hoy a nadie le importa el arte más que como excusa para desplegar la ideología. Eso es “lo que pasa cuando a una cultura deja de importarle el arte”. Y hace tiempo que traspasamos dicho umbral en nuestra tumescente y putrefacta civilización.
La novela es un género puramente europeo que ha resultado desfasado al tiempo que la propia Europa y sus valores tristemente anacrónicos. Por eso ha sido Easton Ellis, enemigo ciego del puritanismo, quien ha necesitado reformular su escritura al cada vez más decadente signo de los tiempos. En otras palabras: Easton Ellis no se ha convertido en un conservador —como mucho en un reaccionario—
Todo eso se acabó, ha sido reemplazado por la telerrealidad e Instagram
sino que ha sido nuestro tiempo quien ha vuelto a la censura, y por eso el autor norteamericano solo ha podido refinar el arte de la provocación en tiempos del delito de odio. Dice Easton Ellis: ”American Gigolo se estrenó cuando las películas podían ejercer una influencia cultural amplia. Y ahora, tanto novelas como películas parecen formas artísticas del siglo XX, no del XXI. Todo eso se acabó, ha sido reemplazado por la telerrealidad e Instagram”. Solo el tiempo nos dirá si nos hemos vuelto a hacer acreedores de la grandeza espiritual que toda gran novela reclama de sus lectores.
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